Otra disputa por la nación… ¿pero y el proyecto?

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México. RR SS.
Andrés Manuel López Obrador, presidente de México. / RR SS.
Del Tratado de Libre Comercio de Salinas de Gortari al T-MEC (de) López Obrador.
Otra disputa por la nación… ¿pero y el proyecto?

Hace casi cuatro décadas dos prestigiosos intelectuales de izquierda en México escribieron un libro con un nombre emblemático: La Disputa por la Nación. La tesis era, como podría imaginarse, que en el México de principios de los ochentas se enfrentaban dos proyectos distintos y antagónicos de nación. Por un lado el proyecto neoliberal, con una clara intención de integración económica. En el que el capital privado sería el motor de cambio, en un momento en el que el Estado tenía una amplia preponderancia en las actividades comerciales; por el otro, el proyecto nacionalista, en donde las ideas cardenistas seguirían vigentes. Con una intencionalidad de crecimiento más endogámica y, con la promesa de reducir las asimetrías por la concentración del ingreso, lo que impedía la inalcanzable justicia social.

Los programas de gobierno (1970-1976) (1976-1982) se llamarían: El Desarrollo Compartido y la Alianza para la Producción. El primero se denominó de esa manera por las inequidades que dejó el Milagro Mexicano. El segundo llevaría ese título debido al fuerte choque que existió entre el gobierno y los empresarios nacionales. Irónicamente, tal “alianza” acabó con la estatización de la banca privada y, con una legendaria devaluación del peso. Al parecer en dicha disputa por la nación, la ganarían los “tecnócratas” educados en las universidades estadounidenses y expertos en economía neoclásica. Y transitando a la mitad de la “década perdida”, se optó por instrumentar los programas de ajuste.

Se comenzaron a enajenar empresas estatales y, con la retórica de que un Estado minimalista no suponía menos responsabilidades sociales, se comenzó a dar forma a un nuevo proyecto de nación insertado en la globalización.  

La apertura comercial que se inició en México a mediados de la década de los ochenta, tuvo un impacto de distintas maneras en la sociedad mexicana. El anuncio del ingreso de México al GATT (1985) supuso un golpe de timón para una economía que había sido gestionada primordialmente por el Estado. La fotografía de la Ciudad de México de ese año era tragicómica en muchos sentidos.

Se abría la primera franquicia McDonald´s, provocando una fila de autos de cinco kilómetros y un tiempo de espera de dos horas. Todo esto, muy cerca de las ruinas de cientos de edificios colapsados por un terrible terremoto que había impactado la Ciudad de México. Y es que dicho impacto, “despertó” a la sociedad civil, no sólo para degustar las hamburguesas americanas, sino también para auto-organizarse y brindar ayuda a los miles de damnificados por el movimiento telúrico. 

Todos los mexicanos hablaban de ese traumático terremoto y sus sobrevivientes. Pero también se hablaba del Mundial de Fútbol que estaba por comenzar en la megalópolis. No obstante, el golpe de timón se estaba dando durante la gestión de Miguel de la Madrid (1982–1988). Comenzaron las reformas de primera generación. Las de segunda generación, profundizando el cambio estructural, tardarían apenas seis años más (1988–1994).

Quizá la profundización del modelo de libre mercado, quedaría marcado el mismo día en que arrancó el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá. En aquel entonces se pensaba que si la perestroika mexicana había comenzado con una agresiva apertura económica; al final promovería la apertura política con la derrota del partido oficial (casi) de Estado. Sin embargo, el nuevo rumbo tomado provocó un desprendimiento en el partido Partido Revolucionario Institucional. Esta facción se convertiría en una itinerante oposición de izquierda. Oposición leal, ya que a regañadientes seguía las reglas del juego democrático. Pero también de una oposición desleal , debido a la emergencia de una insurgencia en el sureste mexicano. Los guerrilleros alzados se hicieron llamar Ejército Zapatista de Liberación Nacional, quien le declararía la guerra al Estado mexicano y a sus instituciones, el mismo día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio.

Estos procesos del cambio mexicano los explica esquemática pero brillantemente un influyente historiador mexicano. Puntualizó los cambios, a partir de tendencias de distinta naturaleza. En su libro Después del milagro (1988), Héctor Aguilar Camín decía que en México se estaban agotando, en aquel fin de siglo, las certezas que  habían regido la historia contemporánea del país.

