Volver no es solo la letra de un tango

Nostalgia de la Antártida. / Mundiario
Nostalgia de la Antártida. / Mundiario

Fortalecido por la experiencia: en verdad la Antártida me ha regalado un hermoso viaje.

Volver no es solo la letra de un tango

Ya en casa, después de una larga ausencia, echo la vista atrás y contemplo la infinidad de vivencias y recuerdos acumulados en estos cinco meses: necesitaré años para metabolizar este tesoro. En verdad ha sido un hermoso y fructífero viaje, como deseaba Cavafis a UIises: no encuentro fea ni pobre mi pequeña Ítaca, sigue cálida y acogedora; y Nala, la mastina que dejé siendo apenas un cachorro, me ha reconocido de inmediato, y me ha babado de besos desde el tobillo a la nariz.

Me acogen con abrazos emocionados mis hijas, amigos y amigas, reunidos para celebrar el regreso; besos y lágrimas que recibo agradecido, y aún más emocionado: el mérito no es del que se va y regresa. Es preciso tener más valor para quedarse. Pero unos somos agua y otros cauce; unos viento y otros, árboles de raíces firmes, firmes para el abrazo.

Amigos y amigas para quienes volver no es la letra de un tango. Hace cuarenta años —se dice pronto— que estamos juntos: José Carlos, Chis, Mikel, Elena… hace cuarenta años que nos reconocemos en la mirada. Otros fueron llegando a mi vida y quedándose cerca: Paz, Irene, Anxo, Isabel, Pablo, Chus, Dina, Manuel, Paulino, Uqui… cuando hablo de ellos en Buenos Aires, Viviana y Ricardo quieren conocerlos de inmediato; y sé que cuando vengan a Galicia se sentirán en casa, como me han hecho sentir a mí, vistiendo el pijama y las zapatillas de Ric Montalbano.

Vino a la fiesta de bienvenida alguien más, que he dejado adrede para el final, el más antártico de todos mis amigos, el marinero que me asistió, ayudó y apoyó como un hermano, hace treinta años, en mi primer viaje, a bordo del Pescapuerta IV: José Luis Lorenzo Colón. Él es quien debiera haber ido a la Antártida en mi lugar: marinero, buceador, excelente fotógrafo, naturalista autodidacta, Colón es nuestro Cousteau, nuestro Rodríguez de la Fuente. Yo miro a las ballenas acodado en la borda del Hespérides y veo pasar los skúas y los petreles: Colón conversa con ellos en su propio idioma.

Aporté a la fiesta —imposible corresponder a tanta generosidad— la nueva edición de Viaje a los mares de la Antártida (editorial Paradiso_Gutemberg), que relata la Primera Expedición Científica Española a la Antártida, la de 1986/87, aquella en la que Colón me enseñó a mirar los icebergs y a escuchar el canto de las ballenas. Suyas son las fotografías que ilustran el libro, y suyas son las primeras lecciones de verdadera pasión por la Naturaleza que escuché en tan lejano viaje. En esta segunda expedición a la Antártida, he tenido la suerte de convivir con destacados científicos, investigadores de referencia en biología, ecología, glaciología, sismología, vulcanismo, magnetismo, batimetría y otras disciplinas. Con ellos he aprendido muchas cosas, han sido muy generosos enseñando, explicándome cada detalle con paciencia didáctica, haciendo pedagogía científica, tan necesaria como elemental. Ninguno, sin embargo, lo hizo con la modestia y la sencillez de Colón. En las altas cumbres de la Ciencia y de la Academia ni son todos los que están ni están todos los que son.

Por suerte para mí, conocí a Colón hace treinta años y desde entonces navegamos juntos —y ya corrimos más de una juerga con Os Viaxeiros da Luz y As Viaxeiras da Lúa, dos series de tv que sin este marinero de Cangas hubieran sido bien distintas. Ahora que regreso, cargado de notas, fotos, experiencias y aprendizajes, quisiera simbolizar en él el valor del trabajo callado, de los que están en segunda línea y molestan poco, de los anónimos imprescindibles.

Colón es uno de ellos. También he conocido a otros durante esta navegación a bordo del buque oceanográfico Sarmiento de Gamboa, en el que viajé desde Vigo hasta Isla Decepción; y en el Hespérides, que me paseó por la costa de la Península Antártica y me depositó suavemente en el puerto de Ushuaia, donde hace tres décadas compartí con Colón una centolla en el Tante Elvira.

Volver. He vuelto al mismo restaurante; cambió de sitio y ahora se llama Tía Elvira, pera los dueños y el ambiente familiar siguen siendo iguales. Me saluda afectuosa la dueña, Edith, y las mozas (las camareras, en argentino) escuchan nuestra conversación ojipláticas: sus piercings y peinados les delatan, ninguna había nacido en 1986. Cinco compañeros de expedición, marineros del Hespérides —que través del ventanal vemos amarrado al muelle—, me invitan a compartir su mesa, detalle que agradezco. Pero entienden que no estoy solo: he venido a cenar conmigo hace treinta años.

Nos sentamos los dos, el Valentín de 1986 y el de 2017, y compartimos centolla y tres cuartos de tinto torrontés, la misma variedad que antaño. Lucy, la moza que descorcha el vino, cuenta orgullosa: “Mi bisabuelo fue el primer argentino en ir a la Antártida”. Me da su Facebook, le doy el mío, y antes de acabar la cena, un mensaje confirma una cita con su abuelo en Buenos Aires para conocer, de primera mano, la historia del alférez Sobral, el primer argentino que pisó la Antártida. Sobral, el único argentino miembro de la expedición de Otto Nordenskjöld (1901-1904), sobrevivió al naufragio comiendo bocadillos de sangre de foca y pechitos de pingüino; un héroe al que su país no ha hecho todo el caso que se merece. Suele ocurrir. A la hora de los brindis, se sientan a la mesa, con el Valentín de 1986 y conmigo, el alférez Sobral y José Luis Lorenzo Colón, y los cuatro brindamos por la Antártida pura y dura, sin protocolos ni miramientos.

La conversación fluye entre nosotros, regada por el vino de Mendoza, como un encuentro de viejos amigos: los iguales se reconocen, Sobral y Colón podrían sobrevivir a un invierno en Isla Snow, entre pingüinos; y en cuanto al joven de 1986 que brinda conmigo, reconozco su mirada, sus deseos y sus miedos, al otro lado del espejo. Los dos sabemos que es nuestra última noche en Ushuaia. Al amanecer, me acompaña hasta Buenos Aires, y se queda allí bailando tango y milonga, mientras yo emprendo este regreso a casa, donde me aguarda el heroísmo de los que esperan, los árboles de hondas raíces a los que abrazarme.

Este regreso dulce, fortalecido por la experiencia: en verdad la Antártida me ha regalado un hermoso viaje.

[Aquí concluyen estas crónicas antárticas —si el relato os ha gustado, ¡hacédselo saber a la Reina de Corazones, para que no me corten la cabeza!—; pero si gustáis, la conversación prosigue en el blog www.horizonteantartida.com ]. @ValentínCarrera

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