El placer de escribir

El camino. Un cuento peregrino
El camino. Un cuento peregrino
Refelxiones acerca de "El camino. Uncuento Peregrino", de Julio Calvet Botella.

Al concluir Julio Calvet Botella su impecable trayectoria profesional, la judicatura perdió a un magistrado enamorado de su profesión y que la ejerció de forma ejemplar; y la literatura ganó a un escritor que disfruta enormemente con lo que hace, eso salta a la vista. Julio no sublima mediante la escritura una aspiración de notoriedad ni deviene tampoco un lujo solipsista. Escribir es para Julio Calvet puro goce y pura alegría y también un homenaje a todas aquellas novelas que nos han hecho disfrutar desde la infancia hasta hoy y que permanecen en una suerte de edén literario.  Además, como otros más insignes, viene a confirmar, si ello hiciera falta, que el género de aventuras no está reñido con la calidad literaria. Qué es acaso el viaje de regreso de Ulises a Ítaca sino una concatenación de maravillosas aventuras. En la cuestión libresca, todos tenemos asignaturas pendientes. Esos libros que figuran en los listados de las diez o las veinte novelas imprescindibles y que terminamos relegando una y otra vez a los estantes, tras intentar cada cierto tiempo la acometida. Por otro lado, generaciones enteras han disfrutado y siguen disfrutando con Julio Verne, Stevenson, Dickens, Jack London, Conrad, Fenimore Cooper, Melville o Alejandro Dumas. La deuda contraída y las horas de solaz y pasión que este que escribe debe a novelas como “Viaje al centro de la tierra”, “La isla del tesoro”, “Los papeles del club Pickwick”, “El último mohicano” o “Los tres mosqueteros” es infinitamente mayor que la que me depararon otras lecturas, en principio más “literarias” o de cuyo experimentalismo uno debía aprender no se sabe muy bien qué, cuando de lo que se trata es de contar historias que atrapen al lector desde la primera página. Y no es que la literatura de aventuras se termine con estos autores decimonónicos. Sin salir de la España contemporánea y entroncando con la tradición galdosiana y barojiana podemos citar a Juan Marsé, a Pérez Reverte, a Ruiz Zanón o a Eduardo Mendoza entre otros.

Calvet fue, desde muy joven, un enamorado del Siglo de Oro cuya literatura conoce muy bien y quiso contribuir a su bibliografía con un pequeño ensayo monográfico, “Los pícaros en la España del Siglo de Oro” que, como otro complementario con el título “Don Quijote y la justicia o la justicia en Don Quijote”, es posible descargar de forma gratuita en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Estos trabajos constituyen un complemento ideal para aquellos que decidan sumergirse en la novela que comentamos.

Julio Calvet ha publicado, normalmente en la Editorial Círculo Universitario (ECU), diversos libros tanto de ensayo como de narrativa y también ha hecho sus pinitos como poeta. Pero esta es la primera vez que nos ofrece una novela con todas las características concernientes al género en cuanto a extensión, variedad, subtramas y desarrollo de múltiples personajes. La novela que nos trae Julio Calvet lleva por título “El camino. Un cuento peregrino”. No es un cuento en el sentido literario pues ya ha quedado claro que estamos ante una novela, pero la mención no es baladí y revela, en uso recogido por la RAE, el carácter de relato de pura invención. Además, el pulso narrativo tiene mucho de presentación oral, como si alguien nos estuviera contando los hechos que conciernen al protagonista y al resto de personajes. Ya decía Walter Benjamin que “entre aquellos que han puesto historias por escrito, los grandes son quienes en su relato se separan lo menos posible de lo que tantos otros les contaron anónimamente”. Dice Calvet en su Salutación que, una vez puesto a andar, fue el propio protagonista de su novela quién le contó la historia y yo lo creo a pie juntillas. También García Márquez, al hablar de la gestación de “Cien años de soledad”, dice que no encontró el auténtico camino para la novela hasta que imaginó que su abuela materna, dueña de una fantasía desbordante, se la dictaba. Lo escribiría todo como lo habría contado su abuela en alguna de sus historias.  

Una clave importantísima de la novela y que podemos tomar como exégesis será el parlamento del abad fray Cosme de León, cuando interpretando el sentir del que ni siquiera don Lope es consciente, dirá: “… pues vos sois y seréis siempre un hombre de acción. Un hombre que os pusisteis en el camino, y que sin que os lo propongáis vuestra vida pide volver al camino. Sois un caminante de la vida, un peregrino sin norte ni destino, por eso siempre he pensado que este tiempo aquí sólo era para vos como un breve alto en vuestro caminar”.

