Alberto Chessa: “Los poetas llevamos el alma afuera, como un exoesqueleto”

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Portada de La impedimenta. / Ada

Con su nuevo libro de poemas, La impedimenta, Alberto Chessa se consolida como uno de los poetas más interesantes del panorama poético actual.

Alberto Chessa: “Los poetas llevamos el alma afuera, como un exoesqueleto”

Alberto Chessa (Murcia, 1976), poeta y traductor, está licenciado en Filología Hispánica y diplomado en Cinematografía y Artes Audiovisuales. Desde hace algunos años reside en Madrid, ciudad en la que desempeña su labor de traductor y, eventualmente, de locutor.

Es autor de los libros de poemas La osamenta (Rialp, 2011), con el que obtuvo el accésit del premio Adonáis en 2010. Le sigue y en la radiografía apareció LA PIEL (Huerga y Fierro, 2013), y el pasado año nos volvió a sorprender con La impedimenta, publicado igualmente por Huerga y Fierro, que cuenta con una sugerente ilustración de portada realizada por Rubén Rubio Egea y con excelente prólogo de Carlos Martín, como bien se merece Alberto Chessa. Porque estos poemas han sido escritos por un poeta brillante y perspicaz, dotado de una gran riqueza verbal, un lenguaje sobrio en el que hay lugar para la anécdota, y una sensibilidad capaz de emocionar y conmover al lector desde sus primeros versos. Y no exagero.

Suya es la primera traducción al español de la novela Sweeney Todd. El collar de perlas (La Biblioteca de Carfax, 2017), atribuida a James Malcolm Rymer y Thomas Peckett Prest. También ha traducido recientemente El carruaje fantasma y otras historias sobrenaturales de Amelia B. Edwards (La Biblioteca de Carfax, 2017). Es igualmente responsable de la versión al inglés de varios poemas en la antología bilingüe de Miguel Hernández Poet of the immense majority, (2017).

Asimismo, es autor de Alfabeto Angelopoulos, que es, simultáneamente, un ensayo escrito y audiovisual. (Editorial Círculo de Bellas Artes, 2015)

Como periodista ha colaborado en diversos medios. Algunos de sus poemas han sido publicados en varias revistas como El coloquio de los perros, Piedra de Molino, Empireuma o Nayagua. Ha sido incluido en varias antologías.  

- Alberto, en una de tus declaraciones afirmaste que te sientes vigilado por ti mismo. ¿Qué hay de todo esto en La Impedimenta?

- En La impedimenta, y en cualquier verso o línea que escribo. Casi me aventuraría a decir que esa vigilancia autoinfligida comparece en cada una de mis actividades consuetudinarias: como padre, hijo, hermano o esposo; cuando trato de disciplinarme en el deporte (y me temo que acabo pareciendo, más bien, un disciplinante); en el no siempre relajado ejercicio de la amistad (cuya complejidad aumenta precisamente cuando debería dejarse embalsamar por la experiencia, esto es, en las relaciones longevas); a vueltas con el compromiso cívico que uno, a veces, adquiere y, otras -¡ay!-, se siente irremisiblemente adquirido por él. En cada una de estas ocupaciones hay dentro de mí un ser libre que quiere obrar con alegría y despreocupación, y también hay (¿dónde más que en mi interior?) un gendarme henchido de reconvenciones y vocación censoria. Te voy a confesar una cosa que mucha gente de mi entorno (del más estrecho incluso) desconoce. Desde que tengo uso de razón hablo en voz alta. De continuo. No hay día que no ordene ideas dispersas o trace esbozos de tareas pendientes en esa suerte de soledad poblada de voz. Y si empleo este vocablo -poblada-, es porque siempre empleo la primera persona del plural. Jamás pronuncio: «Tengo que…», o: «A ver cuándo llamo a…», sino que lo verbalizo multiplicado («Tenemos que…», «A ver cuándo llamamos a…»).

