Cuando la poesía reflexiona sobre el amor y la piedad en la barbarie

Portada del libro. / A.S
Portada del libro. / A.S

En su nuevo libro, el poeta y escritor granadino Antonio Enrique, rinde homenaje a las víctimas del Holocausto.

Cuando la poesía reflexiona sobre el amor y la piedad en la barbarie

La Palabra Muda, poemario exquisitamente editado por Ediciones El Gallo de Oro (Bilbao, 2018), nos remite, con mucha delicadeza, a la realidad de una tragedia acontecida en plena mitad del siglo XX: el Holocausto perpetrado por la Alemania nazi contra los judíos. Una tragedia que, como sabemos, afectó a millones de personas, y es por eso que el dolor sigue latiendo por dentro. En este caso, en el corazón de Antonio Enrique, que escribe y describe con crudeza, sí, y también con ternura.

Es muy destacable la profunda espiritualidad que destilan estos poemas. Considero, por tanto, que La Palabra Muda es un libro espiritual, y también arriesgado, no solo por la carga social y emocional que conlleva sino por la manera en que está escrito, ya que el poeta se involucra, se mete de lleno, Adentro y más adentro. Es consciente de que tan terrible acontecimiento no es un hecho aislado, ya que el horror continúa, y el propósito es el mismo: dañar la vida. ¿Se aprende de lo sucedido? ¿Se aprende de lo que sucede?

Me parece interesante aludir a las dos citas que encabezan el poemario. La primera de ellas, extraída de La cabellera de la Shoá, del célebre poeta Félix Grande, con quien Antonio Enrique mantuvo una entrañable amistad, dice así: “¿Qué te creías tú, contemporáneo, / qué te has creído que era el siglo veinte? (…)”. La segunda cita se nutre de unos versos hermosísimos pertenecientes a La historia de los descreados, del poeta Carlos Aurtenetxe: “lágrima/ que al caer a la mar rebasa/ a la mar/ al ser más grande que ella”.

La nota a la edición, elaborada por el propio autor, aclara la temática y la disposición de los poemas: “(…) aunque el asunto de que trata pueda parecer superado por la Historia, sumido ya en el anecdotario del Terror, una vista a nuestro alrededor nos confirma que las raíces hoy perduran (…)”. Explica asimismo que “La palabra muda se articula en 22 poemas, numerados por cada una de las letras del alfabeto hebreo”, y que “no es casual esta determinación”.  

Antonio Enrique nos transporta a un pasado no muy lejano y logra, en este tiempo presente, dejar constancia de una atrocidad que nunca deberíamos borrar de nuestra memoria. Lean estos versos del primer poema, el que lleva por título El Horror, en el que hallamos estas imágenes visionarias:

“(…) Lo que el horror dice

es: hay que dividir.

Lo que el horror hace es

restar, multiplicando.

Eso es, y un ojo desprendido de gallo,

y siete por insecto

que acechan en la oscuridad (…)”.

Y estos versos están en plena concordancia con un pasaje perteneciente al ensayo El Espejo de los Vivos (Editorial Alhulia, Granada, 2017); un libro muy recomendable mediante el cual Antonio Enrique transmite sus pensamientos y sentimientos respecto al lugar que ocupa el hombre en el mundo, y el que ocupa Dios, como él mismo me comentó en un correo. En el capítulo 20 de dicho ensayo, titulado Dividir, éste es el afán, éste es el impulso, aparecen estas declaraciones que pongo como ejemplo para atestiguar el paralelismo del que hablo: “Dividir y no sumar; dividir como una resta elevada a coeficiente infinito”.

El libro que nos ocupa goza de un lenguaje discursivo, descarnado y directo, y está dotado de un carácter unitario en el que el poema clave es, a mi juicio, el número 12, Más allá del humo, del mundo y de la nada, porque es el amor la única vía posible; el amor de un hombre hacia su amada: el amor oceánico.

