La muerte de un símbolo y el incierto futuro de Cuba

Cubanos rindiendo homenaje al difunto Fidel Castro. / Twitter
Cubanos rindiendo homenaje al difunto Fidel Castro. / Twitter

No cabe descartar que aparezcan los “Putin” caribeños que ahora son disciplinados miembros del aparato del Partido Comunista de Cuba (PCC) y que mañana se reciclen como dirigentes de grupos de poder político-económico.

La muerte de un símbolo y el incierto futuro de Cuba

La muerte de Fidel Castro colocó a Cuba, de nuevo, en un lugar singular de la atención mediática mundial. Aunque en realidad, la isla casi nunca dejó de ser el centro de la atención pública desde el triunfo de la revolución encabezada por Fidel Castro. Para los sucesivos gobiernos norteamericanos la destrucción del nuevo sistema político nacido en 1959 constituyó una permanente obsesión que propició la puesta en funcionamiento de diversas estrategias desestabilizadoras y agresivas. Para la totalidad de las personas procedentes de la izquierda de orientación comunista y para una parte importante de los sectores de tradición socialdemócrata, Cuba fue algo más que un régimen político surgido de la revuelta popular contra lo gobierno de Batista. Fue, sobre todo, un símbolo de la afirmación de un pequeño país frente al hegemonismo de los USA. Fue, también, la tierra que generó dos mitos revolucionarios muy importantes del siglo XX: Ernesto Che Guevara y Fidel Castro.

El problema de los símbolos es que, habitualmente, rebasan el territorio de lo racional y se ubican en el ámbito de los sentimientos dificultando las discusiones constructivas. Para una parte de la izquierda que procede de la tradición comunista, el régimen político cubano fue merecedor de un apoyo incondicional. Cualquier expresión que cuestionara algún aspecto de la realidad social de la isla caribeña fue descalificada como una intolerable equidistancia entre la valoración del poder que administró el Partido Comunista Cubano y el sistema político vigente en los EE.UU.

Para esta izquierda, en las décadas anteriores a la caída del muro de Berlín (1989), todo encajaba en un aparente círculo virtuoso: Cuba formaba parte del amplio “campo socialista” que dirigía la URSS. La intervención militar del Ejército soviético en la Checoslovaquia de 1968 o la propia trayectoria dibujada por el mandato de Stalin merecieron algunas dudas o momentáneas manifestaciones de desconcierto, que fueron minguando  gracias a la consolidación de la versión más segura y gratificante: el imperialismo estadounidense era el principal responsable de todos los problemas, incluso de los errores que pudieran existir en el “campo” amigo. Cuando la URSS y los demás Estados del este de Europa experimentaron la rápida mutación que dio lugar la una progresiva implantación de las principales lógicas económicas y políticas vigentes en la parte occidental del continente, muchas personas de aquella izquierda comunista surgida en el siglo XX no fueron capaces de realizar un análisis sistemático de su propia tradición ideológica y prefirieron buscar un refugio confortante en el régimen cubano.

La desaparición de Fidel Castro abre algunas interrogantes decisivas sobre el futuro del sistema político cubano. No cabe descartar que aparezcan los “Putin” caribeños que ahora son disciplinados miembros del aparato del PCC y que mañana se reciclen como dirigentes de grupos de poder político-económico dispuestos a traficar, sin escrúpulos, con mercancías y personas invocando el libre mercado y los sagrados beneficios empresariales. ¿Dispondrá la sociedad cubana de las reservas éticas y políticas suficientes para mantener las conquistas históricas del proceso revolucionario y superar los errores cometidos en las últimas décadas por los dirigentes del Estado? ¿Eliminará el nuevo presidente de los USA las medidas de acercamiento adoptadas por Obama? ¿Reeditará Trump las prácticas más duras del bloqueo implantado a partir de los años sesenta del pasado siglo?

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