Es fácil en retrospectiva adivinar a qué se refería Aguilar Camín, pues el país llevaba años de vivir una crisis económica lacerante, y la crisis política dentro del partido hegemónico daba señales de qué podría resquebrajarse, como finalmente sucedió. Este mismo autor hablaba de ciertas tendencias civilizatorias y políticas. Una de las tendencias políticas era, el paso de un presidencialismo absolutista a un presidencialismo constitucional, y de un sistema de partido dominante, a un sistema de partidos competitivos que permita la alternancia en el poder.

Al parecer la consumación de dicho proceso de cambio político podríamos ubicarlo en aquel 2 de julio de 2000, que fue cuando en México por primera vez un partido de oposición ganó la presidencia de la República. Sin embargo, nunca nadie imaginó una regresión de estas tendencias a las que hacía alusión el historiador mexicano. Conviene aquí también traer a colación aquello que al autor le parecía una ironía porque, si bien a finales de los ochenta el sistema político parecía a la zaga de lo que había avanzado la sociedad civil mexicana; casi dos décadas después, parecería al contrario: la modernidad social en México, en particular su cultura cívica, están por debajo de los retos que plantea la modernidad democrática (…) Una cultura cívica que está en formación y que de alguna manera no ha nacido todavía.  Esto tenía sentido en el año 2000, no sólo por las expectativas que detonó la alternancia mexicana sino, también por la construcción de las instituciones autónomas con las que se dotó a la sociedad. 

El ingreso de México a la OCDE (Organización de Países Desarrollados) en 1994 hablaba del Mexican moment. Si bien parecía una decisión voluntarista, supuso también que la economía nacional estaba arrojando resultados positivos, al menos para una parte de la clase política y empresarial.

Había un clima de optimismo. Se creía que la incorporación al Tratado de América del Norte acercaría y conciliaría a México con la modernidad y, para ir más lejos, con la democracia. Se observaba a los Nics del sudeste asiático, pero también a España con la Unión Europea. La retórica presidencial de Salinas de Gortari convencía a muchos dentro y fuera de México. Después de muchos años de haberla retrasado, el partido (casi) de Estado; es decir, el PRI tuvo que ceder el poder presidencial en el año 2000. Pero no a un partido de izquierda, sino a uno de derecha. Lo cual suponía la continuación del modelo de libre mercado y del proyecto de nación de libre mercado.

La alternancia inyectó una sensación de apertura y tolerancia dentro de la sociedad mexicana, esto, a pesar de tener un partido conservador en la presidencia. Mucho tiene que ver que la Ciudad de México había sido gobernada por la izquierda, pero no sólo eso. Había una inercia “civilizatoria” como afirmaba Aguilar Camín, la cual era más sintomática en la capital del país. La agenda de la izquierda capitalina, lo mismo permitía ferias del sexo (2004), que se legislaba a favor del aborto (2007), o de los matrimonios homosexuales (2010). Después de todo ya éramos modernos y demócratas, según la retórica oficial.

El modelo de libre mercado seguía siendo una promesa para la mitad del país, pues nunca creció a tasas del 6%, como ocurrió durante el modelo de sustitución de importaciones (1940–1970). Pero sobre todo, porque de otra manera el “derrame” no era sino un goteo muy exiguo. Para algunos académicos y policy makers el déficit se encontraba en las reglas del juego y la calidad institucional, pero no en el modelo de acumulación. Sin embargo, para muchos otros, si bien la crisis fiscal y el colapso del socialismo real eran evidencia empírica suficiente para no insistir en modificar el modelo de libre mercado, tampoco significaba el desembarco al Fin de la Historia.

Apenas unos años más tarde (2008), la crisis hipotecaria daría argumentos a quienes criticaban tozudamente al pensamiento único. Estos serían los insumos explicativos que usaría confiadamente y religiosamente el primer presidente de izquierda mexicano, diez años más tarde.   

En el año 2010, los mismos autores que habían escrito casi tres décadas antes, La Disputa por la Nación hacían una muy atinada valoración de lo ocurrido hasta entonces. Advertían que no se trataba de hacer nuevas generaciones de reformas, sino de reformar las reformas. Porque ni las reformas estructurales, ni la democratización del sistema político lograron un crecimiento del PIB suficiente, sino a penas mediocre. “No se trata de regatear algunos de los logros del curso reformista: en pocos años México se volvió un gran exportador de manufacturas pesadas y semipesadas y, en conjunto, sus ventas al exterior se multiplicaron por cinco. También, superó su condición de economía casi monoexportadora, dependiente en alto grado de las ventas del petróleo”.  