Creo que esta costumbre mía responde al hecho de que ahí enfrente debe de andar el pecio invisible de Matías, el hermano que inventé en la infancia, a quien contaba todo y quien, luego, por pura necesidad (barrunto que mía… ¡y suya!), partió. Partió, pero me dejó este recado en forma de hábito. Cuando, unos cuantos años después, empecé a ensayar versos, no cabe duda de que lo hacía con el aliento de mi hermano en el cogote, las más de las veces reprobatorio. Supongo que eso fue lo que me acabó llevando a adoptar el nombre con el que firmo las cosas que hago; un nombre que, aunque está en mi familia, no es exactamente por el que pago impuestos. Y sospecho asimismo que descubrir quién es Alberto Chessa es la tarea -por supuesto, insoluble- que me va a ocupar toda la vida.

-¿Esta nueva obra cierra una trilogía después de La Osamenta y En la radiografía apareció LA PIEL? ¿Qué innovaciones aporta?

-No, no me parece oportuno hablar de estos tres libros como de una trilogía, al menos si por ello hemos de entender una tríada más o menos orgánica. Claro que hay vasos comunicantes entre uno y otros a modo de recurrencias temáticas o estilísticas, pero la tensión que articula cada entrega no puede ser más diferente (o, al menos, eso es lo que me parece a mí). En La impedimenta prepondera una cierta mirada absorta ante los juegos de representación que tienen lugar en ese escenario móvil que es la vida, lo que como es obvio incluye el propio baile de máscaras al que cada día se invita uno a sí mismo. Y, ¡ojo!, no se trata de denunciar que hay hilos que orquestan a los títeres ni bambalinas que soportan la escena, sino, bien al contrario, de celebrar que así sea, pues nada sería más descorazonador que un teatro de autómatas, una farándula muda, insensible, sin el concurso del ser humano. No voy a insistir ahora, por lo manido, en el valor etimológico de persona, pero sí a recordarle al lector que el propio Aristóteles comprendía al actor como un cuerpo y un alma indivisibles. En este sentido, el título en sí de este libro, La impedimenta, busca ser una invitación a reflexionar acerca de que todo lo que cargamos a nuestras espaldas (la definición de impedimenta es esa: el bagaje pesado que a los soldados les impide o entorpece continuar la marcha a paso marcial), todo cuanto nos haría sentir más livianos en el caso de que pudiéramos desembarazarnos de ello, todo lo que en apariencia diríamos que no somos nosotros, que solo nos abruma con su carga, en verdad es aquello que mejor nos identifica de un solo vistazo, la encomienda sin la cual nuestra función en el tablero se vería reducida a la de meros espectadores de una partida que no nos incumbe. La ilustración de portada, a cargo de Rubén Rubio Egea, es una plasmación cimera de esto que estoy diciendo, creo yo. Cuidado con desdeñar por fútil la corteza de las cosas. El verdadero poeta sabe que eso no es así, que la médula se halla en cada vértebra; acaso porque, como me gusta bromear a veces, los poetas llevamos el alma afuera, como un exoesqueleto.

-En palabras de Carlos Martín, autor del prólogo, leo: “…participa también de un impulso, digámoslo como es, religioso, donde la búsqueda de lo divino en lo semejante se vuelve obsesiva…) ¿Estás de acuerdo?

