Conmigo

Vicky Rego. / Cedida. / Mundiario
Vicky Rego. / Cedida. / Mundiario
Cuando nos miramos, espejo mediante, nos recriminamos algún dulce o un vino de más, convenimos en que nos queda bien, y en este tiempo que se ralentiza, pasan los días y, sin que lo hayamos resuelto, empezamos a disfrutar de las hebras plateadas que dejamos mezclarse en el pelo con el castaño artificial. / Relato

Hace más de cien días que estoy Conmigo. Nos llevamos mejor que nunca. No digo que ni un sí ni un no. Tenemos nuestros enfrentamientos. Pero nos escuchamos, nos perdonamos cosas que antes nos exigíamos, nos gustamos y la pasamos bien. Lo bueno es que tenemos el mismo sentido del humor. Porque no hay nada peor que vivir con alguien que se ríe de cosas distintas. Hasta coincidimos en las elecciones literarias. Leemos hasta cualquier hora de la noche. Al despertarnos, comentamos lo que soñamos. No hay nadie que soporte ese relato de otra persona. Conmigo, hasta lo disfrutamos. A veces lo escribimos para no olvidarnos.  Cada día estamos más extravertidas. Se escapa un ¡te lo dije! en voz alta y estallamos de risa. Otras, perdemos la paciencia, se nos cae un objeto, o nos olvidamos algo en la planta alta y : ¡No podés ser más boluda! Vuelta a subir la escalera. Victor Hugo decía que “hablar solo y en voz alta, se parece a  dialogar con el dios que hay en nosotros”.  ¿No será demasiado? Si sentimos el mandato de limpiar la casa pero no hay ganas, sólo es necesario una mirada hacia adentro para convencernos de que mejor dejarlo para mañana y aprovechar el sol de otoño para sentarse a leer en la reposera, con un café y chocolate.

Dejamos pasar el tiempo en actividades que nos dan placer. Digo placer en el sentido epicúreo de ausencia de tensión, de aflicciones. No lo contamos para que no nos tachen de autosuficientes. Hay cosas que prefiero hablarlas sólo Conmigo. En su primer flash del amor, las parejas se aíslan del mundo, todo tiempo es insuficiente. Hasta que un día el sexo se empieza a apagar y la vida social resulta un buen complemento. Pero Conmigo tenemos algo que va mucho más allá de lo físico.

Cuando nos miramos, espejo mediante, nos recriminamos algún dulce o un vino de más, convenimos en que nos queda bien, y en este tiempo que se ralentiza, pasan los días y, sin que lo hayamos resuelto, empezamos a disfrutar de las hebras plateadas que dejamos mezclarse en el pelo con el castaño artificial.

Los domingos, nos gusta engalanarnos para ir a la función de el Teatro Colón on line. Nos sacamos fotos, nos probamos sombreros y deliramos escuchando óperas o viendo ballets sin movernos de casa.

El otro día nos dio nostalgia de Milanku —así le decía la madre a Milan Kundera— y nos acordamos de un pasaje de uno de sus libros que nos hizo reír mucho, hace años. Ese, en el que una mujer le dice a su amante que no lo quiere ver más porque está harta de su mal aliento. Cuánta razón tenía la madre de Milan cuando le aconsejaba que dejara de bromear porque nadie iba a entender su humor y muchos se iban a ofender. Sí, sí pero cual era la novela: ¿La Broma? No, no, ¿era El libro de los amores ridículos? Sacamos de la biblioteca, uno a uno, todos sus libros.  Nos llevó un buen rato encontrar el pasaje — estaba subrayado—  era La lentitud. En realidad ella le decía: “Contigo se ha acabado. Para siempre. Estoy harta del olor de tu boca. Eres mi pesadilla”. Volvimos a reírnos de esa cruel libertad de lanzar lo que se siente, así, sin filtro. He tenido que contener la risa muchas veces al escuchar a un paciente con principio de demencia decir lo que nunca yo me animaría. Los supuestamente cuerdos nos controlamos para no herir. O para no estar solos.

Buscamos más párrafos subrayados en La Lentitud. Hacia el final, uno de los personajes va a mil en su moto, a la que ama porque sobre ella se olvida de sí mismo. Kundera se mete entre nuestras reflexiones y nos explica que hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido.

Antes de este aislamiento forzoso, subidos arriba de la moto, impacientes por el minuto siguiente, por atajar la oportunidad, llegar a tiempo al trabajo, al gimnasio, a ver amigos, a la familia, conducíamos como locos hacia el olvido. Tuvimos que cambiarla por una calesa que parece salida del siglo XIX, nuestros movimientos se hicieron más lentos, también los gestos, los hábitos, los espacios para leer, mirar películas, trabajar en casa y deambular como los paseantes de antaño.

En una de esas recorridas por caminos solitarios, arbolados, fue donde me encontré Conmigo. Hizo falta aprender a saborear el ocio, dejar de confundirlo con desocupación. El desocupado se frustra, se aburre, busca constantemente el movimiento que le falta.  Milanku habla de un proverbio checo que dice: “Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren, son felices.”

Un panzazo releer, sin apuro, casi toda la novela.

A veces se nos pega una canción que hacía mil que no escuchábamos y estamos todo el día, dale que dale, con el tema. Lo cantamos mientras limpiamos, o bajo la ducha. O repetimos, en voz alta, cosas que decía mi madre. La lentitud nos está transformando en Funes, el memorioso, de Jorge Luis.

Nos gusta bailar La javanaise, en la versión de Jane Birkin. La letra nos remonta a antiguas historias de amor. Sonreímos cómplices de nuestros secretos.

A la noche somos las más gourmets, cada vez se nos da mejor la cocina. Mientras nos tomamos un buen vino, se nos ocurre pensar que alguien nos cruzó en una caminata y le fue con el cuento a Serrat: que habían descubierto a alguien que un día fue feliz. Hasta le dijeron que tropezamos con un sueño y desde entonces no estuvimos para nada ni para nadie. Que nos pusimos a salvo de nuestras conciencias, que probamos nuevas sensaciones y que nos fueron de maravilla.

En una época en que el amor eterno está en jaque, el que siempre canta "mate" es el amor a sí mismo. @mundiario

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