La detención de los diez de Betanzos

Una celda. / Mundiario
Una celda. / Mundiario

Estamos en 14 de septiembre de 1973, cuarenta y seis años atrás. ¿Cómo olvidar esa fecha si fue el día de la detención de “los diez de Betanzos” y también el del cumpleaños de Julián?

La detención de los diez de Betanzos

Atisbo por el ojo de la cerradura del tiempo y veo a Julián acudiendo a una cita clandestina en el reservado de una cafetería de la plaza de los Hermanos García Naveira en la villa de Betanzos el 14 de septiembre de 1973.

Seguramente algún policía de paisano reconoció y siguió a alguno de los compañeros de Julián sometidos a vigilancia cuando se dirigía al local. Sea como fuere, la primera imagen que me viene a la mente es la de la “procesión” que llevó a aquel grupo hasta el cuartelillo, escoltado por  doce o catorce números de la Benemérita, ante la mirada curiosa de los vecinos.

No era para menos. Aquel desfile de más de veinte personas entre los detenidos y los aún más numerosos guardias custodios rodeándolos por los flancos, con sus tricornios y mosquetones, no podía pasar desapercibido. Allí debía estar la dotación completa del cuartelillo, cabo más cabo menos. Pero la imagen que guarda especialmente mi retina de aquel paseíllo es la del grupo deshaciéndose a toda prisa de papelitos comprometedores: direcciones y teléfonos que no debían caer en manos de la policía y que se tragaban sin apenas masticar; algún folio del que se deshacían al pasar por una alcantarilla; papeles arrugados que arrojaban a algún portal nada más doblar una esquina que los ocultaba por un instante de la mirada del séquito…

El oficial al mando del cuartelillo, cuyo nombre he preferido ignorar, parecía más abrumado y preocupado por las detenciones que los propios arrestados. Su ignorancia sobre lo que aquel grupo se traía entre manos era supina. Afortunadamente, al atravesar el umbral del cuartel, mientras pedía instrucciones, dejó a los diez a solas. Aquellos fueron minutos cruciales, pues pudieron engullir más papeles, hasta que no quedó ninguno, y acordar una coartada. Y como era el día del cumpleaños de Julián, su diecinueve aniversario, pues iban a celebrarlo. Así de sencillo. Julián quedaba en una posición expuesta, nada menos que como convocante, pero no existía una excusa mejor.

El cuartelillo carecía de suficientes habitaciones por lo que, cuando se llevaban a alguien para interrogarlo, los demás debían permanecían en grupos de dos o tres en distintos cuartos, acompañados, entonces sí, por algún número de la guardia civil para impedir conversaciones.

El primer día del arresto usaron contra ellos la fuerza bruta sin más técnica que la de pegar duro. Veo a Julián entre un guardia civil tamaño armario colocado detrás de él y otro, tamaño oso, delante. Este preguntaba: “Confiesa, ¿qué andabais haciendo?” Y él respondía: “Celebrar mi cumpleaños”. Entonces le llegaba un manotazo que nunca sabía si iba a provenir de atrás, con fuerza suficiente para lanzarlo un par de metros más allá, o de delante, porrazo que, con las manos esposadas, intentaba esquivar sin mucho éxito. Así, turnándose los golpes, iba pasando el tiempo. Y ese transcurrir era crucial, pues la legislación de aquella época obligaba al Ministerio de Gobernación a poner a los arrestados a disposición judicial a las 72 horas de la detención.

Pero, ¿quiénes eran aquellos diez de Betanzos y qué pretendían? Bueno, allí había de todo: desde un párroco, Ramón (Moncho) Valcárcel, el famoso “cura de Sésamo”, hasta líderes sindicales, como José Luis Muruzabal, quien después sería abogado laboralista, pasando por jovencísimos militantes antifranquistas, como Luis Burgos, o personas ligadas a organizaciones campesinas, como Fernando Solla. Muruzabal, Burgos y Solla serían más tarde líderes de la Confederación Intersindical Galega. También varios estudiantes, como Ariadna Tortosa y Julián, activistas en sus facultades. A otro obrero de Ferrol y a otros dos estudiantes Julián sólo los conocía por sus “nombres de guerra”, como ellos a él, por lo que no los puedo rememorar aquí. Claro que en aquellos primeros minutos en el hall del cuartelillo se habían intercambiado sus verdaderos nombres. ¿Cómo podrías invitar a alguien a tu cumpleaños sin conocerlo?

Respecto al objetivo, los arrestados habían pasado aquel verano convocando reuniones en el medio del monte, algunas multitudinarias, de obreros, campesinos y estudiantes, para constituir una “Asamblea de Galicia” inspirada en la “Asamblea de Catalunya”, la cual integraba a toda la oposición antifranquista catalana: organizaciones sociales, movimientos comunales, partidos políticos, sindicatos y hasta personalidades independientes. Los “diez de Betanzos”, bajo la influencia del Partido del Trabajo –una escisión del Partido Comunista–, pretendían convocar también a todas las organizaciones opositoras de Galicia y formar un gran frente democrático en la región, una iniciativa muy ambiciosa, ya que, en comparación con la catalana, la sociedad civil gallega estaba en pañales. Pero esos eran los planes y de la reunión del grupo en Betanzos saldría el llamamiento a otras fuerzas y personalidades para que se sumaran al proyecto… hasta que la Guardia Civil se cruzó en su camino.

