La obra póstuma de Chirbes nos reconcilia con las posibilidades de la novela

Portada de la novela de Chirbes./ Anagrama
Portada de la novela de Chirbes./ Anagrama

París-Austerlitz es un testimonio del destierro silencioso que los recuerdos y la enfermedad provocan en dos seres que creían amarse.

La obra póstuma de Chirbes nos reconcilia con las posibilidades de la novela

París-Austerlitz es una obra maestra, un relato que rinde tributo a la escritura de orfebres como Mann o Woolf.

Frente a esa euforia unánime que la crítica manifestó ante la novela En la orilla, de Rafael Chirbes, siempre me pareció que el escritor se manejaba mejor en el relato, en la fragmentación, en esa aparente sencillez que rebosan algunos títulos que nutren la lectura de complejas visiones sobre el mundo.

Nadie duda de la calidad de En la orilla, pero, como me viene sucediendo desde hace unos años, a las tesis bondadosas de la crítica le sigue en mi caso el escepticismo y cierta decepción.

Sin embargo, Chirbes, como hiciera en Mimoun, consigue aquí que me emocione con la historia personal de dos amantes a los que, heridos por la decepción del falso sentimentalismo que los embriagó durante un tiempo, solamente les queda una despedida dura, fría y silenciosa.

El relato tiene algo que echaba de menos últimamente y es esa capacidad para contar los hechos de una forma fluida, sin forzar nada; todo se resuelve con esa aparente espontaneidad que solo los maestros conocen.

Hay en esta novela, publicada en Anagrama, como en muchos trabajos de Chirbes, una mirada pesimista hacia las relaciones, una depresiva consistencia en la que piedad y desamor se funden cuando el amante que relata la pérdida del otro nos involucra en el deterioro físico y sentimental de su alter ego, cuyo vínculo hacia el mundo y hacia el narrador se está diluyendo.

Las estaciones de metro, las habitaciones y el propio ejercicio de la escritura son vestigios de esa pérdida, los testigos de ese olvido paulatino y necesario en el que el protagonista se sumerge para huir de quien lo ata, de quien lo amó, de quien todavía lo retiene.

Ese debate entre lo ético y lo estético funda la narración póstuma de Chirbes: relatar aquello que es impúdico y hasta vejatorio no está reñido con una belleza decadentista, al estilo de Lampedusa o de Mann; una belleza que inunda cada frase, desde la agrisada atmósfera de la ciudad y los interiores hasta la lenta extinción del amigo que suplica para después callar.

La novela no exime la razón trágica de la muerte, de la soledad, de su avanzar inexorable e impenetrable para quien la contempla y no puede hacer nada.

Y el amor aquí es mezquino, pero es amor. Y quedan esas huellas, esos retazos, rastros humosos que el protagonista va rescatando para cifrar un testamento, no de vida, sino de ausencia.

Y, sin embargo, parece que esa relación con Michel es el reconocimiento de una frustrada plenitud a la que todo hombre, por desgracia, se obliga a aspirar según pasan los años.

Y, sin embargo, es la escritura la que logra eximirlo de tal responsabilidad, de ese suicidio silencioso donde la infelicidad también se convierte en un ejercicio de responsabilidad. @mundiario

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