-El prólogo de Carlos Martín es un prodigio de perspicacia y clarividencia; me siento muy honrado de compartir pliegos con su buen -y, a ratos, extremado- decir. Con respecto a eso que has leído, he de confesar que es algo que me dejó intrigado (y no fue lo único) cuando me acerqué por primera vez al texto preliminar, lo cual, como es lógico, no hace más que encarecer la labor de su artífice. ¿Hay un «impulso religioso» en mi poesía? Por supuesto. ¿En qué manifestación artística no lo hay, ya sea por profesión de fe o ya por su cuestionamiento o su tajante rechazo? Si hasta para dejar de filosofar hay que hacerlo, para manumitirse de las deidades («para acabar con el juicio de Dios», como se desgañitaba Artaud) es necesario injertar la raíz divina siquiera sea como desinencia: a-teo. Otra cosa es que un determinado deseo de trascendencia, de abierta lid contra lo efímero y caduco, se filtre por mis versos con una pertinacia quizá mayor que la que tiende a darse en la lírica de hoy. Y, ahí, eso que apunta Martín a propósito de «la búsqueda de lo divino en lo semejante» se me antoja la clave de bóveda de mi particular relación con la revelación y los lugares teológicos (que, con más propiedad, llamaría enigmas teológicos o arcanos teologales). «¿Cuántas fronteras hay que cruzar para llegar a casa?», se preguntaba Angelopoulos (de nombre -¡vaya por Dios!- Theo), un cineasta que no deja de iluminarme con el paso del tiempo y cuya obra he investigado un poco. ¿Cuántas veces -me inquiriría yo- hay que desprevenirse ante todo lo que de taumatúrgico tiene la cotidianidad más banal para que el instante decisivo obre su milagro en nosotros? Si se lo aguarda al acecho, puede uno consagrar su vida a ese tipo de espera vitalicia que otros llaman meditación (y yo no tengo vocación de eremita). Si, por el contrario, se le trata de echar el lazo al prodigio como si fuera uno un domador de circo, lo más probable es que acabe enjaulado entre fantasmas más rugidores que las fieras reales pero igualmente amansados. De manera que, a mi modo de ver (casi diría, a mi modo de creer), lo más provechoso que puede proponerse uno es no dejar de atravesar deslindes en ese camino a casa que cada frontera no hace más que ramificar.

-Del poema titulado Lógica Difusa, me llama bastante la atención este verso: “¿Para qué sirve un ser humano?

-Eso entronca con otro tipo de preocupación que trato de reflejar en mis versos y que apela a la condición del hombre como herramienta cívica o social. No me refiero solamente a nuestra responsabilidad en tanto que miembros de una comunidad política dotada de derechos y deberes, sino, sobre todo, al compromiso que, en mi opinión, todos deberíamos asumir a la hora de reivindicar una voz cantante en el pentagrama siempre por descifrar que nos brinda el mundo alrededor. En «El hombre negro», Yesenin remata la composición con estos versos: «Conmigo no hay nadie. / Estoy solo… / Y mi espejo, roto». El solipsismo solo trae consigo la pérdida de todo reflejo o, lo que es peor, una silueta mutilada. Es por eso por lo que me pregunto por la función del ser humano, y lo hago además en términos -un tanto paradójicos- de utilidad. ¿Estamos aquí para algo o, en caso contrario, nuestra residencia en la Tierra (ese título nerudiano por el que todo poeta que se precie mataría por haber hecho suyo) se basta y se sobra en su mera contingencia de días, palabras y barquinazos? En ese poema que mencionas (y que, por cierto, va dedicado a un gran poeta y amigo como es José Luis Zerón) afirmo también que «en poesía referir es definir». Soy de la idea de que nada de lo que decimos o llevamos a cabo es inocente; todo comporta una toma de postura, por muy inopinada o espontánea que fuere. En este sentido, prefiero pecar de penetrante antes que de chirle; arrostro el posible latigazo de que alguien me acuse de ponerme estupendo (o, como se dice ahora, intenso) por defender una labor fundacional en la tarea del hombre, así como en el verbo del poeta, si ese es el precio que debo pagar por que no me confundan con los inanes.

-Inicias la obra con un poema que lleva por título Errancia, título que se repite en el último poema de cada una de las secciones del libro. ¿Por qué esa insistencia?

