El incendio del prado del señor alcalde

Un incendio en el campo. / Mundiario
Un incendio en el campo. / Mundiario

Y de nuevo aquel niño, transportado a toda velocidad por sus piernecillas de once años, corrió ofuscado con su cubo y la intención de llenarlo de nuevo hasta la casa de su abuelo, una casa de hermoso portalón donde veraneaba con su madre y sus hermanos... / Relato literario

El incendio del prado del señor alcalde

La pregunta me la lanzó Carlos el pasado año: “Pero, ¿quién de los dos prendió fuego al prado del señor alcalde?” Al escucharla, me quedé sin habla durante algunos segundos.

Habían transcurrido más de cincuenta años desde aquel acontecimiento. ¿Cómo era posible que todavía persistieran dudas, cómo podía, aquel suceso, permanecer aún cobijado entre las sombras?

Pepito y yo teníamos entonces once años, doce todo lo más. Demasiado niños, aunque presumíamos de adolescentes. Nos habíamos propuesto encender una hoguera en pleno mes de agosto en Pedraza de la Sierra, donde él vivía todo el año y donde yo veraneaba. Caminábamos por los arrabales del pueblo en medio de un calor insoportable, bajo aquellas temperaturas infernales que tanto castigan a la meseta castellana en los meses estivales. No recuerdo la hora, pero me inclino a pensar que era la de la siesta, cuando mayores y pequeños se refugiaban del sol justiciero a dormitar, aunque nosotros dos, inquietos, preferíamos salir a jugar. ¿A quién le importaba el calor, por agobiante que fuera, ante la posibilidad de contemplar el elegante vuelo de una cigüeña de regreso al nido, atemorizarnos con la repentina aparición de una víbora que mataríamos a las pedradas desde una prudente distancia o gozar de otros momentos inolvidables e imposibles de experimentar en la poblada ciudad donde yo pasaba el resto del año.

El sol caía a plomo y cuchillo mientras dábamos vueltas por los alrededores en busca del lugar idóneo para prender el fuego, sin que pueda recordar ahora mismo el porqué de aquel empeño: cosas de chiquillos, fascinación por las llamas… hasta que, uno de nosotros, cansado de buscar el sitio apropiado que tanto se hacía de rogar,  sacó la caja de fósforos y lanzó al pasto seco una cerilla encendida: “Aquí mismo”.

Entonces, como si se hubiera arrojado una tea ardiente a un bidón lleno de gasolina, las llamas se extendieron en un instante, inabarcables. Escuchamos su bramido. Imposible olvidarlo.

Escuché de nuevo a Carlos, tal vez sintiéndose obligado a explicar el motivo de su pregunta ante mi momentáneo silencio: “Es que siempre quedó la duda… Se pensó que había sido Pepito, pero nadie tuvo la certeza.”

En otra ráfaga desfiló por mi recuerdo el sobresalto enorme que se llevaron los dos, Pepito y aquel niño, ante la velocidad vertiginosa con la que se propagaba el fuego y comenzaba a devorar el pasto con sus temibles fauces; y también me acordé de que la mayoría del pueblo llamaba Alejandro o Alejandrito a aquel niño, como a su abuelo. No en vano éste había conseguido que figurara como segundo nombre, después del de Manuel, en su partida de nacimiento.

Probablemente fue Pepito, con el susto asomado a sus ojos vivaces, quien exclamó: “Rápido, vayamos a por agua”, y los dos salimos corriendo hacia las respectivas casas, cada uno por su lado, a por el bendito líquido. Pobrecitos aquellos angelitos, qué ingenuos al intentar una hazaña tal: apagar con un par de cubos de juguete aquel fuego que se extendía poderoso; una hazaña comparable a cualquiera de los siete trabajos que dieron fama a Hércules o a la de David venciendo al gigante Goliat de una pedrada certera lanzada por su honda.

Alejandrito partió a toda velocidad en busca del agua que arrojaría contra el fuego devorador y, doy fe de ello, aquel niño de once o doce años no había corrido en su vida como entonces. Así que, a pesar de la considerable distancia que separaba el prado del señor alcalde, cercano al Castillo, de la casa de su abuelo, a menos de cien metros de la Puerta de la Villa y en el otro extremo del pueblo, aquel niño corría ya de vuelta en escasos minutos con su cubo de playa a rebosar. Comenzó a escuchar entonces los gritos alarmados de los vecinos: “¡Fuego!”, “¡fuego!” Desde lejos le llegó nítida la voz ronca de Donato, a quien adivinó dando chillidos apoyado en su grueso bastón que más parecía un garrote, y escuchó también el tono melifluo pero contundente de Doña Isabelita, a quien vio correr ya entrada en años pero con agilidad pasmosa hacia el lugar desde dónde se elevaba la columna de humo negro; y creyó oír también las llamadas perentorias de la robusta Gregoria, quien repetía aquellas palabras que comenzaron a resultarle odiosas, como si se trataran de una maldición: “¡Fuego!”, “¡fuego!”. 