Básicamente en este corte de caja los autores hablan de nacionalizar la globalización, para la edificación de un verdadero Estado de bienestar, ya que la modernización del país había quedado muy segmentada.

En 2012, regresa el poder al PRI, partido que había sustentado el poder por 71 años. La promesa era acabar de una vez por todas con la corrupción. Y esta vez las promesas de campaña se hacían ante notario público.

Una estrategia performativa muy mediatizada, aprovechó el efecto que logró Collor de Mello en Brasil. El capital erótico del candidato presidencial. Y la cereza en el pastel era una Primera Dama de telenovela. Al final de la administración, la frivolidad, la falta de empatía y la corrupción de siempre provocaron la indignación de la mayoría de los mexicanos. El voto de castigo le otorgó a la izquierda la presidencia del país. Después de todo, su máxima de campaña rezaba: Primero los Pobres. Y pobres eran más del 40% de los mexicanos.

Desde antes de la toma de posesión el presidente López Obrador dio muestras de cómo se llevarían a cabo sus decisiones políticas. Canceló la obra para la construcción de un aeropuerto con un avance de más del 30 por ciento. Y el día de su Toma de Posesión invitó a Nicolás Maduro a Palacio Nacional.

La retórica del actual presidente se instala en la idea de haber acabado con el modelo neoliberal. Y básicamente para él, todos los problemas que arrastra México se deben a las perversiones de este modelo. Resulta contraintuitivo preguntarse entonces sobre cuál modelo está montado este nuevo proyecto llamado grandilocuentemente la Cuarta Transformación.

La respuesta es un tanto hegeliana porque es posible imaginarlo a partir de su otredad. Es decir, de la negación total al proyecto neoliberal. La resemantización del neoliberalismo y su negación se convirtió en un dogma de la presente administración. 

Muchas de sus decisiones referidas a los recursos públicos han sido políticas, más que de política pública. Esto se evidenció con la renuncia de su secretario de Hacienda, Carlos Urzúa. Sus performances van desde mudarse “humildemente” a Palacio Nacional, transportarse en aerolíneas comerciales y, la más conspicua: dictar conferencias de prensa todas las mañanas. Sin embargo, llama la atención que algunas de sus ocupaciones y preocupaciones fundamentales se ciñan a la ortodoxia más neoliberal como lo es la puesta en marcha del nuevo tratado comercial con Estados Unidos y Canadá, el T-MEC. Tratado que defendió con uñas y dientes su continuación, a pesar de haberlo estigmatizado durante todas sus campañas cuando era un candidato opositor.

También se negó a recibir préstamos internacionales para paliar los estragos de la pandemia Covid-19 en curso. No nos endeudaremos como lo hacían antes, aunque se le olvidaba que parte de la crisis de la deuda la generaron los gobiernos populistas de Luis Echeverría y José López Portillo, durante la década de los setentas, hasta la instrumentación del Plan Brady con Salinas de Gortari.

Da la impresión de que los programas asistencialistas y clientelares del López Obrador no logran compensar el desencanto de muchos de sus seguidores. Su popularidad, que aunque es alta, está decreciendo.  Su discurso de campaña, con el que estigmatizó a las clases medias  (y a todos los que no estuvieran de acuerdo con él) está comenzando a cobrar su factura.

Aquellos intelectuales que lo defendieron cuando era opositor le han dado la espalda. De hecho, básicamente todos los pensadores emblemáticos que escriben en prensa lo critican. Pero AMLO los llama “conservadores”. En su primer año de gobierno estancó la economía, aunque decía que eso no le preocupaba mucho. El otro expediente pendiente, la inseguridad siguió en ascenso. Y este es un asunto muy doloroso para los mexicanos. Como era de esperarse también culpó al neoliberalismo. Incluso mostró cierta empatía con el narcotraficante, Chapo Guzmán y con su madre, a quien incluso se tomó la molestia de ir a saludarla personalmente. Sin embargo, cuando los carteles comenzaron a regalar despensas para aliviar el menester de las familias pobres durante el confinamiento, mostró su enfado.

