Lágrimas ajenas

Mujer al otro lado de la ventana. / Priscilla du preez. / Unsplash
Mujer al otro lado de la ventana. / Priscilla du preez. / Unsplash
Solo nos quedó la melodía de sus muertes sobre los cristales que nos atrapaban, una muerte que producía pequeñas vidas. / Relato

De ese modo solo nos quedaron las gotas saladas que emigraron del cielo en busca de aliviar su propia desdicha. Carentes, tal vez, de la esencia que les pertenecía, y ausentes del llanto mundanal que denota cualquier tipo de dolor. Agua bendita que parecía purificar todo aquello que seducía en su caída, en su finito baile suicida.

Solo nos quedó la melodía de sus muertes sobre los cristales que nos atrapaban, una muerte que producía pequeñas vidas. Mas lágrimas saladas que provenían de lo alto, pero que llegaban para saciar nuestras ganas de querer sentirnos completos, aun estando realmente perdidos. Siempre abandonados (incluso de nosotros mismos). Pero solo parecían calmar nuestra sed para poder ofrecernos el camino de la incertidumbre, la misteriosa aventura hasta aquel destino final que parecía tan ajeno. Un camino sobre el que nos habíamos detenido en aquel momento, al amparo del desconsuelo que reinaba en aquellas nubes negras que nos mecían en sus brazos mientras el motor de nuestro coche ronroneaba nanas para entumecer todos nuestros sentidos. Adormilados, como estábamos, ante la tormentosa desesperación que quería brindarnos nuestro propio momento. Pero, Ten agallas, nos susurraban las gotas como una advertencia que acabó convirtiéndose en una súplica latente en busca de arrebatarnos de nuestro letargo. El confort se veía corrompido por lo salvaje, eliminando la pureza del primero para solo observarse en la magia de lo segundo. La comodidad era impuesta, siendo así impía. Desde nuestro lado del cristal las gotas parecían contaminadas, pero en realidad lo sucio era aquello que nos refugiaba y no nos dimos cuenta hasta que nos vimos capaces de poder abrazar aquel llanto desolado de las nubes negras que nos coronaban.

Pero abrir aquella puerta que nos separaba de la discordia fue el acto de fe más verdadero que jamás pude hacer. Irrumpir en aquella fuerza que podía destrozarnos significaba tener la absoluta certeza de que confiaba en mi misma a pesar de las tormentas. Entonces te miré, observando en tus ojos, reflejados en aquel retrovisor, el creciente pánico por enfrentarnos a lo desconocido. Y entonces me miraste, y descubrí en mis propios ojos el más puro terror por convertir las fuerzas de aquellas gotas en simple agua estancada. Te sonreí con inseguridad para sonreírme a mi misma y, sin debatir sobre la necesidad de ser o estar, me aventuré al vacío de aquella carretera marchita y oscura. Aferrándome a cada una de aquellas lágrimas saladas que se mezclaban con unas propias que por fin se atrevían a escapar, descubriendo así que el llanto que provenía de lo alto no era de dolor, sino del ansia de una libertad por fin disfrutada. @mundiario

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