El 23 de octubre del 90 sonó el teléfono en mi casa: ¡era una niña!

Amigas desde siempre
Amigas desde siempre.

Un sinfín de historias en un libro que comenzaron escribiendo nuestros padres y terminaremos nosotras o, quién sabe, quizá nuestros hijos. Amigas desde la cuna.

El 23 de octubre del 90 sonó el teléfono en mi casa: ¡era una niña!

Un sinfín de historias en un libro que comenzaron escribiendo nuestros padres y terminaremos nosotras o, quién sabe, quizá nuestros hijos. Amigas desde la cuna.

La historia comienza por el año 75, más o menos. Camisas estampadas y cazadoras de pana, eso es.

Ambos vivieron toda la vida en el mismo pueblo. Casa con casa, puertas abiertas. Entre las fotos de los niños, ella aparece como una más. En ese momento, es cuando sí se le puede llamar hermano a un amigo.

Cuando tocó marchar de allí, acabaron en la misma ciudad. Tardes de estudio y noches de fiesta.

Él siempre creyó que nunca habría nadie lo suficientemente bueno para ella, era su “hermana” pequeña, no lo habría. Cuando el compañero de fatigas, chupitos y demás se fijó en ella, se entusiasmó. No podía ser mejor.

Los años metieron quinta y corrieron a placer, cada uno hizo su vida, sin perderse nunca la pista.

El 23 de octubre del 90 sonó el teléfono en mi casa: ¡era una niña! Desde ese preciso instante hemos empezado a quererla.

Mi padre me cogió en el regazo y fuimos al hospital.

- Mira, cariño, tienes una amiga nueva.

Exacto. Los padres nunca se equivocan. Además, esto ya va en los genes, teníamos que ser amigas, sí o sí.

El primer recuerdo que tengo con ella, Elena ni siquiera andaba bien, ya era guapa de aquellas, aunque todavía no sea consciente de ello a día de hoy.

Fue mi compañera de travesuras de niñas.

Abuela, aprovecho para decirte desde aquí que te quiero y que sí, éramos nosotras las que te cortábamos las hortensias. Un poco más tarde y gracias a nuestro querido Bertín Osborne y su “menudas estrellas” quisimos ser artistas. 

Nos deshacíamos la coleta, nos pintábamos los labios de rojo, dándonos así un aire al Jóker, si se terciaba también nos calzábamos unos tacones, y nos sentíamos grandes rockeras cantándole al mando de la televisión, micrófono portátil, y a una escoba, micrófono fijo. Haciendo que mi tío se pavoneara orgulloso de que, gracias a él, habíamos salido rockeras y que, una hora más tarde, agachara la cabeza al ver que sus camaleónicas sobrinitas se habían plantado una flor del jardín en cada una de sus cabezas, habían puesto unas toallas largas a modo falda y berreaban cualquier canción de María del Monte.

Abuela, aprovecho también para decirte que sí, las barras de labios que se acababan antes de tiempo… éramos nosotras. Y aquel zapato negro que apareció con el tacón despegado… que te quiero.

Más tarde aún, nos hicimos un poco mayores, pero después de pasar la época de adolescencia, seguimos cogiendo la escoba y el mando de la televisión, haciendo nuestra propia Eurovisión en el salón de mi casa. Juro que nadie más de este planeta me verá en bata de casa, subida a unos tacones con calcetines de flores imitando a Pastora Soler. Nunca. 

Cuando sólo tienes recuerdos de un amigo riéndote a carcajadas, sin vergüenzas, o abrazándolo en un momento malo para cualquiera de los dos, es que lo quieres. Te guste o no, lo quieres.

Un sinfín de historias en un libro que comenzaron escribiendo nuestros padres y terminaremos nosotras o, quién sabe, quizá nuestros hijos.

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