Acompañado de aquel coro, de voces, el nieto de Don Alejandro se aproximó con su pequeño recipiente ya medio vacío después de la carrera por las calles del pueblo hasta donde un grupo de vecinos se afanaba en formar una hilera por la que circularían enseguida los cubos de agua de verdad y arrojó el contenido del suyo de juguete a las enormes llamaradas sin que nadie le prestase la menor atención, atentos a lo que había que estar, mientras el muchacho se daba cuenta de su pequeñez, de lo absurdo de su empeño de hormiguita, un absurdo no menor al de pretender mover una montaña con una pala o al de vaciar el mar por un pequeño hoyo abierto en la arena de una playa.

Y de nuevo aquel niño, transportado a toda velocidad por sus piernecillas de once años, corrió ofuscado con su cubo y la intención de llenarlo de nuevo hasta la casa de su abuelo, una casa de hermoso portalón donde veraneaba con su madre y sus hermanos todos los julios y agostos; un lugar que era lo más parecido en el mundo al paraíso terrenal, pues allí se enclavaba el reino de la libertad, gracias al permiso permanente de salir a todas horas a donde quisiera: a pescar cangrejos con su hermano menor, a bañarse con sus amigos en el rio que atravesaba La Velilla, a jugar al frontón, a cazar gorriones que más tarde su abuela preparaba con sabrosas recetas, a trepar por las rocas en busca de pichones que después alimentaba llenándoles el buche de semillas y pipas, a organizar chocolatadas en las tongueras o a jugar durante horas con otros veraneantes y con los chicos y chicas del pueblo, incluyendo a Chus, su amor secreto, la de cabellos castaños, ojos claros y una sonrisa que irradiaba tanta luz como el sol; a hacer, en suma, lo que se le antojara, con sólo dos condiciones: sentarse a almorzar a las dos en punto de la tarde, pues si alguien se retrasaba Don Alejandro se malhumoraba; y dar señales de vida a eso de las nueve de la noche, a la hora de una cena informal pero obligatoria en la cocina de la casa para que su madre tuviera la certeza de que aquel rapazuelo seguía vivo, aunque, eso sí, media hora más tarde salía otra vez en estampida, a corretear por el pueblo hasta las once, hora en la que ya había que recogerse y dormir, agotado y feliz, para recuperar fuerzas y regresar a las andanzas y diabluras que esperaban al día siguiente. 

Pero cuando por fin, veloz y asustado, aquel niño a quien llamaban indistintamente Alejandro o Alejandrito llegó por segunda vez en pocos minutos a casa de su abuelo para rellenar su cubo mientras escuchaba los gritos ensordecedores de “¡fuego!” ”¡fuego!” y se cruzaba con los lugareños que corrían hacia el incendio en dirección contraria a la suya, en lugar de rellenar el cubo de juguete, se ocultó debajo de la cama de su tía Julita y se dispuso a esperar. ¿A esperar, qué? No tenía idea, pero algo tendría que ocurrir y estaba claro que era mejor esperarlo escondido.

Apagado milagrosamente el incendio gracias al esfuerzo sobrehumano de los vecinos, los Donato, Isabelitas y Gregorias, un esfuerzo, insisto, no menor al que necesitó Hércules para llevar a cabo sus famosos trabajos o David para tumbar a Goliat, y gracias también a los muros de piedra que delimitaban las propiedades en los campos de Castilla y sirvieron de eficaz cortafuegos en un día sin viento, comenzaron a pasar las horas y el niño aquel no aparecía por ningún lado. Allí, agazapado en su escondite, a través de la puerta abierta de la habitación de su tía, aquel niño veía pasar los zapatos de las personas que le buscaban: su madre, cada vez más nerviosa; su abuelo, quien recibió la visita de la Guardia Civil para escuchar su versión de los hechos sin que, ajeno a lo sucedido, pudiera ofrecer ninguna; y sus hermanos, más chicos que él, desconocedores de la angustia que oprimía el pecho del primogénito, pero que ya sabían que algo grave, tal vez terrible, había sucedido.

Pasada la hora de la merienda y seguramente muerto de hambre, el niño abandonó al fin su escondite. Salió todavía asustado, amedentrado, pero, hasta donde se puede recordar, sin haber soltado una lágrima. Su madre sintió un gran alivio ante la aparición aunque el enfado le impidió abrazarlo y exteriorizar su cariño. Ahora bien, el pequeño no recibió ni una ligera amonestación, ni una reprimenda, y mucho menos una bofetada, si bien, tuvo ocasión de observar por el rabillo del ojo la cara seria y el ceño fruncido de su abuelo. 

