Memnón o la cordura humana

Voltaire.
Voltaire.

"Iba yo paseando con Voltaire por la Sierra madrileña y tuve un sueño o una imaginación, no sé, cualquier cosa así..." Relato político de este autor.

Memnón o la cordura humana

Un día a Memnón se le puso en la cabeza la idea de ser completamente cuerdo. Y discurría así: para conseguirlo –y en consecuencia gobernar en confiada placidez– basta con no dejarse arrastrar por las pasiones ni por los problemas, que ya las cosas se irán decantando por sí solas. No arrebatarme por mujer alguna ni dejar de ser sobrio, por más que me tiente la golosina, los exquisitos vicios y el incentivo de la buena sociedad de Pontevedra. Me libraré de las resultas de la cabeza cargada de ideas y del estómago descompuesto de Madrid, y así disfrutaré de salud y tendré claras y luminosas las ideas, mientras practico morning-running oxigenante.

Además, tengo mi dinero bien opositado, que me produce buenos réditos, y otro bien depositado en poder del tesorero general de Nínive. Eso me basta, en caso de desafección, para vivir y disfrutar sin depender de nadie, porque nunca me veré en la cruel precisión de ir a buscar de manos de palaciegos. A nadie tendré envidia si me derrocan y de nadie, quizá, seré envidiado. Amigos tengo y los conservaré, porque nunca les hice ni les haré mal tercio, salvo a los aprovechados, que deben dejarse morir o difuminar por el bien de la cosa pública, que a veces llamamos patria.

Así las cosas, en uno de sus paseos trotadores, Memnón se asomó a la ventana y vio a dos señoras, mayor la una y la otra moza. Necesitaba conversación. Se acercó a la mayor, que parecía enjalbegada y feliz, disputadora y poco amiga de carantoñas. Era como una viuda que hubiese encontrado pareja nueva. Había ya muchas ojeras y arrugas en su rostro, cualquier  enamoramiento estaría pasado de hora. Además, circulaba por Nínive que apuraba otro amor. La más joven tenía, aún en su frescura, trazas de estar apesadumbrada, y lloraba cual María Goretti, y eso la hacía más graciosa y deseable.  Memnón se acercó y le dio prudentes consejos. Sentados en el sofá, las piernas cruzadas, uno enfrente del otro, hablaba la dama con los ojos bajos. Y al poco, arrobados, no sabían dónde estaban.

No mucho, sin tardar, llegó el viejo gruñón, amigo de Trump, y lo primero que dijo, al verlos, es que iba a matar, como era justo por sus veleidades, a Memnón y a su sobrina, y que solo podría perdonarlos si le daban mucho dinero, que debía a un generoso pariente de Euzcadi. Memnón le dio cuanto tenía, salvo lo que estaba en Suiza.

Siguiendo Memnón su paseo por la Sierra madrileña, observó cómo algunos pinos romanos de copa redonda y aparentemente dóciles, como los que abundan en Cataluña, trepaban amenazantes, bordeando el riesgo de la ascensión. Se veían llamaradas azuladas y serpenteos que llevaban a oscuros collados. Una nube plomiza impedía ver con claridad. Algunos montes parecían dibujados en bandas rojas y de oro, sobre una base negruzca de pesimismo. Graznaba alguna corneja, con grito ya bajo y fatigoso. Y “pandeaba” con  angustia la segura cordura.

Son los riesgos de acercarse a Voltaire en pleno siglo XXI.

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