-En realidad, más que repetirse, se va completando (en su falta de completud) a lo largo del libro. Se trata de un solo poema, una suerte de poema-río cuyos meandros se ven interrumpidos por las corrientes que, a la postre, acaban por conformar el libro en sí, el po-e-ma-rio. Errancia fue también el primer título (en pugna con Teselas) que barajé para el volumen. Me gusta mucho ese doble valor implícito en el término de yerro y vagabundeo que, «andando el tiempo (errando el tiempo)», parece haberse decantado en el uso por esta segunda acepción. Observada en detalle, la vida es el cuaderno de una errancia, con el errar y el error siempre a la que salta, perfectamente listos para tendernos una emboscada. Poner por escrito esa vida no conjura los tropiezos y merodeos pasados, pero sí arroja un poco de luz a los que están por llegar. Déjame, por cierto, ya que hablamos de las entretelas del libro, que agradezca también desde aquí la excelente labor de Juan Carlos Martínez Rodríguez, autor de la fotografía de la solapa, y, por supuesto, el buen hacer de mis editores Antonio Huerga y Charo Fierro.

-Me sorprende la manera en que fusionas cierto confesionalismo con referencias culturales que no resultan nada pedantes. Algo tendrá que ver tu amplio registro de lecturas y tus conocimientos de otras disciplinas artísticas… ¿No es así?

-Te agradezco que eximas de pedantería el diálogo que trato de establecer en mis poemas con lo que han dejado expresado otros autores antes -y, por supuesto, mejor- que yo. Lo que se vino en llamar culturalismo, al menos en su manifestación más chata, de siempre me ha suscitado pocos cumplidos y sí más de una rechifla. Distinto es que vayamos a negarles el pan a una cita a tiempo o a una paráfrasis confesa y bien traída de alguna obra mayor. Mayor… ¡y menor! Todo vale para construir el poema si trae bajo la manga una cédula de oportunidad. Soy muy amigo de repetir con insistencia el verso de Huidobro en su «Arte poética» que sentencia que «el adjetivo, cuando no da vida, mata», y me gusta pensar que es un apotegma extensible a todo lo imaginable en poesía (no solo al adjetivo).

Cuando se está cocinando, el poema es tan agradecido que acepta cualquier ingrediente que le eches, lo que no quiere decir que esa voracidad embrionaria vaya a hacerle a la postre ningún bien. Todo aquel que desarrolla una tarea artística sabe perfectamente que tan importante como lo que se expresa es lo que se calla. Valente lo resolvió mucho mejor: «Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio», dejó escrito. Así las cosas, no, claro que no participo del regusto por la pincelada culturalista (que cuántas veces no estará impostando el brochazo cultureta) como una luminaria o una pirotecnia. Bien al contrario, quiero pensar que en mis versos la comparecencia de un guiño, explícito o velado, a Baudelaire, por ejemplo, viene disuelta en una solución de continuidad, como cuando, en el transcurso de una conversación, referimos tal o cual cosa que recordamos haber leído o visto en determinado autor. Tal vez sea eso lo que, como dices, te sorprenda de esa suerte de maridaje entre las referencias culturales y un discurrir confesional que, en gran medida, conforma mi poesía. ¡Es que, para mí, todo es confesionalismo! ¿Por qué va a haber más franco testimonio en tratar de exorcizar un desamor que en probar las armas de nuestro pobre entendimiento (del mío al menos) acerca de una enormidad tan insondable como es el bosón de Higgs? ¿O es que acaso Sylvia Plath (una poeta que me consta que tienes muy presente -como yo mismo- en tus composiciones) no trufaba también su confessional poetry de alusiones, observaciones, advertencias, señales remitentes a su acervo cultural? Pues eso.

-Hay grandes poemas en este libro. Uno de ellos es, a mi juicio, MIEDO Y DIOS, en el que recuerdas a tu abuela. Aparecen en estos versos algunas características de tu poética, como es el empleo de una anécdota para crear un mundo complejo y la utilización de la ironía para rebajar el trasfondo trágico de los poemas. ¿Qué opinas?

