Democratización de la cultura: una mirada nietzscheana

Friedrich Nietzsche. / RR SS
Friedrich Nietzsche. / RR SS

Lo que en los últimos tiempos ha ido sucediendo en el mundo, pero especialmente en Latinoamérica (pues las monarquías de Europa aún tratan de preservar ciertos patrones estéticos elevados), podría representar el mayor temor nietzscheano: el triunfo del gusto de las masas y de la democracia del entretenimiento.

Democratización de la cultura: una mirada nietzscheana

La democratización de la cultura no es un fenómeno nuevo. Puede remontarse incluso al último tercio del siglo XIX, luego de la revolución europea de 1848, o, con más fuerza, luego de la Comuna de París. Este fenómeno causó pavor en muchos de los intelectuales de aquellos tiempos, y no tan injustificadamente, como veremos luego, y tiene estrecha relación con la cultura de masas, que se origina en gran parte por el capitalismo burgués del siglo XIX, el materialismo y el positivismo. El fenómeno es, a simple vista, benigno, pero deviene rasgo negativo para la calidad de la cultura, del arte y de la estética en sí.

A primera vista, podría decirse que una “distribución justa” de la posibilidad de intervenir en ciertas esferas como la economía, la política y la cultura es un hecho total y solamente positivo. Pero el asunto es muy complejo como para verlo en blancos y negros (como lo suelen ver los ingenuos o los políticos demagogos). Y es que hay algunos campos del quehacer social que demandan ciertas destrezas que, o son intrínsecas de las personas, o se adquieren solamente cuando se está envuelto en un cierto ambiente de preparación que resulta ser privilegiado o excepcional.

En la primavera de 1871 escribía Nietzsche que era necesario un Estado con explotables, trabajadores y aun esclavos, algo como lo que pensaban Platón y Aristóteles: un estado avalador de la esclavitud, sobre el cual la cultura se yergue sólida y duradera. Si bien ahora, en el siglo XXI, sería impensable considerar la idea de un estado así, sí se deben tener en cuenta ciertos aspectos referentes a cómo la cultura debe desarrollarse exitosamente en una sociedad y un país. Yo creo, como Nietzsche, que la política y la guerra tienen que ver mucho en esto. La seducción y la persuasión de los políticos a las masas pueden resultar perjudiciales y hasta peligrosas. Piénsese solamente en Hitler, que encandiló a las masas diciéndoles que ellas podían ser iguales o mejores que Einstein. O en los gobernantes populistas de los países latinoamericanos, quienes, debido a una inclinación política coyuntural, pretenden proscribir la cultura occidental alegando una superioridad indiscutible de la suya propia.

Lo cierto es que, según los más grandes teóricos de la estética, la grandeza o la genialidad de una obra de arte no están en el ojo perceptor de quien la ve ni en su gusto, sino sencillamente en algo más absoluto como la realidad de lo bello y lo feo. Prosigamos.

Lamentablemente, a lo largo de los últimos siglos, en Latinoamérica y algunas regiones del Asia, se ha querido satanizar la cultura occidental (creada efectivamente por élites ilustradas) por ser ésta “conservadora, colonizadora, retrógrada”, etc. El progresismo social y político la vinculó con la tiranía y la explotación, y naturalmente los explotados no vieron (no ven) en ella una representación de sus anhelos. Pero, ¿no están realmente justificadas estas manifestaciones en contra de la cultura elitista y en pro de la justicia social, y no es comprensible el odio hacia una cultura que representa las manifestaciones más elevadas del espíritu? Nietzsche se planteó esta pregunta y llegó más o menos a esta conclusión: La vida es trágica de por sí, se haga lo que se haga; entonces, como planteó en El nacimiento de la tragedia, lo único que justifica la vida y el mundo es la estética y el arte. De esta forma, se puede colegir que, en el inexorable torbellino injusto y despiadado de la vida, las élites culturales deben ser preservadas, aun a costa de que los recursos para que la cultura salga a flote sean escasos. En este punto, se me viene a la mente una entrevista que hizo Carlos Mesa a HCF Mansilla, en la que éste dijo que el encumbramiento cultural de ciertos círculos sociales sobe otros es inevitable en el mundo moderno de hoy (y en realidad en el de siempre), un mundo en el que no existen recursos suficientes para que todos tengan el mismo nivel. Esto no quiere decir que la educación deba ser un privilegio, sino que la cultura refinada y de buen nivel (literatura, música, pintura, etc.) tiene que ser monopolizada por una aristocracia o una intelligentsia. Es por eso mismo que las élites gobernantes y culturales deben tener muy presentes nociones de altruismo, solidaridad y buena administración, so pena de dejar a los demás sin recursos económicos o educativos.

El enfoque estético de la vida (fundado por Schopenhauer), fin último para Nietzsche, es lo que debe primar siempre, al menos cuando se piensa en la vida terrenal. Se debe dejar de lado el “espíritu” hegeliano, el Dios cristiano, la “cosa en sí” kantiana, la “naturaleza” de Schelling y obviamente el “orden y progreso” de Comte, y se debe pensar que el arte es lo único por lo que vale la pena luchar. En este sentido, lo que debe hacer un estado que apueste por la civilización, debe ser precautelar por sus “creadores” y no así por los eternos oprimidos.

Lo que en los últimos tiempos ha ido sucediendo en el mundo, pero especialmente en Latinoamérica (pues las monarquías de Europa aún tratan de preservar ciertos patrones estéticos elevados), podría representar el mayor temor nietzscheano: el triunfo del gusto de las masas y de la democracia del entretenimiento. Los aspectos negativos de este fenómeno son difíciles de distinguir, pues se dejan ver justamente solo por el ojo de los intelectuales. Ahora bien, las lumbreras de la humanidad, como Leonardo o Einstein, siempre fueron astros solitarios en medio de un firmamento obscuro: alcanzaron sus logros por medio de un esfuerzo autónomo y no a través de un estado benefactor de la cultura. Pero lo cierto es que las nociones de igualdad social, libertad, justicia distributiva, bienestar general y protección de los débiles, propias del estado moderno, fueron impidiendo el desarrollo de las grandes personalidades, o por lo menos restándole importancia.

Una sociedad esclavista en la cual solo una clase social tenga el privilegio de desarrollarse intelectualmente sería hoy una idea descabellada. Pero lo que sí pueden hacer los estados es mirar hacia la cultura del conocimiento, dejando de lado el utilitarismo materialista de izquierda y librecambista, y también los chovinismos folclóricos de las sociedades ancestrales latinoamericanas, cuyo arte y cuya filosofía no alcanzaron las cumbres de los de Occidente.

El progresismo y el izquierdismo, a fuer de democratizarla, redujeron el valor y la calidad de la cultura, despojándole su dignidad y su fin en sí. Las revoluciones del siglo XX hicieron que el arte se solidarizara con la miseria; hicieron de él bandera útil de reivindicación y compromiso social (Tolstoi sucumbió a estas ideas, sencillamente dejando de escribir “historias inventadas”). Como dice el escritor alemán Safranski refiriéndose a Nietzsche: “Para él estaba fuera de toda duda que el principio de la igualdad y de la justicia, llevado hasta las últimas consecuencias, tiene que trocarse en enemistad contra la cultura”. @mundiario

 

Comentarios