La cooperación al desarrollo española necesita reinventarse

Cooperación Sur - Sur
Cooperación internacional. / Mundiario

El modelo español de cooperación al desarrollo está agotado y pide a gritos una refundación. Se necesitará mucha voluntad política después del 28 de abril.

La cooperación al desarrollo española necesita reinventarse

Los principales partidos hablan en sus programas de cooperación al desarrollo. El PSOE, de aumentar la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) hasta el 0.5% del PIB y de lograr los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). El PP de una cooperación que promueva la democracia, proteja los derechos de las mujeres y luche contra la pobreza y el cambio climático. Unidas Podemos de elevar la AOD hasta el 0.7% de la Renta Nacional Bruta en dos legislaturas, de que no se utilice para intereses distintos a los del desarrollo y de la aprobación de una nueva Ley de Solidaridad y Cooperación. Y Ciudadanos, de una cooperación más eficiente, para que cada euro invertido consiga el mayor impacto.

No es un mal comienzo. Como sostuvimos en un artículo anterior, las razones para aumentar nuestra cooperación son claras, sin que existan argumentos serios en contra. Pero la voluntad política que debería llevar a incrementar la cuantía de recursos dedicados a este fin no garantiza su empleo eficaz. Los cambios que se han producido en el mundo en desarrollo son enormes y son muchos los síntomas de agotamiento que muestra nuestro sistema de cooperación; tantos como para hablar de la necesidad de una verdadera refundación, si queremos que en verdad sea útil.

El modelo tradicional de ayuda Norte – Sur, que pudo tener sentido al finalizar la II Guerra Mundial, con unas potencias victoriosas que crecían muy rápidamente y un “Tercer Mundo” estancado y que sufría los embates de la Guerra Fría, ha pasado a la posteridad. En la actualidad, aunque todavía 800 millones de personas padecen una pobreza severa, numerosas naciones de Asia y América Latina son “países de renta media” que se consideran duales: quieren beneficiarse de la cooperación al desarrollo y, a la vez, participar en el sistema como donantes. Por otro lado, la aprobación en la ONU de la Agenda 2030 y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para todos los países del mundo, también para los más ricos, bien ilustra los cambios aludidos: ya no se trata sólo de colaborar con el desarrollo de los países más pobres, sino de transformar, entre todos, el modelo de desarrollo económico, social y medioambiental vigente en uno más sostenible y equitativo, que no deje a nadie atrás. La ocasión es inmejorable para que España se comprometa en ese camino hacia los ODS, contribuyendo así a solucionar los problemas que afligen a la humanidad.

Pero el sistema de cooperación de nuestro país lleva 10 años estancado, y navega a la deriva. El recorte de fondos sufrido, a menos de la mitad de los que contaba hace 10 años, no es comparable al de ninguna otra política pública. La Agencia Española de Cooperación Internacional (AECID), después la aprobación el 13 de julio de 2009 de su primer “contrato de gestión”, no ha sido capaz de firmar ningún otro a pesar de que, de acuerdo a la Ley de Agencias Estatales, estaba obligada a hacerlo cada cuatro años. Y otros problemas graves, como los del personal o la falta de una normativa adecuada para trabajar en países muy distintos al nuestro, se han ido acumulando sin que nadie se haya atrevido a hacerles frente.

¿Por dónde comenzar?

El punto de partida más claro, aquel al que hay que aferrarse como guía, son los propósitos que deben animar a la cooperación española. Necesitan actualizarse, pero están bien definidos tanto en la Ley de Cooperación Internacional para el Desarrollo -aprobada en una legislatura del PP- como en el Estatuto de la AECID -aprobado por un gobierno del PSOE-. Este Estatuto recoge, entre estos objetivos, la reducción de la pobreza y la promoción del desarrollo, la paz y los derechos humanos; el impulso a las políticas públicas relacionadas con el buen gobierno; la igualdad de género, la mejora de la calidad ambiental y el respeto a la diversidad cultural. También establece que se contribuirá a los objetivos acordados en las Cumbres de Desarrollo de Naciones Unidas, por lo que queda incluido así el apoyo a la Agenda 2030 y los ODS.

Estos objetivos nos sirven para echar a andar, pero son muy ambiciosos y aplican, como vimos, a todos los países del mundo. Por tanto, hay que concretar. Es preciso seleccionar los países con los que se quiere hacer un mayor esfuerzo. ¿Son los más pobres, como los de África subsahariana? ¿Son los de renta media, como muchos en América Latina o en el Norte de África? Hay que elegir, pues no podemos ocuparnos de todo en todas partes. Y no vale hacerse trampas en este solitario. España ha llegado a cooperar con más de un centenar de países, una cifra digna de EEUU, tal vez de Alemania, pero que excede a todas luces nuestras posibilidades. Razones de política exterior mandaban: ningún embajador quería verse en su destino sin la compañía de los fondos de la cooperación española.