Y ahora viene otra imagen muy potente que se sitúa en el segundo día de la detención, cuando se personó en el cuartelillo el capitán de la Guardia Civil Antonio Antelo Álvarez, a quien el grupo denominaría “Triple A” en recuerdo de la “Alianza Anticomunista Argentina”, la organización parapolicial de extrema derecha que asesinó en el país hermano a unos 700 líderes sociales. Del nombre de Antelo no he querido olvidarme y debo confesar que en mis obras de ficción siempre aparece algún malvado llamado así. Lo siento por sus descendientes, si los tuvo, en caso de que conserven sus apellidos, pues contra ellos no tengo nada. Este personaje pertenecía a la Brigada Social de la Guardia Civil, la “brigadilla”, como la conocíamos. Su tortura favorita, en la que era muy diestro, consistía en apretarte las esposas al máximo, hasta que quedaban bien ceñidas a las muñecas. Entonces, con un simple giro de su mano, lograba que sintieras tal calambrazo que veías literalmente las estrellas.

Todavía recuerdo a Julián, a sus diecinueve años, bailando al son de Antelo, en lugar de disfrutar de la película “A touch of class” -protagonizada por Glenda Jackson- con su novia de entonces, con la que había quedado aquella tarde para ir al cine. Con tal de amortiguar el trallazo en los huesos de las muñecas, Antelo conseguía, sin apenas esfuerzo, arrodillarlo, tirarlo al suelo, que se levantara en un instante como empujado por un resorte o que lo siguiera como un corderito por toda la habitación; lo que quisiera, menos confesar. “¿Qué hacíais?” “¡Celebrar mi cumpleaños!”

Si este hombre todavía vive, será un anciano. Yo ya lo he perdonado hace mucho tiempo, pero perdonar es distinto a olvidar y por eso lo traigo aquí. A estas alturas no buscaría que a Antelo o a otros personajes igualmente siniestros, como “Billy el Niño”, quien ha sido demandado por algunas de sus víctimas de Madrid, los metan en prisión, salvo si se probase que estuvieron involucrados en muertes o desapariciones -lo que no creo sea el caso de Antelo-. Pero sí, por supuesto, que les retiren las medallas al mérito policial que tengan o cualquier otro reconocimiento por su “valor”. Los otorgados a Billy el Niño -por cierto, ya en Democracia- llevan aparejados complementos económicos. ¡Privilegios para los torturadores, no por favor!

El momento más complicado de aquel interminable día bajo las garras de Antelo aconteció cuando uno del grupo dijo, de manera imprecisa, que se habían reunido para organizar un movimiento de protesta en Galicia. ¿Era posible que aquellos torturadores se hubiesen hecho al final con un hilo del cual tirar? Pero sometieron a esta persona a careo con otro, quien reaccionó enseguida: “No andes inventando cuentos, no nos dejarán en paz si les dices lo que quieren escuchar. Di la verdad: qué celebrábamos un cumpleaños”. Aquella persona se retractó: “¿Ya escucharon? ¡No me hagan mentir!” Lluvia de golpes para ambos, pero el peligro quedó conjurado.

El tercer día llegaron dos policías de la Brigada político-social de nombre desconocido. La tradicional rivalidad entre Guardia Civil y Policía parecía haberse esfumado en aquel caso y había dado lugar a una estrecha colaboración. Condujeron al grupo a la comisaria principal de La Coruña, detrás de los jardines de Méndez Núñez. A Antelo, para alivio de todos, no se le vio más aunque, a cambio, cada leñazo propinado por aquellos otros tipos llegaba con la precisión del karateca.

Pero el tiempo jugaba a favor del grupo: se agotaban las 72 horas y, custodiados en el furgón de la benemérita, tenían que ponerlos a disposición judicial.

En aquellos momentos es cuando a Julián le llega otra sorpresa. Transcurren las últimas horas en comisaría y pide ir al servicio. Cuando, acompañado por un policía, recorre el pasillo de los calabozos, reconoce a tres de sus mejores amigos en una de las celdas. Se quedo en estado de shock. ¿Cómo y cuándo los han arrestado? ¿Por qué están allí si nada tienen que ver con sus actividades?

En el trayecto hacia el juez, mientras el desaliñado, magullado y silencioso grupo se veía aliviado, casi contento, aunque fuera a acabar en la cárcel, Julián quien una vez fichado ya no era Julián sino quien les narra esta historia, viaja preocupado. La nueva detención es un mal presagio. Entonces me llega el golpe más duro de los tres días de interrogatorio: “En tu caso –me suelta uno de los inspectores que nos acompañan en el furgón– hemos pedido una prórroga de 72 horas al Tribunal de Orden Público (TOP). Los demás irán a la cárcel pero tú volverás a comisaría con nosotros. Todavía tienes mucho que contar”.

Mis compañeros no se percataron de mi estado apesadumbrado y, con el poli al lado, nada podía contarles. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo fue el ingreso en prisión? Las respuestas bien merecen un capítulo aparte. @mundiario

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