Otra vez… Ética, legalidad y papeles de Panamá

Manuel Moix con Esperanza Aguirre en 2012. / Comunidad de Madrid
Manuel Moix con Esperanza Aguirre en 2012. / Comunidad de Madrid

Debemos preguntarnos si los responsables públicos están sujetos a la simple legalidad, o si, precisamente, por la especial función que desempeñan y la defensa del interés general que tienen encomendada, debe exigirse que se sometan a unos estándares de conducta que trasciendan la legalidad.

Otra vez… Ética, legalidad y papeles de Panamá

11 de abril de 2016. En esa fecha publicaba en el Faro de Vigo un artículo de opinión analizando la controversia que se producía ante la aparición de los conocidos como “papeles de Panamá”. Con esa expresión se aludía a un escándalo que, no sólo en España, se cobraba más de una cabeza, aquí, en particular, la más sonada, la de José Manuel Soria, entonces ministro de Industria, Energía y Turismo.

Las sociedades offshore y la alusión a los ya famosamente conocidos como “papeles de Panamá”, se convertían en el eje informativo de todos los medios de comunicación hace poco más de un año y entraban en las conversaciones habituales de muchos ciudadanos, que veían cómo políticos, realeza, artistas, y todo tipo de sujetos públicos aparecían con su nombre en estos ya famosos papeles y se planteaban la dicotomía entre ética y legalidad.

30 de mayo 2017. La información desvelada por Infolibre  señalando que  El fiscal Moix es desde 2012 dueño del 25% de una empresa de Panamá que tiene un chalé en España reabre una herida que, ante los  casos de corrupción que copan las primeras páginas de los medios, no parece que vaya a cerrarse pronto y lastra cada vez más unas instituciones afectadas por una profunda crisis de legitimidad.

La coartada esgrimida por muchos de los entonces afectados se retoma ahora: es legal. La pregunta que se hacía entonces, aparece de nuevo ¿es ético?. Debemos preguntarnos si los responsables públicos están sujetos a la simple legalidad, o si, precisamente, por la especial función que desempeñan y la defensa del interés general que tienen encomendada, debe exigirse que se sometan a unos estándares de conducta que trasciendan la legalidad, que se sujeten a esa manida ejemplaridad.

En los últimos años, pero en particular los dos últimos, se ha hablado mucho de transparencia y otras medidas de regeneración democrática para recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas. La aprobación de un nuevo marco normativo y las múltiples iniciativas adoptadas en todos niveles de administración pretendían compensar el descubrimiento de irregularidades en la gestión pública que afloraban en el momento más delicado, en plena crisis económica, cuando los gobiernos exigían a la sociedad un esfuerzo extra en su contribución al bien común.

Pero más allá de la eficacia de este tipo de medidas (en el reciente Ranking del Consejo de Transparencia que evalúa a las instituciones más representativas de nuestro país destaca la baja evaluación obtenida por el Ministerio Fiscal), el debate actual nos sitúa en un nivel superior al cumplimiento de las leyes. Nos encontramos ante la noción de ética pública, de buen gobierno, en definitiva, de un conjunto de valores y principios que deben impregnar la vida pública, que garanticen un comportamiento adecuado, no sólo legal, de los representantes públicos, en coherencia con la defensa del interés general y el compromiso de servicio público.

A tal fin, debemos reinvidicar la utilidad de los códigos éticos (1), códigos de conducta o de buen gobierno, que han ido consolidando su posición en la escena pública como herramientas de lucha contra la corrupción, en el sentido de interiorización de la dimensión ética en la gestión pública y con un amplio recorrido a explorar, incluso en la línea de herramientas de Compliance. Siguen existiendo demasiadas zonas grises que no encuentran encaje en el ordenamiento jurídico y casos como el de los papeles de Panamá podrían reconducirse a través de estos instrumentos.

Por ello, es necesario adoptar una línea de actuación que opere desde la prevención, no sólo recurrir al Código Penal, que aparece cuando el daño ya está hecho, en un estilo puramente represivo. La autorregulación, mediante la imposición de normas propias en las que se recojan obligaciones de buen gobierno y estándares de conducta, con independencia de su denominación, constituye un instrumento que puede resultar de gran utilidad. Los ciudadanos, individualmente considerados, pero también articulados a través de agentes de la sociedad civil deben desempeñar un papel fundamental exigiendo este cumplimiento y a través de la fiscalización de la acción pública, para contribuir a la mejora del modelo.

Porque la clave está en la rendición de cuentas. Ante situaciones como la descrita los ciudadanos deben decidir qué modelo de gobierno e instituciones quieren. Uno al que solamente le preocupe el cumplimiento de las normas o, en el peor de los casos, la apariencia de cumplimiento, u otro conformado por representantes públicos caracterizados por un sólido marco de integridad institucional en su actuación y en su compromiso con la defensa del interés general. La respuesta parece clara pero la pregunta sigue en el aire.

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Nota:

(1) Sobre el papel de los códigos éticos y de conducta en la Administración Pública recomiendo la siempre interesante lectura del blog de Rafael Jiménez Asensio.

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