¿Qué, de bueno, podría dejarnos la Covid-19?

Un coche de la Policía Nacional. / Mundiario
Policía Nacional. / Mundiario

Lo malo del coronavirus ya lo conocemos y lo padecemos. Pero la pandemia podría dejarnos también unas cuantas cosas positivas.

¿Qué, de bueno, podría dejarnos la Covid-19?

Comencemos por lo de cada cual. Seguramente nunca habíamos tenido el piso o el apartamento tan limpio, ni los libros y papeles tan ordenados, ni habíamos llevado a cabo una limpieza tan a fondo de las fotos del móvil. Tampoco habíamos practicado yoga, ni nos habíamos atrevido con el marmitako o con la purrusalda, ni habíamos hincado el diente a algunas novelas o ensayos que aguardaban su turno desde hacía lustros. Y, sobre todo, nunca habíamos estado en contacto tan estrecho, a través del teléfono, el WhatsApp, el correo electrónico o las redes sociales, con nuestras amistades más queridas, ni habíamos intimado tanto, a través de ventanas, patios y azoteas, con nuestros vecinos/as. El confinamiento habrá servido también para poner las cosas en su sitio a parejas mal avenidas; las afortunadas se habrán arreglado y otras, lamentablemente, habrán confirmado que lo suyo no tenía arreglo.

Pasemos ahora a lo colectivo. Nunca se había visto tanta solidaridad junta, al menos desde los tiempos del antifranquismo, cuando no poca gente te abría el portal para que escaparas de los palos de los grises después de las manifestaciones. Los aplausos al personal sanitario desde ventanas y balcones conmueven y ponen la carne de gallina. La labor de la Policía, la Benemérita y el Ejército, prestando servicios públicos como desinfectar residencias de ancianos, controlar desplazamientos innecesarios para evitar contagios o, incluso, repartir flores del Jardín Botánico por los hospitales de Madrid, es encomiable –¡quién me iba a decir a mí que algún día escribiría a favor de estas instituciones!–. Tampoco se había visto tanta variedad de creaciones compartidas en las redes sociales para facilitar la vida a los demás: recetas, tablas de gimnasia, conciertos, servicios médicos o psicológicos gratuitos, escenas con momentos familiares simpáticos, reflexiones profundas... El ingenio y solidaridad que el común de las gentes derrocha en estas semanas es increíble.

Pero hay más: cuando esto acabe, el mundo será mejor. Es cierto que los humanos somos tierra fértil para el olvido, por lo que no hay que pecar de optimismo. Por desgracia, necesitaremos más crisis, en forma de pandemias o manifestaciones tremendas del cambio climático -sequías prolongadas, incendios pavorosos, huracanes de mayor intensidad que nunca…- para entender los mensajes que nos manda la naturaleza y los límites que los humanos deberíamos imponernos en nuestra relación con ella. Somos duros de mollera, acostumbrados -y me refiero ahora a las clases medias- a tener casi de todo, comenzando por el coche propio, al que identificamos como símbolo supremo de nuestra libertad. No será fácil que nos contengamos en nuestro modo de vivir ni, por tanto, que exijamos a los poderes públicos las medidas necesarias e impostergables ante la que se nos viene encima.

Por si fuera poco, nuestras costumbres nos convierten en “carne de cañón” para que otros humanos, desalmados y avariciosos, nos mantengan agarrados por el pescuezo y entontecidos a cambio de unas cuantas baratijas. Sí, me refiero a los multimillonarios que se enriquecen gracias a las industrias contaminantes, a los manejos de la gran banca, a la venta de armas, el tráfico de mujeres, de órganos, de especies protegidas…, personajes bien organizados en lobbies petroleros, en el famoso complejo militar-industrial norteamericano, en organizaciones mafiosas… y con gran poder económico y mediático. Necesitaremos algo más que la Covid-19 para decir “basta ya”, poner en su sitio a estos individuos y sus empresas tóxicas y liberarnos de la apropiación privada de la cosa pública.

Sin embargo, aunque nuestras vidas se mantendrán tan alocadas como siempre, aunque seguiremos con un sistema que chirría como un carro desvencijado apoyado en ejes sin engrasar, algunas cosas mejorarán cuando este trastorno finalice. Es muy improbable que la población vuelva a permitir recortes en servicios públicos esenciales y no exija mejoras en el sistema de salud, en el educativo -incluyendo la digitalización casera- o en la investigación científica; o que se desentienda de las condiciones de vida de nuestros abuelos en las residencias y del necesario control público sobre su funcionamiento; o que determinados debates sobre temas primarios, como el de si todo ciudadano/a debe contar o no con unos recursos mínimos con independencia de su situación laboral -lo que se ha llamado “renta básica universal”-, salten desde los círculos académicos hasta la sociedad, el Congreso y el BOE.

Todo lo anterior puede resumirse en que habrá una exigencia ineludible de mejorar las cuatro patas del estado de bienestar: salud, educación, protección social y dependencia, a lo que podríamos añadir la vivienda -entre otras cosas, para que cuando haya que quedarse en casa todo el mundo tenga una-. Y sí, se necesitarán dos cosas más: reforzar la cooperación internacional, entre otras razones, porque hemos comprobado una vez más que las pandemias no conocen fronteras; y que quienes tienen más, contribuyan más a través de sus impuestos. Pero no “un poquito” más. Puede sonar descabellada la propuesta del famoso economista Piketty de gravar con el 90% la riqueza de quienes poseen más de mil millones de euros, pero mucho más extravagante es el hecho de que tantas fortunas y tantas grandes empresas apenas paguen nada. Recordemos que en España el sector público recauda un 8% del PIB menos que en la eurozona, lo que equivale a cien mil millones de euros menos de lo que debería ingresar. Imaginen lo que podría financiarse con esos recursos adicionales.

Quedarán otros asuntos esenciales pendientes, y ojalá que el cambio climático no sea uno de ellos, pues hipoteca todos los futuros. La “Cumbre de la Tierra sobre el Medio Ambiente y el Clima” celebrada en Río de Janeiro en 1992, ya había afirmado la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero pero, veintiocho años después, las emisiones siguen aumentando -con el breve respiro que supondrá el parón económico producido por el corona virus-. Al contrario que la curva de contagios de la Covid-19, la “curva de emisiones” todavía no se ha aplanado. Y quedan otros cuantos retos no menores, como mermar el poder de la gran banca, suprimir de una vez los arsenales atómicos, controlar la producción de armas convencionales y regular los movimientos migratorios. Pero no hay que desesperar: ¿quién nos dice que una vez que nos pongamos a resolver los desnudos que ha dejado al descubierto la crisis de la Covid-19 no nos dará por seguir arreglando los demás? @mundiario

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