La asistencia y el clientelismo es algo que no estaba dispuesto a compartir con nadie. Al alba de la recesión que se viene por el lockedown económico, pronostican que será mayor al que hubo en 1932. El presidente ya advirtió que no habrá ningún, golpe de timón en otro sentido. Mantendrá sus programas asistenciales y de obra pública, más allá de que muchos especialistas cuestionaron la costoefectividad de las obras. Otro aeropuerto, en lugar de terminar el que estaba en curso. Un tren para desarrollar al sur del país. Y una refinería para volver eficiente a PEMEX. Para estas obras insignia, nunca se realizó alguna consulta pública con mediación de algún organismo autónomo. Se montaron plebiscitos a mano alzada, al más puro estilo priísta.

Después de todo, el presidente había militado en el viejo PRI; es decir, un partido que ganó muchas de las votaciones con artimañas y fraudes. Que llegó a decir, cínicamente, que había fraudes patrióticos. No soy florero de nadie y no estoy de adorno, contestaba cuando algún periodista cuestionaba su autoridad. ¿Qué racionalidad lógico estratégica le es imputable al presidente, ahora que estamos entrando al túnel de la crisis económica mundial? Es difícil saberlo. Merece más un análisis psicológico que politológico.

La torpeza con la que manejo, en un principio, la crisis sanitaria puso nerviosos a muchos empresarios y gobernadores de estados de la república que negociaron por su cuenta préstamos con organismos internacionales. Pero este Mesías Tropical, como lo definiera otro prestigioso intelectual mexicano en la revista Letras Libres, quisiera pasar como un prócer que acabó con los males neoliberales que han frenado el desarrollo nacional. La pregunta que desde México muchos se hacen es con qué dinero se seguirán financiando todos los programas. La ocurrencia del presidente es modificar la Constitución Política para hacer un uso discrecional de los recursos públicos.    

Lo irónico es que aquello que el historiador mexicano, Héctor Aguilar Camín había advertido como un cambio en las tendencias políticas del México de “antes”, ahora estén de regreso. El presidencialismo absolutista ha regresado. Los poderes metaconstitucionales del ejecutivo renacieron y no son de ninguna manera discretos.

Otra ironía de la targicomedia mexicana es que al parecer lo único que le significa cautela al presidente nacionalista de izquierda, es otro presidente narciso pero con más poder: ¡Donald Trump! México no pagó ningún muro fronterizo pero se utiliza a la Guardia Nacional como patrulla fronteriza con el propósito de impedir el paso de nacionales de Guatemala, de El Salvador y de Honduras.

No está claro si existirá otra disputa por un proyecto de nación, ya que evidentemente las fuerzas de los mercados rebasan los deseos presidenciales; lo que no está claro es hacia dónde vamos y la viabilidad del proyecto.

El expresidente López Portillo dijo: "Soy culpable del timón pero no de la tormenta", en alusión a la crisis que se desató con la caída de los precios del petróleo. Al presidente López Obrador ha habido muchas voces que le advirtieron de la tormenta.

Pululan las ocurrencias como rifar un avión presidencial (sin avión); pedir al Rey de España que pida perdón a los indígenas mexicanos lastimados por la Conquista o; llegar al colmo de mostrar en televisión nacional los amuletos para “detener al coronavirus. Los performances son tan variopintos como preocupantes.

Él dice que lo hace para “conectar” con la gente. Pero cuando pregona que la pandemia le cayó como anillo al dedo, provoca una marea de comentarios en las (benditas) redes sociales que reflejan no sólo la polarización social que promueve mañana a mañana durante sus conferencias, sino la anomía y humor social ante la incertidumbre.

El presidente predica la política como si fuera un enfrentamiento de orden bíblico entre el bien y el mal, (entre liberales y conservadores), explica Soledad Loaeza.  Y es importante decir que las críticas de los intelectuales de izquierda de mayor prestigio académico y moral ya se volvieron sistemáticas. Hace unos días, Rolando Cordera, uno de los autores de la Disputa por la Nación escribió en un diario nacional un artículo en el que critica al presidente López Obrador. No es el primer artículo de este tipo y, parece ser, que no será el último. 

Comentando algunas afirmaciones del presidente López Obrador sobre su programa económico, en el sentido de que respondían a un modelo distinto del neoliberal, externé mi desconcierto porque la propuesta presidencial es contraccionista y recuerda más que a Roosevelt, a H. Hoover. Ante esto, un querido colega reviró sarcásticamente: a lo mejor el Presidente piensa en un desarrollo sin crecimiento.

No es la primera vez que escucho tal hipótesis, pero ésta me pareció contundente, independientemente de que choque con la evidencia económica; incluso, me atrevo a decir que es contraria a todo sentido común que pueda basarse en la experiencia histórica, universal y nacional. @mundiario

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