El veraneo se vuelve una forma moderna e incruenta de depredación

Carpa de una de las innumerables exaltaciones gastronómicas estivales de Galicia
Carpa de una de las innumerables exaltaciones gastronómicas estivales de Galicia.

El veraneante es insaciable: verbenas, terrazas, chiringuitos, pasarelas, bosques, discotecas, playas, fiestas, paseos fluviales y marítimos, romerías, cotillones, guateques, lunchs, regatas...

El veraneo se vuelve una forma moderna e incruenta de depredación

El ser humano no hace otra cosa que repetir acciones de atávica antigüedad modificándolas de acuerdo a las modas, las costumbres y las ideas. No hay latinajo más cierto que aquel nihil novum sub sole, que dijo o escribió no sé quien.

Ahí tienen a los veraneantes. Una nota léxica, previa, si me lo permiten: no hay otoñantes, ni invernantes, ni primaverantes; sin embargo, hay veraneantes, porque existe un evidente culto al verano (con perversiones de este culto, como la tanorexia), que no es más que la forma contemporánea del culto a la hormona del buen humor y el optimismo, que el sol (o Ra, Atón, Helios, Apolo o Manitú) activa como nadie. Osea, la luz frente a las tinieblas y el calorcito frente al frío. Los veraneantes son como los vándalos silingos o los orcos de Mordor: son invasores, y, como todo invasor, el impulso que mueve el veraneante es la depredación, el instinto de la rapiña, del mayor botín en la menor cantidad de tiempo.

El veraneante, al que se distingue claramente del nativo por su torpe aliño indumentario (gorra de béisbol, tripa cervecera, camiseta de una maratón popular, bermudas y chanclas) y la expresión beatífica de quien vive reconciliado con el universo por un período de tres semanas, sabe que su paso por el territorio invadido es efímero y, con la avidez de Shylock, depreda todo lo que se le pone por delante: guías, planos, folletos y programas; souvenirs de diverso pelaje; visita iglesias, faros, castros, catedrales, museos, ruinas y centros de interpretación, más atento a la cámara del mobil que a entender maldita la cosa de lo que ve; va a las necoras y a las navajas; hurga en la arena buscando chirlas; esquilma los matorrrales tras las moras de agosto; extenúa las existencias del súper; busca pulpos con un trueiro del chino; se sube al catamarán y, marinero de agua dulce, acaba echando hasta la primera papilla; hace colas eternas esperando un exiguo platillo con cuatro mejillones, un minúsculo fragmento de pan y un vaso de plástico con vinagre.

El veraneante es insaciable: como una infección, se desparrama en plazas, verbenas, terrazas, chiringuitos, pasarelas, pinares, bosques, discotecas, playas, calas, fiestas, paseos fluviales y marítimos, romerías, arenales, cotillones, guateques, lunchs, regatas, cuchipandas, paparotas y exaltaciones gastronómicas de toda laya, para las cuales no es excesivamente exigente, valiéndole lo mismo el chorizo al vino que el múgel en escabeche o una fiesta viquinga que un apócrifo aquelarre. Pero, ay, todo termina.

El veraneante, como el invasor, retorna siempre al punto de origen con la insoportable levedad de saber que pudo depredar aun un poco más, de que el tiempo se le hizo escaso, de lo mucho que le quedó por mirar, comprar, coger, pillar. El veraneante que retorna compone, por qué no decirlo, una imagen triste y un poco patética. Luego viene el descorrer del velo, la vida de siempre o lo que ahora llaman SPV (síndrome postvacacional), que, por cierto, ya quisieran experimentar casi seis millones de españoles, para quienes las vacaciones y el veraneo son un espejismo o un recuerdo de tiempos lejanos, cuando las meriendas, como un arcano, se guardaban en fiambreras de aluminio, no había bifrutas ni Monster sino vinazo tinto mezclado con gaseosa y las milanesas se llamaban bistés empanados.

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