Ligada a la elección “sin trampas” de los países prioritarios está la de cómo apoyar mejor sus necesidades y demandas. Si se quiere actuar con eficacia en los países de renta media, hay que apoyar el fortalecimiento de sus instituciones y la calidad de sus políticas públicas -como las redistributivas, las de igualdad de género, las de I+D o las medioambientales- a través de instrumentos como la cooperación técnica y científica y la financiera. En países de menor desarrollo siguen teniendo sentido los “proyectos” que pueden desarrollar las ONG con apoyo oficial pero, siempre que sea posible, en el marco de las políticas públicas del país socio que se apoyen a través del presupuesto -para que los parlamentos se involucren en las decisiones gubernamentales-. Y hay que elegir con acierto con qué organismos y fondos internacionales actuamos, y para hacer qué, en lo que se denomina “cooperación multilateral”.

Cuarto asunto: en España no tenemos bien resuelta la arquitectura institucional de la cooperación. ¿Qué organismos deben responsabilizarse de la calidad de nuestra cooperación? Actualmente las competencias están diluidas entre distintos ministerios e instituciones: Exteriores, Hacienda, Economía, Comercio, AECID, FIIAPP, ICO, COFIDES… -y eso que carecemos todavía de una institución especializada en la cooperación financiera-. Si nuestro desempeño es pobre, no hay a quien exigir responsabilidades. El ministro de Exteriores y Cooperación puede alegar, con razón, que el grueso de recursos se gestiona desde otros negociados. ¿Sería adecuado centralizar estos fondos en un único ministerio, como los británicos?; ¿O sería mejor, si se crease una vicepresidencia encargada del cumplimiento de la Agenda 2030 y los ODS en España, “colgar” de ésta la cooperación, para que lo que se haga por el desarrollo dentro y fuera de nuestras fronteras esté relacionado? Y ¿cuántas instituciones? ¿Una para la cooperación técnica y otra para la financiera?  Las opciones son varias y merecen un profundo debate entre los partidos y con la sociedad civil. Ahora bien, mientras no se reforme a fondo el Ministerio de Asuntos Exteriores y los diplomáticos sigan con dificultades para distinguir entre los intereses españoles de corto plazo -comerciales, políticos…- y los objetivos de la cooperación, más ligados a una visión de política exterior de largo plazo, parece claro que este asunto no debería dejarse en su ámbito de competencia.

Relacionado con lo anterior, ¿con qué equipos humanos debe contar el sistema de cooperación y quiénes deben dirigirlos? El predominio diplomático en los puestos directivos de la Secretaría de Estado de Cooperación Internacional y de la AECID sólo se “explica” por la necesidad de puestos de perfil elevado que tiene este cuerpo cuando sus integrantes deben cumplir destino en España y no por su especial preparación, algo que añade gran frustración a los profesionales de la cooperación. Pero los problemas de personal no se agotan ahí. La movilidad entre las oficinas centrales y la red exterior es inexistente debido a los distintos tipos de contratos, lo que obliga a los/as expatriados a vivir permanentemente en el extranjero y lo que impide aprovechar su experiencia en las sedes centrales de las instituciones de cooperación.

Sexto: ¿Quién garantiza la coherencia de políticas con el objetivo del desarrollo? ¿Quién impide que quitemos con una mano lo que damos con otra? Son muchas las políticas que tienen que ver con el desarrollo: las comerciales, las migratorias, las de deuda externa, la inversión extranjera, y lo que hagamos por el cambio climático o por las operaciones de paz de Naciones Unidas. Alguien -¿tal vez esa vicepresidencia para la Agenda 2030?- tendría que ejercer ese arbitraje entre los distintos ministerios, para que algunas de nuestras decisiones -y las que defendemos en la Unión Europea - no acaben perjudicando a los países socios.

Otro asunto crucial: el papel de las comunidades autónomas y entes locales. En nuestro sistema de cooperación es insustituible, pues en ellas descansa en buena parte la ejecución de las políticas públicas, pero estos entes deberían dotarse de un sistema de evaluaciones periódicas para mejorar su eficacia. Los exámenes entre pares que impulsa el CAD de la OCDE podría ser un mecanismo a considerar, adaptándolo. Todos los actores deben rendir cuentas.

El sistema español de cooperación está ante una encrucijada. O se reinventa o fenece. Pero está un momento lleno de oportunidades. La Agenda 2030 y los ODS nos da el marco para los objetivos de nuestra cooperación; la derogación de la Ley de Agencias Estatales obliga a pensar en un nuevo marco legal para la AECID y para otras instituciones de la cooperación que no las ahogue en burocracia; el aporte que se puede realizar a la construcción del nuevo modelo desde las CCAA, universidades y sociedad civil no es para nada desdeñable; y se cuenta con otras fortalezas, como la experiencia participativa en el Consejo de Cooperación -que hay que relacionar con el recién creado Consejo de Desarrollo Sostenible-; la red de oficinas de la AECID en el exterior; o el “saber hacer” acumulado en ámbitos como género, agua y saneamiento, gobernabilidad o energías renovables. Este es el momento para que un nuevo gobierno abra un debate en el parlamento, con la sociedad civil y con las CCAA y defina un modelo para responder a los retos del desarrollo de esta época. Y un momento también para que, una vez alcanzados los consensos básicos, se elabore una nueva Ley de cooperación que sustituya a la que ya ha cumplido, con mucha dignidad, 20 años. “Que 20 años no es nada”, dice el tango, pero en éste ámbito, con lo rápido que va el mundo, son más que suficientes. @mundiario

Comentarios