Esperar que la Justicia resuelva lo que la política no consigue es una confesión de mediocridad

Mariano Rajoy, jefe de Gobierno de España y Carles Puigdemont, expresidente de Cataluña. / RR SS
Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. / RR SS

El nacionalismo convocará elecciones y hará campaña irredentista, sobre el país independiente que pudo ser y no fue, un eslabón más en la cadena de mitos patrióticos que ha ido construyendo. Para el Gobierno y el PP tiene sentido apoyar la iniciativa socialista de una Comisión Parlamentaria.

Esperar que la Justicia resuelva lo que la política no consigue es una confesión de mediocridad

La estrategia del Gobierno catalán que vista desde fuera parece suicida, si la despojamos de declaraciones y gestos teatrales, tiene un guión reconocible. Para comprenderlo debemos tener presentes dos hechos. De un lado la retirada de Pujol, artífice de la autonomía moderna y al tiempo de la influencia catalana en el Gobierno central, cualquiera que fuese su color. Quienes lo han sustituido, Mas y Puigdemont, provienen de otras generaciones menos propensas al pacto, por formación o por amplitud de miras. Son de la facción nacionalista que ya exteriorizaba su protesta en las Olimpiadas de Barcelona, hace un cuarto de siglo.

Segundo hecho. El interés de las regiones ricas por reducir la factura de la solidaridad con las menos desarrolladas es el mismo que tienen las personas con rentas altas: universal. Zapatero, de acuerdo con Maragall, pretendió encauzarlo a través de un nuevo Estatuto de Autonomía, sin contar con el PP que lo impugnó. Otros gobernantes más hábiles podrían haber intentado reencauzar ese fracaso, pues vías para hacerlo no faltaban. Pero coincidieron la indiferencia de Rajoy con la mediocridad de Mas.

La vía del soberanismo, acentuada hasta el paroxismo por Puigdemont, presidente circunstancial, no tiene recorrido en las democracias modernas, regidas por un entramado muy denso de normas, acuerdos y contratos que sólo mediante la insurrección y la violencia se pueden romper. Todas las autoridades,  también las de Cataluña, se deben a esas normas y por eso las decisiones contrarias a ellas sólo han tardado horas en ser anuladas.

Para los gobernantes catalanes el riesgo controlado tiene beneficios. Intenta evitar el desplome electoral frente a ERC configurando un imaginario de compromiso politico máximo. Ha provocado la escisión de la alianza de Comunes y Podemos y ha tensionado la calle contra el enemigo exterior. Asumen la inhabilitación de algunos dirigentes, transitoria por definición, quizás de multas, excusa para recaudaciones patrióticas y han diluido el impacto de la corrupción estructural durante 30 años de la vieja Convergencia.

Puigdemont se presenta ya como mártir dispuesto al encarcelamiento. La imagen de preso político es difícil de explicar en Europa y Rajoy lo sabe mejor que nadie. Hasta ahora nada se ha hecho que sea irremediable. Sólo debate político, gestos para los medios o decisiones legales sin efecto alguno. El nacionalismo eleva la presión para provocar incidentes: sobre los alcaldes disidentes, sobre los mediis de comunicación, sobre la Guardia Civil, etc. Como en el ajedrez, cada movimiento forma parte de un cálculo en varios frentes.

Del lado del Gobierno central, la situación también tiene riesgos. Frente a la presión de algunos medios de comunicación que lo acusan de inmovilismo, debe mantener la respuesta proporcional

Del lado del Gobierno central, la situación también tiene riesgos. Frente a la presión de algunos medios de comunicación que lo acusan de inmovilismo, debe mantener la respuesta proporcional. Y al tiempo prepararse para el día después, para lo que tiene sentido apoyar la iniciativa socialista de una Comisión Parlamentaria.

El nacionalismo convocará elecciones y hará campaña irredentista, sobre el país independiente que pudo ser y no fue, un eslabón más en la cadena de mitos patrióticos que ha ido construyendo. Si las urnas le permiten formar gobierno, estaría en una posición más sólida para reiniciar el diálogo sobre las mismas bases.

Para entonces el Gobierno central debería de tener algo que ofrecer. No hay indicios de que así sea. El activismo que mantuvo en su día la Vicepresidenta, estaba vacío de contenido. A estas alturas debería de contar con políticos capaces de tender puentes, lejos de los focos, preparando el escenario de encuentro. Es un perfil que no abunda en el PP, como en ningún partido. La cronificación del problema catalán sería un dislate. Reconducirlo a la normalidad institucional y a los límites de la política, es responsabilidad de todos los dirigentes. No es cuestión de naciones, ya sea una o plural, sino de problemas concretos que pueden ser vistos desde distintas perspectivas, pero siempre para mejorarlos: financiación, coordinación institucional, marcos de resolución de conflictos, etc. Confiar la resolución del problema a la reforma constitucional es hacerlo imposible.

La tarea de la política es distinta de la Justicia. Esperar que ésta resuelva lo que el debate político no consigue, no es sólo un fracaso, es también una confesión de mediocridad. Algo que los ciudadanos no esperan cuando votan.

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