El genocidio en Siria es la consumación de un logro democrático

Siria en la guerra civil. / Infobae
Siria en la guerra civil. / infobae

Los entornos tecnológicos nos mantienen al margen de uno de los genocidios más flagrantes con el que se ha iniciado el siglo XXI.

El genocidio en Siria es la consumación de un logro democrático

A veces por flagrante se hace más invisible. Los filósofos se convirtieron en moralistas tras la revelación del genocidio judío, concluyendo que era necesaria una estructura supranacional que evitase la balcanización de los territorios.

A pesar de esa aspiración, dos guerras en la antigua Yugoslavia volvieron a convertir la pacificación en una mera utopía y la guerra en un mecanismo unido de por vida a los crímenes de guerra.

El genocidio que estigmatizó a Alemania no fue lección de nada. Lo que inauguró el nazismo, como sistemática forma de aniquilar a una etnia, ha confirmado que aquella eficacia puede repetirse tantas veces como se quiera. La excepcionalidad de aquellas masacres en los campos de exterminio no lo fue tal, pues ha contribuido a definir la posmodernidad en una ambigüedad tan peligrosa como extraña al propio ciudadano europeo.

El horror de la violencia comienza a ser un horror meramente virtual. Lo fue ya en Yugoslavia, en Sudán del Sur y en Sierra Leona. Lo mediático ha impuesto una clase de fingimiento en el que los conflictos comienzan a ser expuestos desde una culpabilidad global que deja impune a los verdaderos responsables; ahora todos somos partícipes de un sistema democrático que colabora en la extinción de otros seres humanos.

Delegamos en el Leviatán para que nos salve y para que nada ni nadie nos conmuevan. Nuestra concordia parte de esa aceptación. Nuestros sistemas democráticos se basan en esa resignada voluntad de entorpecer nuestras vidas lo menos posible, aunque a veces parezca lo contrario.

Delegamos en estructuras e instituciones que deciden por nosotros, que no emocionan, que informan desde la proporcionalidad para que no desconfiemos de las bonanzas que ha traído la posmodernidad y sus corruptelas. La burocracia, el funcionariado y la mano invisible de los mercados anestesian lo suficiente para que la solidaridad entre los pueblos sea casi ilegítima.

Los estragos del genocidio sirio se viven en televisión como un episodio de cualquier serie de Netflix, a veces entre pausas publicitarias,  disolviéndonos con las imágenes sucesivas de anuncios de coches o de esa presentadora siliconada que nos invita a apostar; imágenes sucesivas de esa novelista afamada que presenta su nueva obra desde Nueva York. 

Emocionarnos con la ficción no se distingue de emocionarnos con la realidad. Participamos del mismo flujo de imágenes. El genocidio como entretenimiento mediático. El genocidio como un efecto especial dentro de una película.

Mi abuela pasó el hambre durante y después de la Guerra Civil. Mi abuela ha sentido más que yo en su desgracia. La intensidad de nuestras emociones no depende de nosotros mismos, ni siquiera de la información amputada, sino de ese silencio que reverbera cuando abrimos la nevera y dudamos entre la cerveza de trigo y una negra.

No es necesario temer para vivir. No es necesario saber para temer. La guerra en Siria nos va a enseñar nuevamente a contener el aliento, a saber ignorar en el mejor de los casos. La mayoría vive al margen del daño, porque es, en las márgenes, donde la democracia es más productiva y automática, donde no es ni siquiera necesario el entendimiento entre los pueblos. Tan solo ser manada. O jauría.

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