Chile: ese exitoso modelo fallido de desarrollo

Sebastián Piñera asume presidencia de Chile. / RR SS.
Sebastián Piñera asume presidencia de Chile. / RR SS.

Cerca de cumplirse tres décadas de gobiernos democráticos en Chile, ¿qué balance ofrece esa exitosa nación? ¿Alguna lección para América Latina? ¿Alguna para España?

Chile: ese exitoso modelo fallido de desarrollo

Hace un par de meses, en ese flaco y alargado país que discurre a lo largo de cuatro mil trescientos kilómetros entre la Cordillera andina y el Océano Pacífico, Michelle Bachelet entregó el testigo presidencial a Sebastián Piñera. Se produjo así un nuevo cambio de gobierno en esa nación que vio nacer a dos premios Nobel de literatura, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, y que parió a aquellos músicos de tan bello y triste recuerdo: Violeta Parra y Víctor Jara. Un país que, lamentablemente, también está de actualidad por los abusos sexuales consentidos por la Iglesia chilena y denunciados por el Papa Francisco.

Han transcurrido casi treinta años desde que el dictador Pinochet dejó la presidencia en 1990, después de regir el país desde el golpe de Estado que encabezó en 1973 contra el experimento de “Socialismo en libertad” de Salvador Allende -aunque se mantuvo durante ocho años más como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y, hasta su muerte, como senador vitalicio-. ¿Qué resultados han conseguido los distintos gobiernos chilenos, casi todos formados por la Concertación de Partidos por la Democracia, tras tres décadas de libertades? ¿Qué balance dejan?

Si juzgásemos a Chile desde la visión económica predominante a mediados del siglo pasado, se estudiaría como un modelo exitoso de desarrollo. La economía creció de forma vigorosa durante el período democrático, situando a Chile como la nación de mayor renta per cápita de América Latina -más de 21 mil dólares en 2015, superando -por poco- a Uruguay y a Argentina. Chile mantiene además unas cuentas saneadas, con una deuda pública muy manejable -el 24% del PIB en 2017-; paga, por tanto, unos intereses mínimos por esa deuda -el 0,8% del PIB por su servicio, mientras que en España se nos va más del 2,5% por el mismo concepto-; muestra una inflación muy controlada, por debajo del 2% anual; y, en fin, presume de una clase empresarial satisfecha, con un presidente, Piñera, que forma parte de la élite económica del país -su fortuna supera los dos mil millones de dólares según FORBES -y que ostenta, por segunda vez en las últimas tres legislaturas, la más alta magistratura de la nación.

¡Lástima que estemos en el siglo XXI y que esos parámetros no nos sirvan ya para medir el desarrollo de una nación! Porque, por otro lado, Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Su índice de Gini supera el 0,50, frente al 0,41 de Uruguay o el 0,42 de Argentina -el 0,36 de España, y eso que somos el tercer país más desigual de la UE-. Los ingresos del decil más rico multiplican por 12 los del más pobre -9 veces en Uruguay, 7 en España, 4 en Noruega-. En honor a la verdad, es tal la voracidad de las élites chilenas que ni siquiera los tramos altos de la clase media escapan a sus peajes y consiguen llegar con comodidad a fin de mes. Los pagos que los chilenos afrontan por lo que debieran ser derechos universales, como la salud, la educación o una pensión digna, son desorbitados. Y es que el peso del sector privado en Chile se asemeja mucho más al de EEUU que al de Europa. Así, es el país con el mayor sistema de privatización de agua del mundo: el 96% de la población depende del suministro de agua de empresas privadas; y privado es su sistema de pensiones -si bien, ante su fracaso, el Estado ha garantizado los pagos a las capas más pobres-.

Para hacernos una idea: el gasto público en Chile asciende al 25% del PIB, por debajo del promedio de la región -y alejadísimo del 46% de la Unión Europea-; y la carga tributaria es sólo del 20,6% del PIB -mientras en la UE ronda el 40%-, con un predominio de impuestos indirectos, como el IVA. Y bien sabemos que una mayor igualdad no se consigue a través del libre mercado, sino que requiere de una voluntad política que la promueva; voluntad que ha sido muy escasa en este país sureño.

