¡MATAR AL DEMONIO!

Y mientras él hablaba y ella fingía escuchar, le asaltó la idea de matarle

Helena Cosano retratada por J.M. Plaza para "Almas Brujas"
Helena Cosano, retratada por J.M. Plaza para el libro Almas Brujas.

La pasión no es amor, la pasión adora y mata a un dios inventado, la pasión es un infierno solitario en un mundo paralelo, la pasión es locura, posesión...

Y mientras él hablaba y ella fingía escuchar, le asaltó la idea de matarle

ANITA  POSEÍDA

 

A los cuarenta años, Anita tenía un encanto misterioso, a la vez sencillo y altivo, sobrio y sensual, y una belleza dura, hiriente.

Se olía el éxito a su alrededor como un perfume demasiado denso, todos se le acercaban con un respeto reverencial.

Su vida era de nuevo una rutina armoniosa, ya no comprendía las locas angustias del pasado. Jugaba, actuaba. Actuaba con el pequeño círculo elegante que frecuentaba sus fiestas, actuaba con su marido que no perdía nada de su sentido del humor y con su amante siempre tan serio, y cuando estaba sola, seguía actuando, jugando a creer que era tal y como fingía ser, tal y como la veía el grupo embelesado de sus admiradores, y se sentía desdoblada, multiplicada, como si viviera a la vez millares de vidas imaginarias, y todas esas vidas imaginarias, que ella inventaba por placer y que florecían exuberantemente en la consciencia de los demás, todas esas vidas le parecían iluminar la suya propia, su vida real y verdadera, de una infinidad de perspectivas y enriquecer su persona de una sutil paleta de posibilidades.

Jugaba, actuaba, y en ese mundo ficticio, movedizo, de rostros y roles, el único punto fijo, era él.

Él la había acompañado siempre, en sus proyectos, en sus recuerdos, había resistido mágicamente a la erosión del tiempo, él era su testigo, su reflejo, su memoria, su amor, le consideraba la única parte sincera de sí misma, la única que no actuaba, era su imagen verdadera, su alma, y ella podía mirarse en él como en un espejo, podía estar tan orgullosa de él como de sí misma, y amándole, se amaba a sí misma, y su imagen reflejaba su pasión, y el reflejo la multiplicaba, y la pasión gozaba de sí misma, y el gozo se amplificaba en la infinidad de las imágenes reflejadas.

A los cuarenta y cinco años, Anita se aburría de nuevo.

Comprendía que su mundo era estrecho y falso, que no había realizado ninguna gran obra de la que estar orgullosa, que el tiempo pasaba, que no amaba realmente a nadie más que a sí misma; le aburrían su marido y su amante, y todos los supuestos amigos que la rodeaban, le aburrían sus roles y sus múltiples caras, y había olvidado por qué antes se sentía tan orgullosa de sí misma; el tiempo pasaba, sólo sentía el angustioso vacío de antaño y nuevas ansias de sinceridad.

Se seguían viendo, pero Anita comprendía que la mirada de él ya era dulce, incondicionalmente dulce, y añoraba el misterioso poder que tenía de turbarla.

Le parecían monótonos sus trajes de sastre y sus zapatos lustrosos, y sus cabellos impecablemente en orden, y su mirada respetuosa y tímida, y sus labios delicados, y su forma de conversar.

Era insignificante. Aburrido. Empezó a pensar que se veían con demasiada frecuencia, pero la verdad es que en su vida no había nada mejor que hacer, sólo podía elegir entre diferentes tipos de soledad, de aburrimiento, de mentira.

Se seguían viendo, mucho, demasiado, y cada vez le aburría más.

Él seguía hablando con soltura sobre todo sin hablar de nada, y su conversación se deslizaba elegantemente sobre todo sin nunca detenerse en nada, sin más ironía de la correcta, sin más profundidad que la que queda bien, con la obligada originalidad y sin una sombra de sinceridad.

Anita comprendió que nunca se habían dicho nada, que jamás se dirían nada, que no tenían absolutamente nada que decirse y que su conversación se deslizaría siempre así, siempre igual, por mucho que pasara el tiempo y el cuerpo perdiera su belleza y la muerte se acercara, y sintió odio hacia ese torrente eterno de palabras vacías, sintió odio hacia él por llevar esas corbatas falsamente originales y esos trajes de sastre y esos zapatos siempre tan bien lustrados, y por mirarla tan dulcemente, con tan incondicional obediencia, embelesado, embobado, como si la quisiera de verdad, cuando todo esto era una gran mentira, y le odió por ese olor en otra época sensual, esa fragancia a colonia y a tabaco de pipa, ese olor se le pegaba al cuerpo y la despertaba de sus sueños, lo olía hasta en sus pesadillas, un olor banal, monótono, empalagoso, estúpido, como él, un olor que le recordaba constantemente de qué aplastante banalidad había surgido esa excelsa y devoradora pasión, esa pasión que la hacía deambular de noche y escribir frenéticamente durante el día, destructiva, creadora, esa pasión que ella había venerado y temido y odiado hasta la locura.