Al día siguiente, tan sólo una pregunta: “¿Quién había sido?”

Seguro que había daños que pagar, pues, aunque no habían ardido más que matojos y hierbajos, el prado del señor alcalde había quedado calcinado. Y aún en el hipotético caso de que este hubiera renunciado a cobrar compensación alguna, lo que desconocemos, allí se había cometido una imprudencia que podía haber desembocado en una tragedia. Tenía que aparecer un culpable, alguien a quien castigar, alguien, al menos, a quien imponer una buena multa.

– Fue Pepito, dijo el niño.

– Pues Pepito dice que fuiste tú.

– Pues fue él. insistió el niño.

Y nunca más, que recuerde, se volvió a hablar del asunto.

Pepito era el hijo del veterinario del pueblo, un chico espigado, despierto y de mirada penetrante, y cabe imaginar que su padre y Don Alejandro alcanzaron algún acuerdo para pagar los daños, la multa o lo que fuese. De nuevo, hay que insistir en la suerte inmensa de la ausencia de viento aquella tarde, en la rapidez con que actuaron los vecinos para controlar el incendio y en que éste quedase circunscrito a la propiedad del señor alcalde, cuando con sus llamaradas hambrientas podía haber devorado el pueblo entero.

Los siguientes años de aquel niño, sus doce, sus trece, fueron los de la pérdida del paraíso. Ya nada sería igual. Las sombras de duda sobre su proceder empañaban las relaciones y amistades. Incluso algunos vecinos lo apodaron “el incendiario”, a pesar de que él había negado siempre la autoría del fuego. A los catorce, en la adolescencia, dejó de pasar las vacaciones en Pedraza. Prefirió, con alivio, quedarse con su padre en La Coruña mientras su madre y sus hermanos menores volvían con sus abuelos al paraíso perdido. Por fortuna, en los veranos adolescentes de La Coruña comenzaban los guateques, las pandillas, las horas de indolencia en la piscina y las primeras novias.

Y después, en un santiamén, transcurrieron cincuenta años en la vida de aquel niño convertido en adulto, que se fueron gestando en distintas ciudades españolas y latinoamericanas, con visitas muy esporádicas a Pedraza de la Sierra.

Las casualidades de la vida llevaron a aquel adulto a vivir en la Sierra de Madrid, un lugar no lejano a Pedraza, y a acercarse a la villa en varias ocasiones para presumir de la belleza de aquel conjunto medieval único ante amistades que venían de visita desde el otro lado del Atlántico. Entonces se reencontró con algunos de los amigos de la infancia, como Carlos, abogado ejerciente en Segovia, cuya hija regentaba ahora un restaurante cerca de la plaza mayor; Jesús, el chico que mejor trepaba por las escarpadas rocas que rodeaban el Castillo; o Pilar y Juanjo, a quienes recordaba joviales y cercanos y quienes formaban ahora una pareja encantadora.

En la última de esas visitas, un domingo, camino del automóvil para volver a Madrid, ya de retirada, me tropiezo con Carlos en una de las terrazas de la calle del Castillo. Conversamos un rato y de repente restalla su pregunta: “Pero, ¿quién de los dos prendió fuego al prado del señor alcalde?”

Me quedo asombrado al pensar que todavía quedan dudas y también al caer en la cuenta de que, en realidad, nunca hubo una respuesta categórica que las deshiciera.

En aquel momento siento un poco de vergüenza, tal vez por la cobardía del niño que fui o por la inconsciencia de haber dejado sin aclarar las dudas durante tanto tiempo. Y pienso también en las sombras que debieron planear durante añares sobre Pepito, ahora el médico del pueblo, con quien no me he vuelto a encontrar y a quien seguramente conocerán en la Villa por Don José.

– Lo siento Carlos, no sabía que todavía quedaban esos interrogantes –respondo finalmente–. Quien lanzó la cerilla fui yo.

Me alejo hacia el coche cavilando: ya que aquel niño nunca pidió perdón a Pepito, yo debería pedir disculpas en su nombre a Don José, aunque hayan transcurrido más de cincuenta años. Vayan pues, por este medio, Don José. Le ruego las acepte. Y de paso, vayan mis excusas también para el vecindario de entonces de la Villa, por el susto que les hice pasar. 

Y, pues, ya que el incendio fue público y notorio, divúlguese también esta tardía confesión. Encomiéndome a la benevolencia de los editores de MUNDIARIO, a quienes encarezco a que la inserten en sus páginas veraniegas. @mundiario

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