Evoquemos el pasado con naturalidad, no con la tristeza de la dicha perdida

Altar mayor en el Espino.
Altar mayor del Espino.

Porque nuestro “ayer”, todo, el positivo y el negativo, nos ha conducido hasta el “hoy”. y por eso somos lo que somos.

Evoquemos el pasado con naturalidad, no con la tristeza de la dicha perdida

El viaje al pasado personal a través del recuerdo puede hacerse con nostalgia, es decir, con la melancolía por el recuerdo de una dicha perdida; con la alegría de haber superado una etapa de nuestra vida, y con naturalidad, porque todo lo que pasó nos ha traído hasta el hoy, nos ha hecho como somos y no podemos renunciar a ello. 

Ni la añoranza ni la complacencia son actitudes realistas ante el recuerdo; debe imponerse la naturalidad, que supone asumir el pasado como fue. Con esta actitud he procurado vivir la visita  a lugares del ayer de mi niñez, adolescencia y juventud, después de decenas de años.

En el Diario de un peregrino hice una breve reseña de mi visita al Monasterio de Nuestra Señora de El Espino (Santa Gadea, Burgos), donde estudié los cuatro primeros cursos de bachillerato. Recorrí solo y en la paz del silencio, jardines -que cuidábamos los alumnos con esmero y donde aprendí a sintonizar con la naturaleza-, espacios de juego –frontón, marro, aro, fútbol, mayón-; el refectorio, donde, durante las comidas en silencio, los alumnos leíamos por turno libros religiosos; paseé por el hermoso y sobrio claustro, como solíamos hacer; identifiqué el lugar exacto del dormitorio colectivo, las aulas, la capilla, los despacho de nuestros tutores; y compartí tertulia y mantel con la comunidad actual.

Entré en la hermosa iglesia, cuya sencillez  se ha  visto acrecentada con la desaparición del barroco retablo del altar mayor, ahora presidido, exclusivamente, por  la primitiva imagen de la Virgen de El Espino, en su  hornacina de piedra. Pensé y recé en el lugar que tenía asignado, y, en el silencio y la soledad, creí escuchar  los cantos gregorianos del coro del que formaba parte, con el acompañamiento del armónium. Recordé con agradecimiento la educación allí recibida, base fundamental, con la de mis padres, del “yo” actual: disciplina, capacidad de sacrificio, orden, esfuerzo, oratoria, perseverancia, redacción, fomento de la memoria –tan denostada hoy y tan necesaria siempre- y de la afición musical,  a la naturaleza y tantas otras cosas. También evoqué mi despertar a la adolescencia, con las dificultades y dudas propias de la edad y de la época; determinados momentos de soledad y tristeza,  lejos de la familia.

Y reflexioné acerca de lo injustos que somos cuando analizamos con ojos críticos tiempos pasados, desde la mentalidad, la formación, las costumbres y la sociedad de hoy; y lo hacemos, generalmente, con resultado negativo, trayendo al “hoy” el “ayer”.

Paseé por las calles solitarias del pueblo más próximo, Santa Gadea del Cid, hermosa localidad que nos traslada al siglo XI, origen del mismo; lo hice también por las orillas del Ebro, lugar de paseo habitual y baños en el caluroso verano castellano, Sobrón, Puentelarrá, volví a mirar hacia el monte Besantes,...

Esta restrospectiva excursión  se completó a  la semana siguiente con el regreso al edificio de la Casa de Galicia en Madrid, 52 años después de haber realizado allí – en el entonces Instituto de Estudios Fiscales- el cuarto ejercicio, oral, de mis oposiciones. Me  senté  en la misma sala y en el mismo lugar en el que afrontaba con ilusión, incertidumbre, temor e ingenuidad, mi futuro profesional, ahora para presentar mi último libro, “Algunos abuelos de la democracia”, fruto de la afición a escribir que los padres redentoristas fomentaron en mí, en El Espino.

He vuelto a mi ayer, con naturalidad, para rememorar un pasado que me ha traído a este presente y me ha hecho como soy. Gracias por lo sucedido, porque todo ello me ha construido. @mundiario

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