Él había despertado esa gran pasión, y él le parecía banal, y esa banalidad la humillaba.

Claramente, él no era nada...

Anita le había hecho grande, ella se había inventado esa grandeza. Le había considerado su testigo, su reflejo, su esencia, su alma, había llegado a conocer las infinitas voluptuosidades de un narcisismo perverso, y ahora, ahora que le aburría, comprendía que él no era nadie, que nunca lo había sido, que ella se había inventado toda esa grandeza para poder gozar de una pasión a su medida.

No, no era nadie. No existía. Ella le había creado. Se lo había inventado, un día, de puro aburrimiento. Mientras soñaba despierta, se lo había ido inventando, lo había construido poco a poco, hasta hacerlo real.

Y él no era nada más que eso: un pobre fantasma tejido de aburrimiento, el producto, algo rebelde y finalmente muy imperfecto, de una máquina cerebral poderosa y desquiciada.

Y entonces, una tarde, en la sala de estar, mientras él hablaba y hablaba y Anita fingía escuchar, le asaltó la idea de matarle.

Se seguían viendo mucho, muchísimo, pero a Anita ya no le parecía demasiado. Ahora le trataba con un cariño especial, tierno, nostálgico, como un adiós. Contemplaba su asesinato como un hecho ya cumplido, una fatalidad irreversible, y ahora casi añoraba a su pobre víctima, esa pobre marioneta que charlaba tan ingenuamente de su hija actriz o de la lluvia en París, tan dócilmente, modélico en el arte de conversar, con esa pedantería infantil, conmovedora, sí, ahora le escuchaba con nostalgia, y se prometió ofrecerle una muerte grandiosa.

Pensó, pensó...

Pensó que no le odiaba. Se odiaba a sí misma. A él le amaba, a su manera. Sólo quería liberarse. Sólo sabía liberarse así.

Pensó que toda pasión es una aventura imaginaria que consume su objeto, porque no sabe vivir con él, no puede vivir sin él, y el objeto es inventado por la mente, y lo que la mente crea, la mente es libre de destruir. La pasión no es amor, la pasión adora y mata a un dios inventado, la pasión es un infierno solitario en un mundo paralelo, la pasión es locura, posesión.

Anita imaginó cientos de escenas con diversos grados de crueldad, más o menos espectaculares, más o menos refinadas, pero nada le parecía digno de todo lo que había sentido por él.

Hasta que una mañana, muy tempranito, estando en casa de él, Anita oyó un chapoteo familiar en la bañera.

Se sobresaltó. En un instante revivió toda su vida de imágenes y sentimientos inventados, esto ya lo había hecho, ya lo había vivido... Se levantó, entró en el cuarto de baño. ¡Ahí estaba él! Jugando con el agua como un niño grande y feo. Esa imagen ya la había visto. Era la imagen de sus pesadillas, había resonado mucho tiempo en su cabeza, ese alarido sordo y estridente, animal, liberador...

Apuñalarle. Sí, apuñalarle, una y otra vez, sistemáticamente, mirándole a los ojos, la sangre, las carcajadas, el grito. Matar al demonio. Anita salió suavemente del cuarto de baño, fue a la cocina, eligió minuciosamente el cuchillo más hermoso, el más grande y afilado. Volvió al cuarto de baño. Le estallaba de euforia la cabeza, le entrevió como en una nube, estaba chapoteando en la bañera, canturreaba algo...

Antes de apuñalarle, Anita le contempló con un cariño especial, y lamentó no haber tenido hijos.

Anita nunca salía tan temprano. El aire era frío, la luz temblaba. El sol se estaba levantando, la bruma blanca traía fragancias lejanas. El viento helado la abofeteó, y le pareció que se acababa de despertar, después de una noche muy, muy larga... Escuchó el silencio. El tiempo latía suavemente, suavemente... Cada instante se desplegaba en su desgarradora soledad. Las calles estaban vacías; el aire frío tenía un azul intenso. Resbaló en un charco, vio brillar las gotas de agua como espejos al sol. Pasó delante de los espejos de un escaparate; lentamente, para observarse pasar. Tenía una silueta alegre y fina, flexible y esbelta. Se acercó para mirarse mejor:

A los cuarenta y cinco años, Anita tenía largos cabellos cobrizos, la nariz pequeña, algunas pecas.
Se sentía vacía, y muy, muy, ligera... El sol ya brillaba en el cielo. Le miró descaradamente a los ojos, y rompió a reír. www.helenacosano.es @HelenaCosano

Fragmento del relato “Anita Poseída”, del libro Almas Brujas. Enlace para su compra electrónica: http://www.amazon.es/Almas-brujas-Edici%C3%B3n-ilustrada-Narrativa/dp/8415916167/ref=sr_1_3?s=books&ie=UTF8&qid=1390850372&sr=1-3&keywords=helena+cosano

 

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