Acertadamente recurre Julio Calvet al narrador omnisciente, aquel que conoce todos los datos y resortes de la historia desde antes de comenzar y que permite a los lectores una mayor cantidad de información, aunque convenientemente dosificada. La adopción de este modelo narrativo siguiendo el criterio de objetividad, no deja mucho margen de imaginación al lector a cambio de ofrecer una mayor credibilidad y control de la historia. También permite al autor, en este caso, alguna digresión para explicarnos tal o cual asunto histórico, lo que convierte también a la novela en fuente de conocimiento sobre la vida y los hechos de la España del siglo XVII. En este aspecto es especialmente valiosa la pericia que posee Julio sobre la historia del Derecho, los aspectos procesales y la aplicación de la justicia durante el tiempo de acción de la novela.

En el mencionado ensayo de Julio Calvet sobre la picaresca en la España del Siglo de Oro, nos dirá unas palabras que me hacen pensar, si ya entonces estaba pensando el autor en esta novela. Si no fuera así, considero en todo caso bien traída y esclarecedora la cita:

Por mi parte, siempre he pensado, que el juicio de los hombres, y claro de la historia, debe realizarse mediante una aproximación al momento histórico en que discurrieron sus vidas y los acontecimientos que las rodearon y determinaron. Y ciertamente y para ello, se necesita de un elemento esencial; y este elemento esencial, es la perspectiva. Y con esta perspectiva, desde el hoy, pero mirando nuestra historia, como si la contempláramos desde un balcón intemporal, les invito a acercarnos a una época, que cuanto menos debemos considerar extraordinaria, pues aunque, como en todo, siempre aparecerán las sombras y los claroscuros sobre las luces, el periodo denominado del “Siglo de Oro”, marca el punto más álgido de nuestra historia.

La estructura de la novela es tripartita a lo largo de 32 capítulos, correspondiendo cada una de esas partes a la ordenación aristotélica de exposición, peripecia y desenlace. A ello se añade una breve coda final (el capítulo 33) a la que designa como “Parte última”, y en la que veremos alejarse al caballero. En la parte paratextual encontramos un esclarecedor prólogo a cargo del también escritor Manuel Avilés Gómez; una salutación del propio autor donde nos presenta al protagonista de su novela, don Lope de Andrade; y un epílogo donde también Julio Calvet nos revela algunas de las claves de su novela y el camino que el destino pudo haber deparado a los personajes principales.

Comienza Julio Calvet la novela in media res, con la llegada del protagonista a una venta manchega, camino de Andalucía. Allí se producirá el providencial encuentro que constituye el motor de la trama. Estamos en un periodo, el que va desde la conquista de Granada y el descubrimiento de América hasta 1681, año de la muerte de don Pedro Calderón de la Barca, en que España es la primera potencia mundial, con una hegemonía militar que no había conocido ni antes ni conocerá después. La Corona española controla un imperio que abarca casi todo el continente americano, varios archipiélagos del Pacífico, los Países Bajos y parte de Italia y Austria. El sitio de Rocroi, durante la Guerra de los Treinta Años, marcará un punto de inflexión en el declive del imperio y el comienzo del fin. Hoy día, en que se suele renegar de nuestra historia e incluso se promueven actos vandálicos contra sus símbolos, no está demás reivindicar el papel de la literatura frente al fanatismo. Como bien dice Vargas Llosa:

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión.

Por otra parte, el florecimiento de la cultura, impulsada por la mejora y expansión de la imprenta (los libros son más manejables y baratos que antaño), dará paso al momento más áureo de nuestra literatura. En España, la capital económica es Sevilla, sede de la Casa de la Contratación de Indias, como puerta al Nuevo Mundo. De aquel puerto, al que accedían a través del Guadalquivir, salían y llegaban los galeones cargados de valiosas mercancías. Hasta Sevilla fueron muchas personas buscando un futuro, convirtiéndose la ciudad en ingente foco de desigualdades sociales. Y allí, en los bajos fondos, floreció también un nuevo tipo humano, el pícaro. Si bien, había diferencias sustanciales entre el típico pícaro “vividor” de Madrid o Valladolid, ladronzuelo y holgazán que se mueve por el hambre, y el pícaro sevillano, miembro de bandas de crimen organizado al mando de un hampón sin escrúpulos, como la que nos muestra Calvet en El Arenal. Pone el autor un especial esmero en reproducir la vida cotidiana durante el siglo XVII en todos sus aspectos, sin descuidar los más mundanos, mostrándonos también las lacras y los males que afectaban a la sociedad de aquella época. Se representa en la novela un espectro social y ambiental amplios, lo que contribuye a dotarla de esa verosimilitud de la que hablaba y que es uno de los mayores méritos de la novela.