El poeta habla a través de otra voz: la voz de un hombre a quien le cambiaron el nombre por un número; un hombre a quien le arrebataron la vida. Por tanto, fluye por estos versos un deseo de renacimiento que se logra, diría, mediante la reencarnación, como bien puede apreciarse (al igual que en el poema anteriormente mencionado), en El limbo de los inocentes (13) y, si avanzamos en la lectura, en los poemas (20) y (21):

“(…) Te amo porque nos hemos amado

mucho antes de saberlo.

Nos hemos amado aquí y allí.

Antes y después del primer

y del último beso. (…)” (13)

“(…) La carne transformándose en espigas

de las praderas celestiales

y en sangre de las viñas del firmamento. (…) (21)

Antonio Enrique posee una gran potencia verbal y un excelente dominio del lenguaje, y hay en toda su obra una preocupación por la estética. Así, en La Palabra Muda, utiliza recursos estilísticos como la anáfora, el hipérbaton, la aliteración, la comparación, la metáfora y la paronomasia. Quiero resaltar una comparación muy lograda y a la que no le falta belleza:

“(…) Igual que los atunes

en la almadraba:

un crepúsculo de sangre

a la puesta de sol (…)”

También unos versos en los que la onomatopeya es muy evidente y va acompañada de una paronomasia en la que advertimos, mediante la letra “r”, la impiedad:

“(…) Y son unos tristes zapatos,

reventados y desventrados,

en la orilla de un río

más frío que la muerte. (…)

No he podido evitar recordar a los poetas Paul Celan y Nelly Sachs, a quienes leo con frecuencia. De hecho, me conmovió el libro que lleva por título Paul Celan, Nelly Sachs, Correspondencia, en edición de Barbara Wiedemann y traducido por Antonio Bueno Tubía (Editorial Trotta, Madrid, 2007). Expongo aquí el primer párrafo que corresponde a la primera carta de Nelly Sachs dirigida a Paul Celan, fechada el 10 de mayo de 1954: “Querido poeta Paul Celan, ahora que a través de la editorial he conseguido su dirección, puedo agradecerle personalmente la profunda experiencia que me proporcionaron sus poemas. Ve usted mucho de ese paisaje espiritual que se esconde tras todo lo de aquí, y tiene usted la fuerza para expresar el misterio que calladamente se abre”.

Del mismo modo, he recordado la intensa correspondencia que mantuve con Antonio Enrique hace unos años. Entre otros temas, salieron a relucir los horrores de la barbarie nazi y, consecuentemente, los nombres de algunos poetas que dejaron constancia del genocidio a través de sus escritos. Me habló también de su interés por la cultura judía y de sus numerosas lecturas acerca de los Lager. Me dijo que, al igual que yo, suele ver los documentales sobre el Holocausto que transmiten por televisión. Me comentó que los hombres y mujeres que aparecen tras la pantalla son ya espectros, con sus gestos mecánicos y sus caras blanquecinas. Yo también los veo así: desprovistos de sus posesiones y, lo que es peor, de sus identidades; igual que maniquíes sin ropa, expuestos a las miradas ajenas y frías, ¡las miradas de sus semejantes! De ahí la mayor humillación. De ahí la idea que probablemente indujo al poeta a escribir este libro.

Lean de nuevo con atención estas palabras que he mencionado anteriormente: “(…) la fuerza para expresar el misterio que calladamente se abre”. Y esto es, en definitiva, lo que La Palabra Muda viene a representar porque encontraremos aquí el peso de los que fueron condenados al silencio y la dificultad de expresar con palabras tal horror.

Finalizo con los últimos versos del epílogo: Adentro y más adentro. Vemos aquí con qué precisión Antonio Enrique introduce el amor y la piedad en la barbarie, porque sabe que el sol sigue brillando sobre el horizonte, y que durante la noche la luna hace su ronda, y que el poeta, mediante la palabra, que es su arma, está capacitado para plasmar los rastros del pasado y rescatar esa eternidad que quedó sumergida:

“(…) por donde navegan las caricias nunca dadas,

los besos imposibles, los abrazos que se desvanecen

en la ilusión de haber vivido y sentido

lo que estaba lejos de ti, adentro y más adentro:

un sueño de oro, una pasión de diamante,

la insigne libertad del águila y la armonía

vertical, cadenciosa y blanca del clamoroso cisne.

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