Verde vejez

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Un anciano. / Mundiario
Cuando los calendarios se suceden sin que nos demos cuenta, un día nos sorprende que nos traten de usted, que nos cedan un lugar, que nos sintamos cómodos con la lentitud o que ya no nos atraiga el vértigo.

“Verte vieillesse” es el nombre de un libro que me compré en una  feria en Madrid, hace años. Lo elegí por su encuadernación, para que luciera en mi biblioteca. Con el tiempo, le presté atención: su autor es el Profesor A. Lacassagne, de la Academia de Medicina de Francia. Se terminó de imprimir en 1924. Habla sobre los viejos, su fisiología, anatomía y psicología. Me gustó su concepto de verde, tratándose de vejez: se refiere a la savia nueva y joven que aún corre por sus venas.

Cuando los calendarios se suceden sin que nos demos cuenta, un día nos sorprende que nos traten de usted, que nos cedan un lugar, que nos sintamos cómodos con la lentitud, que ya no nos atraiga el vértigo, que nuestra piel no luzca el brillo que tenía y el pelo haya pasado de ser castaño para transformarse en un platinado natural. Ni hablar de las arrugas que se instalan en los lugares más insólitos.

Pero eso pasa por fuera, dentro vive el mismo ser de hace décadas. Lo que le pasa a nuestro cuerpo es como si le ocurriera a otro. Igual que la noción de muerte, tan ajena, tan de los demás. Quizá sea la prueba fehaciente de que “eso que habita en nosotros” es eterno.

Y se extiende hasta a los recuerdos. Me pasa con frecuencia cruzarme por la calle con alguien a quien no veo hace mucho tiempo. Cuando estoy a punto de acercarme para saludarlo, caigo en la cuenta de que es imposible que sea esa persona, porque debería tener mi edad, sin embargo la que estoy viendo no tiene más de veinticinco o treinta. Es que así está en mi memoria y mi conciencia anula el efecto de los años.

Yo también me recuerdo joven

Yo también me recuerdo joven y a veces el espejo me devuelve una imagen que desconozco. Corro, hago actividad física, subo, bajo escaleras y el cansancio me sorprende. No lo entiendo. Pienso en cualquier causa menos en que ya no tengo la misma edad que hace veinte.

A veces me divierto observando en un bar a un hombre joven con la misma mirada de cuando yo tenía su edad. Me burlo diciéndome: “¡Pero si puede ser tu hijo!” Es que la que lo mira es la de adentro. Por suerte él no la ve, porque está mirando a la de afuera. Eso me salva de hacer un papelón.

Cuando una es joven no piensa en que este desdoblamiento pueda ocurrir. Miramos a las personas mayores y creemos que son viejos por todos lados. Es cierto que el avance de la tecnología nos hizo una jugarreta difícil de eludir a los baby boomers. Cuando no entendemos a los youtubers, no tenemos idea de cómo hacer un Tik Tok, no nos reímos con un meme, no cazamos una con la terminología de las nuevas generaciones, “la de adentro” se desorienta, se siente incómoda sin explicarse qué le está pasando. Ella siempre tan rápida para estar al día, tan ágil con el humor, tan lista, tan witty, dirían los ingleses, y ahora parece tonta.

Para los jóvenes es normal que nos pase esto. Es coherente con el paso de los años. Incluso muchos, después de los sesenta o setenta, renuncian a ponerse al día con la informática que se hizo indispensable en la pandemia, y para las cosas más elementales recurren a sus hijos o a sus nietos.

Una reunión con ex compañeros del colegio después de cuatro décadas de egresados suele ser un bajón. Verse en el espejo de quienes han envejecido cruelmente da rechazo. No queremos pertenecer a ese grupo. Ya se sabe que lo que más nos molesta en los demás es ver en ellos nuestros propios errores, fallas o deterioro. Encontrarnos con la caparazón envejecida de alguien que tiene nuestros mismos años nos hace tomar conciencia de una realidad que nuestro habitante interior la vive como ajena. Y, según la vida que hayan tenido, su profesión o su actividad, a veces también hay una distancia infinita entre los que viven dentro de la carcaza. 

Sin embargo, para el habitante interior, siempre hay una savia verde que circula por su espíritu. Cuando está solo y no tiene que relacionarse con jóvenes o con contemporáneos más actualizados, su sensibilidad de antaño se mantiene intacta. 

Las personas mayores necesitan estar sola

Por eso las personas mayores necesitan estar solas, después de unas horas de vida social o familiar no hay mayor placer que volver a casa, a encontrarse con los recuerdos, a tener libertad para interpretar todo como se les da la gana, a estar con su yo infantil.

Esa soledad a veces se extiende hasta cuando están con gente. El arma más infalible para lograrlo es el monólogo. Toman la palabra, hablan de su pasado con lujo de detalles, dan sermones, tienen claro lo que hay que hacer, se resisten a aprender algo nuevo. No les importa aburrir y que los demás los escuchen sólo por respeto. El objetivo de no tener que compartir está cumplido. 

