La verdad construida

Pantallas de televisión.
Pantallas de televisión.
La sobreabundancia de noticias, de reflexiones, de tesis, de fotos, de vídeos, han derivado como una cicuta hacia el negocio que crea fortunas e infortunios, más allá del prestigio académico.

El tiempo es el mismo y ninguno ha de desperdiciarse en pensamientos o acciones banales, intrascendentes. La vida se desborda inundada en vacuidades entre restos de naufragios individuales y colectivos. Las tempestades se vomitan en las redes con pretensiones indeterminadas. El refugio casi no existe. Es el aislamiento, la inconcordancia con el aquí y el ahora y sus demandas agresivas, incomprensibles en lo humano, impuestas por la voracidad económica del consumo compulsivo, incluso de información.

 El único tiempo que no existe es el que permite reflexionar, valorar, contrastar, conocer, detenerse en plena marcha de lo global impuesto. Las circunstancias de Ortega y Gasset nos establecen en lo mucho, en lo inabarcable, en lo incomprensible, en aquello que nos hace víctimas sin remedio de nosotros mismos y de una sociedad cuyo salón de baile admite a todos pero nos deslegitima como cultura diferencial y reconocedora. En general, somos ambición insaciable.

 Nada ocurre mientras todo ocurre. Los acontecimientos se imponen y se sobreponen, con su proximidad o su inabarcable distancia -pienso en Afganistán-. Todo se produce con una cadencia fluida indigerible. Las tumbas se apresan en sus propios cadáveres, disimulan su avidez de desgracias. Como seres pandémicos siquiera podemos abrazarnos, consolarnos, disfrutarnos en la consciencia de ser humanos antes de tornar a ser polvo de estrellas. La identidad se adquiere en la esquela, la notoriedad en cualquier instante desprevenido. Lo cierto se diluye en lo incierto.

 Antes, las preguntas antes se pensaban durante siglos. Se enquistaban como dudas eternas. Cada era encontraba las respuestas apropiadas al momento. Ahora, las ideaciones se han vuelto instantáneas, múltiples, desconsoladoras, inoportunas. Todo llega a deshora, con el retardo propio de una aparente idiocia colectiva, capaz de asumir en segundos las mentiras más despiadadas o las verdades menos confesables, incluso las construidas con propósitos indeterminados. El yo, yo, yo, el egotismo, esa suerte del aquí y ahora, al precio que fuere, ha adquirido el tamaño del mundo, de ese escaparate dispuesto a simular que todo es admisible con tal de pagar un teléfono móvil o encontrar una perspectiva circunstancial y disoluble en el aire.

Siquiera esperamos a la muerte. Nos corrompemos vivos. Aceptamos dádivas que sabemos tan falsas como un futuro de eternidad y belleza, de placer perpetuo, de ídolos falsos disfrazados de estéticas cirugías y tarros de pomadas, obra de prestidigitadores de lo físico y de los publicitario y comercial. Consumir hasta fenecer, hasta desaparecer aparentando ser bellos y permanecer así dignos ante las pantallas. Nos elevamos a nosotros mismos en los templos de la notoriedad y la destemplanza, nos auto ofrendamos y obviamos lo que en verdad nos hace dignos de ser, incluidas las arrugas. Distraemos con ello la aspiración digna a la felicidad colectiva, a la del otro y a la verdad.

 Los interrogantes esenciales permanecen incólumes, su esencia, su sentido, ha devanado sesos durante miles de años sin que la especie teóricamente racional haya sido capaz de concluir mucha más de “solo sé que no sé nada”. La sobreabundancia de noticias, de reflexiones, de tesis, de fotos, de vídeos, han derivado como una cicuta hacia el negocio que crea fortunas e infortunios, más allá del prestigio académico.

Somos seres instantáneos que renuncian a lo esencial. Nunca antes se mintió tanto, ni con el excesivo descaro de este ahora desprovisto de valores referenciales. Los otros nos condicionan en la exigencia de un éxito que obvia nuestra naturaleza humana, esa que nos hizo crear la cultura y las religiones como esperanza. Allá el que no crea en lo que digo. Lo mejor sería estar equivocado. Esta es mi verdad y así la proclamo. @mundiario

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