-De nuevo, te agradezco tus palabras; más aún si cabe que antes por lo generosas que son para con el libro. Me emociona que, de entre todas las composiciones, destaques «Miedo y Dios», un poema que no he dejado de entrañar ni aun ya parido. Es más: es uno de esos pocos poemas de todos los que he escrito que no me hubiera tolerado no haberlo hecho. Recuerdo que el primer aldabonazo sonó mientras volvía de hacer la compra en el supermercado. Suelo llevar conmigo una libreta pequeña para anotar todo lo que me sale al paso de la imaginación o de la vista, pero aquel día había salido con lo puesto, de forma que empecé a escribir en las mismas bolsas y en los cartones de leche (un bolígrafo sí que no perdono nunca echármelo al bolsillo) haciendo paradas cada dos por tres en la cuesta que lleva hasta mi casa. No sé si de esta historieta que te cuento sale, como sostienes, un mundo complejo (no lo creo), pero sí es cierto, y está muy bien visto por tu parte, que me considero un coleccionista de anécdotas, puede que con la esperanza alerta de que, a su debido momento, me acaben brindando el tuétano (¡y aun el tétanos!) que habían escondido hasta entonces.

Todo lo que reseño de mi abuela en ese poema, como puedes suponer, es verídico: la mecedora en la que «aventaba el aire» (estaba gruesa), el cubilete del parchís que pasó de empuñar como una forofa iluminada a agitarlo «como se agita un incensario», su forma de andar cada vez más chaplinesca a su pesar. Pero, por encima de cualquier otro rasgo, su miedo a morir y una, diría yo, fe hosca en Dios, a quien temía más que amaba, desde luego, y con el que mantenía unas disputas muy acerbas, bien que no verbalizaba nunca más que una frase o dos (¿qué no le diría para sus adentros?).

La que se llevaba la palma era, sin duda, la que recojo en el último verso del poema, esa adversativa que nadie sabe con exactitud qué adversaba, pues no dejaba de ser una proposición sin núcleo, desmochada, una suerte de botella en la orilla con un mensaje del que solo se hubieran salvado dos palabras, estas: «¡Pero Señor!». Cuando recito en público esta pieza, al llegar a este punto, trato de imitar el acento y la misma voz de mi abuela, lo cual convierte el segundo término en algo así como Seññññó. No sé si cabría hablar en puridad de ironía, como tú sugieres. Tal vez. No lo tengo muy claro. Pienso, eso sí, que el anecdotario en poesía puede jugar malas pasadas si uno no adopta una distancia prudente (de seguridad) con respecto a la emoción que revive al recrear el suceso en cuestión. La sacrosanta disociación eliotiana puede y debe echarnos una mano también en esto. Si huir de la solemnidad y la prosopopeya es ser irónico, entonces soy irónico.

-Recientemente has traducido del inglés dos novelas: Sweeney Todd, El collar de perlas, cuya autoría se atribuye a James Malcolm Rymer en colaboración con Thomas Peckett Press y El carruaje fantasma y otras historias sobrenaturales de Amelia B. Edwards, ambas editadas por La Biblioteca de Carfax ¿Con qué dificultades te has encontrado?

-Como no hay dos sin tres, te tengo que dar las gracias otra vez por sacar a colación esta otra tarea que intento llevar a cabo con rigor y pasión, aunque del mismo modo no sin esfuerzo y, como dices, algunas dificultades. El nacimiento de un nuevo sello editorial como es La biblioteca de Carfax es una bendición (si bien, por el género que ampara, convendría hablar mejor de una maldición bendita) para todos los amantes de la literatura de terror o misterio, que en España son -somos- legión.

En ese sentido, no queda más que rendirse ante el arrojo y la excelencia en el trabajo que están demostrando las editoras, María Pérez de San Román y Shaila Correa, a quienes trato de devolver la confianza que han depositado en mí. Por lo que respecta al primero de los libros que has mencionado, te diré brevemente que Sweeney Todd es un clásico en las letras anglosajonas del ochocientos, más allá de cualquier adscripción a género alguno, y si algún valor tiene por encima de todos esta edición es que lo ofrece por primera vez en nuestra lengua (insisto: ¡por primera vez!) y, además, en una tirada anotada acompañada de un postfacio que pretende acercarle al lector español las claves que acabaron por configurar el arquetipo del barbero asesino.

