Los topos de hoy y siempre

Topo. / Ahmad Kanbar. / Unsplash
Topo. / Ahmad Kanbar, en Unsplash
Las plagas son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre la cabeza.
Los topos de hoy y siempre

Todos, en situación de miedo, de necesidad de protegernos, somos topos. Frente a una amenaza, la única solución es guardarnos, hacer un alto en nuestra vida tan expuesta. Y aprender, sobre todo, aprender.

“Las plagas son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre la cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras, y sin embargo, pestes y guerras toman a la gente siempre desprevenida”, dice el narrador de Albert Camus en 'La Peste'.

Cuando nos convencemos de que es cierto, de que estamos en riesgo, nos metemos en la cueva del topo y que no nos encuentre nadie, ni el enemigo, ni el virus.

Hasta Adolfo tuvo su “Führerbunker” cuando cayó en la cuenta de su posible derrota.

Al principio es difícil: dejar de salir a tomar un café, leer el diario, charlar con amigos, ir a un espectáculo, caminar por la calle, ir a un restaurante. Pero de a poco ese escondite nos abraza, nos da seguridad, nos disculpa de obligaciones, de compromisos, y una rutina segura y afectuosa nos asegura que la vida será pareja, sin sobresaltos. Porque alguien afuera nos cuida, como cuando éramos niños.

Los topos de la Guerra Civil española, como Higinio el de 'La trinchera infinita', o Protasio Montalvo que estuvo topeando hasta 1977: ¡ocho años después de la amnistía de Franco!, siempre contaron con una súper mujer afuera que se jugó la vida por ellos. Ellas se ocuparon de explicar a sus hijos y nietos quién era ese ser oculto en sus casas. De salir a trabajar y mantener a la familia. De enseñar a mentir, a amar al topo escondido, inútil y sin culpa. Cargaron sobre sus espaldas todo: la responsabilidad política del marido, su seguridad, su ética, su moral, y solas, muy solas salieron adelante.

Esa zona de confort en la que un topo se acostumbra a vivir se asemeja a la del jubilado que trabajó toda su vida y de buenas a primeras, decide quedarse en su casa y  se instala en el reinado femenino,  con un descanso merecido. Ella no está adiestrada para sostener a un topo en su refugio. 

Los topos – los de la Guerra Civil y los otros–  detienen su mente en el tiempo. Las mujeres de estas historias siguieron su vida. Rosa, la de Higinio, costurera, salía, hablaba con la gente, se actualizaba. Pepa, la mujer de Protasio puso una tienda: “El tulipán”, con dos locales, vendía de todo, trataba con clientes. En treinta y ocho años cambió la economía, las costumbres y ella se adaptó a todo. El topo hibernaba.

Con los años, la gente decide hibernar. Por diversos motivos. No sólo hay topos: yo tuve una madre topa. Enviudó muy joven y se freezó hasta que murió a los ochenta y tres años.  No quieren cambios. Y aunque no estén escondidos, su mente no quiere salir a la superficie. No quieren aprender. Las ideas nuevas son amenazantes. Están amnistiados pero si lo que creían que eran verdades irrefutables, hoy temblequea, si los chistes que hacían hoy pueden ofender, si sus juicios de valor ya son obsoletos, mejor seguir escondidos.

Cuando se llega a esa situación los roles de género suelen estar invertidos. El que fue dominante, se recluye, y la que se suponía más débil pero que nunca perdió el ejercicio de la vida contra todo riesgo, toma las riendas y sostiene al topo que ya no se anima a vivir.

Eso es amor. Hoy veía un video de Protasio con sus manos entre las de Pepa, y mi sensibilidad iba toda hacia ella. Heroína y un símbolo del amor más leal.

Hoy somos todos topos. Pero de esto hay que aprender y resurgir.

Juntos, topeando contra el virus, cantando como los italianos, desde los balcones. Cuando termine y nos amnistíen, a salir a la calle a una vida nueva.  Porque, como dice Milena, “también esto pasará”. @mundiario

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