Si nos fijamos ahora en la sostenibilidad medioambiental, otro elemento para medir el desempeño de un país en el siglo XXI, Chile tampoco aprueba. La actividad económica se apoya en gran medida en industrias extractivas de minerales -como el cobre- y en la explotación de recursos naturales -exportación de vino, fruta, salmón…- y poco en sectores de media o alta tecnología. La inversión en investigación y desarrollo (I+D), es el 0,38% del PIB, la menor de los países de la OCDE, lo que dificulta ganar competitividad en productos de mayor tecnología y valor agregado. Recientemente se ha informado de que el 58% de las pesquerías del país están agotadas o sobreexplotadas y es conocida la alta polución en Santiago, la deforestación de los bosques nativos o la contaminación de aguas en zonas mineras.

Si nos detenemos en la calidad institucional y en la de sus políticas públicas, si bien esta nación goza de una aparato estatal sólido, con una economía sumergida que es la menor de América Latina, ha mostrado demasiados casos de corrupción en los últimos tiempos, salpicando tanto a políticos y parlamentarios del gobierno como de la oposición -si bien con distinta intensidad-. Y también sabemos que cuando se corrompe la clase política, las políticas públicas se sesgan hacia los intereses de las élites y grandes empresas.

Es cierto que en la última legislatura, Bachellet llevó a cabo una modesta reforma fiscal para mejorar la educación y financiar el acceso gratuito de la población de menores ingresos a la universidad, pero no se optó por una política universal de gratuidad en la enseñanza sufragada por impuestos suficientes, por lo que la clase media tiene que seguir costeando las elevadas las tasas académicas de las universidades públicas -con escasa financiación y por tanto muy caras- o de las privadas, en beneficio del exiguo número de familias propietarias de las mismas y de escuelas, sistemas de salud, hospitales, bancos, empresas y medios de comunicación.

En suma, si bien el exitoso modelo de desarrollo chileno aprueba en crecimiento económico, no lo hace ni en igualdad, ni en sostenibilidad ni en la gobernanza del país en favor de las mayorías; y tampoco en igualdad de género, como muestran la escasa representación política de las mujeres -15% de diputadas y senadoras en las elecciones de 2014 (si bien Bachellet formó gobiernos paritarios)-; los elevados niveles de violencia de género y la restrictiva ley para la interrupción voluntaria del embarazo, que sólo admite los tres supuestos tradicionales.

¿Qué impide que Chile avance hacia lo que entendemos en el siglo XXI por desarrollo sostenible -que tan bien condensa la Agenda 2030 aprobada en NNUU por todos los países del mundo-? Bueno, no en vano Milton Friedman, un gran defensor del liberalismo económico, inspiró el modelo en la época de Pinochet. Chile fue un alumno aventajado a la hora de privatizar, desregular y reducir el Estado social al mínimo. Y la herencia de la dictadura no ha dejado de estar presente a través de una derecha dura y bien organizada, acostumbrada a mandar y a despreciar pactos y consensos, y opuesta encarnizadamente a que los gobiernos centristas de la Concertación fueran demasiado lejos. Es una derecha que recuerda demasiado a la española, también heredera de otra dictadura. No es casualidad que ambos países estén en la cola de la igualdad en sus respectivos continentes, ni tampoco que el Estado chileno muestre tan escasa capacidad negociadora respecto a retos esenciales en su construcción nacional, como la relación con el pueblo mapuche. Los partidos de la Concertación no se atrevieron a romper resueltamente amarras con ese modelo heredado -del que forma parte un influyente poder de la Iglesia- aunque, a través de políticas asistenciales, lograron reducir notablemente la pobreza. En estas circunstancias, la aparición de un Frente Amplio a la izquierda de los partidos de la Concertación, que alcanzó un 20% por ciento de votos y 20 diputados en las últimas elecciones, no puede extrañar a nadie -y recuerda la de Podemos en España.

Y así va esta nación, como aquellos futbolistas de hace un siglo, con una pierna derecha musculosa y robusta y una izquierda enclenque y raquítica. ¿Alguna lección para Piñera, para el resto de América Latina e incluso para España? Pues esta: que hay que fortalecer las dos extremidades, la económica por un lado, pero también la social, la de género, la ambiental y la institucional. Se camina de forma más equilibrada y se llega mucho más lejos y con más contento. @mundiario

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