Si la audición se ha deteriorado, como suele ocurrir después de los sesenta, esta característica se agudiza. Para escuchar a los demás tienen que prestar tanta atención que la fatiga los aísla. Hablan todo el tiempo ellos, y les dejan al otro la agotadora tarea de escuchar. Justo en esta época en la que es muy raro que dos personas dialoguen.

El pronombre Yo se pone delante, sigue la oración relacionada con ese pronombre, el otro responde con otro Yo y así se da un ping-pong de palabras que los hace creer que estuvieron conversando, cuando en realidad cada uno habló de sí mismo. 

Después, llegan a su casa y su mujer les pregunta: “¿Y?, como estaba fulanito, qué cuenta?” “Y… yo le dije que, yo le dije que…”, y del otro no tienen ni idea. Pasa hasta con las visitas médicas. El paciente habla y habla y no escucha al profesional. Se va con la receta, compra los medicamentos y solucionado el problema. 

El erotismo en la edad avanzada

Con respecto al erotismo en la edad avanzada, hay una diferencia notable entre el hombre y la mujer. El hombre ha basado toda su masculinidad en el sexo, y cuando siente que se va apagando, su habitante interior se resiste de tal manera que llega a tener actitudes rechazables, e incluso delictivas. 

Hace unos meses, una empleada me dijo que no podía venir a trabajar ese día porque tenía que sacar al abuelo de la cárcel. Quise saber qué había pasado, de qué lo acusaban. Dijo que había sido una injusticia, que su pobre y anciano abuelo de ochenta y cinco años se ganaba unos pesos cuidando autos en un estacionamiento y una adolescente de dieciséis que siempre conversaba con él porque le daba mucha ternura, lo denunció porque había abusado de ella. Le había abierto la camisa no sé con qué excusa y la había tocado. Mi empleada aseguraba que eran mentiras de la chica, imposible que su abuelito que jamás había tenido ese tipo de conducta con ninguna de sus nietas, hubiese hecho eso. Yo, sin embargo, estoy segura de que el viejo se sobrepasó.

Muchos de mis pacientes mayores, se ponen monotemáticos con su supuesta virilidad, dicen piropos fuera de lugar, pierden el filtro. Tengo uno, con nostalgias de galán, de quien conozco a su mujer porque lo ha acompañado varias veces, que cuando viene solo, insiste en invitarme a almorzar e incluso, intentó darme “un pico” —beso de esos que tocan y se van — como una gracia, amistosamente, cuando me acerqué para saludarlo. Esa conducta no habría sido la suya hace veinte años cuando no tenía nada que demostrar. Necesitan hacer creer que todavía están en carrera, única forma de mantenerse vivos. No han sabido desarrollar otros atractivos. No como Pierre, un francés nonagenario que venía con unas gorras con visera encantadoras y mochila de adolescente. Teníamos las charlas más divertidas y enriquecedoras donde la edad no existía.

U Horacio, un escritor de la generación de Borges, que me llevaba a almorzar con sus “amigotes”, me dedicó poemas y un día me dijo: “lástima que no  tengas mi edad”. En lugar de querer él tener la mía, que me llevaba cuarenta años. En los casos de los viejos sexópatas, el adjetivo del título de mi libro antiguo: “Verte vieillesse” tendría otra acepción: verde, de viejo verde. 

Esto se agrava cuando han ejercido desde su juventud un humor machista enfocado en el sexo. No se enteran de que los códigos han cambiado, de que hay cosas que se decían que ya no son aceptables, e insisten porque divirtieron mucho a sus amigos en su momento con esas ocurrencias, y las mujeres se las tolerábamos. Hoy los escucho y siento un abuso intolerable. 

Las mujeres que creen que su seducción tiene que seguir pasando por su atractivo hormonal, optan por las cirugías. Lucen escotes exagerados, pechos ridículamente firmes y enormes, bajo una piel del cuello que las delata. Labios inflados y supuestamente sexys que ya ni las dejan sonreír, párpados abiertos que no pueden cerrar, y piel estirada hasta la transparencia. Los cirujanos tienen tan poca creatividad que las sacan a todas parecidas. No se dan cuenta de que ese tipo de estética delata su edad. Porque nada reemplaza a la espontaneidad y los movimientos auténticamente jóvenes. Tan atractivas que son esas señoras finas, que llevan sus años con dignidad.

Si bien no es la mejor elección la de pretender eternizar la juventud artificialmente, no las incluiría en el concepto de “viejas verdes”. Ese galardón es exclusivo del género masculino. Sin embargo, la vejez puede ser encantadora. Hay viejos sabios, que saben escuchar, respetan sus tiempos, están orgullosos de lo vivido y siguen jugando. Uno que conozco se disfrazó de anciano al cumplir noventa porque el que habita dentro de él siempre será joven.

Para todos ellos: hoy, en Argentina, ¡feliz día del niño! @mundiario

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