En cuanto a Amelia B. Edwards, confieso que supuso para mí todo un descubrimiento, ya que de esta escritora victoriana (y egiptóloga, y viajera impenitente, y sufragista, y protofeminista, y criptolesbiana sin reparos en compartir el mismo techo toda su vida con otra mujer en pleno siglo diecinueve) conocíamos muy poco hasta ahora los lectores hispanoparlantes.  Los relatos sobrenaturales que conforman El carruaje fantasma son, aparte de una delicia dentro de la corriente de las llamadas ghost stories, la muestra de una escritora con traza, dueña de un lenguaje exuberante y un estilete muy sensorial que se echan de ver, por ejemplo, en la plasticidad de las descripciones y la viveza de los diálogos. También aquí quise que la edición incorporase unas pocas páginas al final en donde poder contextualizarle la época y las características del género al lector que no estuviera muy familiarizado con ello.

Como te decía al principio, si uno trata de completar la tarea de una manera rigurosa, la experiencia de la traducción puede llegar a conducirle a un estado de semiautismo, en el sentido de que es capaz de quedarse colgado de una palabra, un giro expresivo o un juego de fonemas durante horas e incluso días (a mí me ha ocurrido) mientras lo demás y los demás pasan por delante sin alterar un ápice ese grado hipertrofiado de introspección. Obviamente, y por fortuna, no siempre es así. Sin embargo, hay un imponderable, aun en los momentos más apaciguados, y es que el ejercicio de la traducción urde una trama con el propio lenguaje como ningún otro empleo del mismo (hablo por mí, claro está) propicia. Por supuesto que, como poeta, cultivo la obsesión con ciertos vocablos, bien sea para encarecerlos, bien para execrarlos. Pero, cuando estoy enfrascado en una traducción, si, pongamos por caso, me siento delante del televisor a ver un informativo, soy como el personaje de El hombre con rayos X en los ojos, solo que, en lugar de asaltarme las interioridades de la gente, me perdigonean una a una todas las palabras, y solo las palabras.

-Para finalizar, te hago una pregunta tópica pero que yo, como lectora, tengo curiosidad por conocer la respuesta ¿Qué llevas entre manos?

-Pues varias cosas que, de momento, consigo que se hagan sitio y no se estorben mucho las unas a las otras. Estoy traduciendo, de nuevo para La biblioteca de Carfax, la novela que ganó el último premio Bram Stoker (El pescador, se llama; y su autor, John Langan), que saldrá presumiblemente a vueltas del verano. Está pendiente de edición (que se supone casi inmediata) una antología bilingüe de tu paisano Miguel Hernández, al cuidado de Jesucristo Riquelme y en la que he participado vertiendo algunos poemas suyos al inglés. Y, luego, por concluir con las traducciones, tengo en marcha una compilación de piezas líricas de la poeta italiana, poco o nada conocida por estos pagos, Mariangela Gualtieri, cuya obra me resulta muy estimulante. En cuanto a mi propia producción, no se lo digas a nadie, pero cuento ya con otro poemario cerrado y puesto a punto, tras La impedimenta, que lleva por título Un árbol en otros. Consta de tres partes muy diferentes entre sí, aunque, bien miradas, se aprecia que acaban convergiendo en el mismo punto, que viene a ser una especie de constatación de lo frágil que es la identidad de uno cuando algunos acontecimientos de calado (venturosos unos, otros infortunados) se enseñorean del vivir y lo terminan por poner todo patas arriba. Pero, bueno, eso sería motivo de otra entrevista, si viene al caso, cuando salga el libro (espero que a lo largo de este año 2018). Yo te agradezco infinito, Ada, esta que me acabas de hacer. Para mí ha sido un placer y un honor.

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