El elogio de la nimiedad

Pequeño.
Pequeño.
"La insignificancia es la esencia de la existencia", reflexiona la autora en su último artículo.

Mañana de primavera en San Isidro, Buenos Aires, plena pandemia. Voy por la bicisenda y llego al bar. Me sorprende una doble hilera de ramos de flores sobre la vereda que conduce a un cantero con césped, donde las flores multicolores  forman un inmenso corazón. Desde allí, el camino continúa hasta el final de la otra calle. A tal punto que tuve que saltarlo para llegar al mostrador donde despachaban las bebidas.  Me alegró que hubiera algo que festejar en estos tiempos en que todas son pálidas. Cuando pedí el  café para llevarlo a mi mesa de afuera, le pregunté a la moza el motivo del decorado. Dijo que no tenía nada que ver con el bar, “todo lo hizo ese chico, ¿ves? Ese que está ahí. Porque hoy es el cumpleaños de la novia y le va a pedir que se case con él. Está por llegar.”

Cuando me senté en el sillón, con mi libro y mi expresso, me detuve a observarlo: poco más de veinte años, vestido sólo con un pantalón corto, descalzo — a pesar de ser un día de no más de dieciséis grados— torso bronceado, cada músculo de su cuerpo bien marcado, algún que otro tatuaje, una sonrisa permanente, muy segura de la perfección de sus dientes, despeinado con prolijidad.  La distancia entre las mesas no me impidió escuchar el diálogo que mantenía con las personas que lo interrogaban intrigadas por el show floral.  

Era el protagonista de la historia. Disfrutaba explicando  a cada uno de los curiosos: que estaba esperando a su novia, que no era sólo linda, que era la mujer más linda del mundo, y que era su cumpleaños, y que le iba a proponer matrimonio, y que era sorpresa, y que la verían llegar en cualquier momento por el camino de flores. Atendía llamadas en su móvil y se ufanaba contando: “No puedo creer lo que hice, no te imaginás, llené la calle de flores, ni se lo espera, traje un equipo de música y voy a poner nuestro tema cuando se acerque, además hice, hice, hice…”

El narcisista en acción cada vez tenía más público. Si la novia no llegaba daba igual, lo importante era que lo valoraran y pensaran que era el tipo más ocurrente y creativo  del mundo. Era su día.

Me fui antes de la llegada triunfal. No quería padecer la incomodidad que yo habría pasado en el lugar de esa chica, a quien le habían cambiado su momento romántico, privado y único,  por ese reality show  que la exponía a la mirada de todos los que estaban esperando un sí ansiado y para el cual, tal vez, no estaba decidida.

Además, de repente tuve la necesidad de llegar a casa y buscar en la biblioteca “La fiesta de la insignificancia” de Milan Kundera. ¿Cómo se llamaba el personaje que siempre hablaba fuerte en las reuniones y decía bromas esperando las risas de los demás? D´Ardelo, típico narcisista. Se diferencia del orgulloso  que desprecia a los demás, los subestima. Narciso no los subestima porque observa su propia imagen en los ojos de los que lo miran y se ve bellísimo.

Así se veía el atlético novio en la  mirada de los que lo interrogaban.

La  contracara de D´Ardelo es Quaquelique, el que tiene la virtud de hablar sin llamar la atención. Mientras D´Ardelo pretende hacer reír a un grupo en una fiesta, la mujer a la que quería conquistar se va con Quaquelique que le conversa en un tono trivial. Ella se siente cómoda porque no tiene que esforzarse en competir con él, en encontrar respuestas inteligentes para impresionarlo. Cuando D´Ardelo la busca, después de tanto esfuerzo, ella se hizo humo. Él jamás entendió nada acerca del valor de la insignificancia, de la inutilidad de ser brillante, incluso de su nocividad.

Tal vez la  novia del atleta no llegaba porque se había ido con un flacucho que le habló de nimiedades  y decidió festejar su cumpleaños con él.

Esta época en la que hay un culto obsesivo por el éxito y la fama será sucedida, en el péndulo de la historia, por otra en la que el anonimato, la lentitud, la nada, serán todo. Lo breve será colosal y lo insignificante lo más trascendente.

Las anécdotas mas banales son el material del escritor que las moldea como un artesano. La vida se compone de detalles minúsculos donde parece no haber gran cosa. Adentrarse en esos climas, tomar esas vidas prestadas para relajarse en ellas es el placer de la lectura.

La insignificancia es la esencia de la existencia.

Cuando le cuestionaron a  Ingmar Bergman que hiciera películas íntimas, de parejas, en vez de grandes producciones, respondió con una anécdota: contó que, después de un concierto, una señora le preguntó a Chopin por qué no escribía óperas o sinfonías en vez de breves preludios y nocturnos. “Bueno, Madame, el mío es un reino pequeño, pero allí soy el rey”, le contestó.

Kundera explica que Stalin, quien ya sabemos que estaba totalmente incapacitado para la compasión, dio el nombre de Kaliningrado a la célebre ciudad donde vivió Kant, en honor a Kalinin. Era un pobre e inocente pelele, presidente del soviet supremo. Padecía, además, un problema de próstata que le impedía contener la pulsión urinaria. A tal punto que cuando hablaba en público tenía que interrumpir varias veces para ir al baño. Nadie desconocía su problema. Pero en los eternos discursos de Stalin, Kalinin debía aguantar heroicamente, hasta que no podía más y mojaba sus pantalones. Se supone que esto despertaba en el líder un sentimiento olvidado: la ternura por el dolor de un ser simple. La célebre ciudad debe su nombre a la sufrida insignificancia de Kalinin.

Al venir al mundo no podemos elegir ni el sexo, ni el color de ojos, ni la nacionalidad, ni la belleza o fealdad que nos caracterizará.

“Los derechos de los que puede disponer el ser humano sólo se refieren a nimiedades por las que carece de sentido luchar unos contra otros”, dice uno de los personajes de la novela de Milan.

Mi fondo musical, mientras cierro este artículo es uno de mis temas favoritos: “Les gens qui doutent”  (La gente que duda),  por Anne Sylvestre. Me relaja escucharla decir que ama a los que dudan, a los que se contradicen, a los que tiemblan, a los que son incapaces de juzgar, a los que entran en pánico, a los que sólo quieren una ventana simple para mirar el mundo y no desean que la Historia les rinda honores. @mundiario

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