El narrador, como es natural, siempre está muy cerca de Lope de Andrade, a quien elige como valedor. Es su vida la que vertebra la historia pero sin abandonar el periplo del resto de personajes que van a surcar las páginas de la novela. La galería de personajes y acabado retrato de estos, deviene inolvidable. Entre ellos se nos cuela, en eficaz cameo, alguno verdadero e ilustre cuyo encuentro casual con el protagonista es totalmente plausible en el Madrid o la Sevilla de la época, como Velázquez, Quevedo o Murillo. Este recurso enriquece, sin duda, la trama y otorga, a veces, un noble destino a los personajes ficticios. A modo de ejemplo, veremos como el padre de Lope, herrero de profesión en la calle Mayor de Madrid, deviene inmortal al servir su porte de modelo para “La fragua de Vulcano”, en una visita que el pintor sevillano hará a su taller para encargar una espada. Otro personaje será Marcos Alemán, hijo del célebre pícaro Mateo Alemán que se retrató a sí mismo en el Guzmán de Alfarache. Pero también el personaje de Mariana, cuya juventud, frescura, formas y hermosura se compara con aquella Aldonza que más de un siglo antes había plasmado el judío converso Francisco Delicado en su “Lozana andaluza”. Siguiendo a la lozana, querrá Mariana viajar a Italia para probar fortuna en los prostíbulos de Roma; o sea, de prosperar sin salir de su profesión, porque en aquel entonces era extremadamente difícil trascender los grupos y castas y los ambientes en los que uno nacía. Aunque había tres formas: el camino de las armas, el monástico y el del hampa. Lamenta Calvet al final, por mor de la cronología, no haber podido hacer coincidir a su protagonista con el poeta místico San Juan de la Cruz, pero hace que aquel tenga como libro de cabecera un ejemplar de su poesía. Hablando con Julio, me dice que la novela no puede tener otro final que el que tiene y que, evidentemente yo no voy a revelar. Sí diré que no descarto la posibilidad de ver nuevamente a don Lope en su cabalgadura, como peregrino por los caminos de España.  

Sobre el protagonista, Lope de Andrade ronda los cuarenta años durante la acción principal de la novela, pero lo vemos ya como a un personaje crepuscular, solitario, algo trágico y sombrío. Vuelve a Madrid tras estar diez años como soldado con los Tercios, en Flandes. Ha sido gravemente herido en Rocroi donde, a decir de Calvet, los Tercios españoles perdieron la batalla pero no el honor y, tras días de permanecer entre la inconsciencia y los delirios a causa de las heridas y la fiebre, logra sobrevivir en un hospital de guerra merced a los cuidados de una enfermera voluntaria. La batalla de Rocroi, mayo de 1643, y la referencia a la edad de Lope, nos permiten datar exactamente la cronología de la trama. Si el sitio de Rocroi tiene lugar diez años después de perder Lope a su padre; tendremos que, en el momento de entrar éste como soldado en los Tercios, tendría 29 años. Sabemos que Lope comienza a recuperarse de sus heridas el día de San Juan de 1643 y, a continuación, vuelve a Madrid. Y que un decreto real cuyo objeto omitiré, está fechado el 22 de julio. Y no habiendo, salvo error u omisión por mi parte, ninguna otra acotación temporal o estacional, tendremos que, la acción transcurre en apenas tres meses, de mayo a julio de 1643. Por otra parte, Lope de Andrade habría nacido en 1604, año en que Mateo Alemán publica la segunda parte de su “Guzmán de Alfarache”, Lope de Vega la novela “El peregrino en su patria”, Shakespeare estrena “Otelo” y Francisco de Quevedo comienza a escribir la “Historia de la vida del Buscón don Pablos” que no sería publicada hasta más de veinte años después.

Si uno contempla el magnífico lienzo “Rocroi, el último tercio” del pintor contemporáneo Augusto Ferrer-Dalmau, que retrata con gran fidelidad las últimas horas de la batalla, cuando los soldados españoles aguardan estoicamente la embestida de la carga de la caballería francesa comandada por el duque de Enghien, estoy seguro que, entre los sobrevivientes, cada uno según la imagen que se haya formado de su porte, podrá ver a don Lope con la pica en ristre, mientras escucha el redoble de los tambores y ve ondear la ajironada bandera con la cruz de Borgoña. Quién sabe si no luchó Lope de Andrade codo con codo con el temerario Alatriste que, como crónica de una muerte anunciada, cayó en Rocroi. Lope tuvo mejor suerte y volvió a la vida un hermoso día de San Juan, emprendiendo el camino de Madrid. @mundiario

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