La valentía y el dolor de Mercedes Núñez Targa en ‘El valor de la memoria’

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Mercedes testificando en el Proceso Bach, en Carcassone. / Archivo

Hay mucho heroísmo en esas mujeres que son capaces de renunciar a la conmutación de su pena si ello conlleva renunciar a sus ideas.

 

La valentía y el dolor de Mercedes Núñez Targa en ‘El valor de la memoria’

Mercedes Núñez Targa, en El valor de la memoria, nos describe su peripecia vital con un estilo directo, sencillo, diáfano; y nos habla de esas mujeres diversas que, durante ese periodo tan funesto del ascenso de los totalitarismos, tuvieron que afrontar una cotidianidad inimaginable. Estas memorias están divididas en dos partes. En la primera, Cárcel de Ventas, refiere su estancia en esa prisión madrileña durante cuatro años, una vez finalizada la Guerra Civil. En la segunda, Destinada al crematorio, nos habla de su fuga a Francia y su posterior detención por la Gestapo, que la llevaría por un atroz periplo por los campos de concentración nazis.

 

Siendo el relato de los campos de concentración alemanes nítidamente ilustrativo, por momentos espeluznante, a veces literalmente nauseabundo, aportando autenticidad personal en la visión de aquellos espacios del horror ya tan descritos, es la primera parte, esa Cárcel de ventas, escrita en los años cincuenta y publicada en los sesenta, en Francia,  la que me ha parecido más sorprendente, más acertada en la novedosa concreción de sus observaciones. La autora estructura este relato en una larga serie de cortos capítulos que son como escenas, representaciones que tienen como protagonistas a las compañeras más próximas de la cárcel, y que resultan ser contundentes versiones de la humanidad, una amplia muestra de la clara distinción entre las diferentes maneras de acometer las difíciles vicisitudes históricas.

Mercedes Núñez Targa transcribe sus más indelebles recuerdos, nos revela las imágenes y las voces que percibía en aquel mundo cerrado, sucedido, imperioso. La cárcel de Ventas había sido construida unos años antes, durante la República. El proyecto de ese centro fue auspiciado por Victoria Kent, y tenía como objetivo el de humanizar las prisiones. Su capacidad aconsejaba su ocupación por no más de 500 presas, pero bajo la reciente dictadura franquista se convirtió en un almacén en el que malvivían 6.000 reclusas. Las pésimas condiciones no se derivaban solo de ese hacinamiento sino de la decisión de los mandos de hacer más invivible la vida de esas mujeres enemigas del victorioso régimen franquista. Allí lavarse era un lujo. Se tomó la sádica decisión de cerrar los abundantes grifos existentes, dejando tan solo uno abierto, con lo que se formaban colas imposibles. Sin embargo, entre las presas sí que se mantenía el sentimiento de humanidad. A las condenadas a muerte se les permitía saltarse la cola.

Núñez Targa nos relata - más que sus propios sentimientos - lo que veía, lo que le impactó profundamente. Lo hace a través de anécdotas, de momentos, que ejemplifican la dureza de las situaciones vividas, la crueldad infligida por los mandos. Estar allí, apartadas de la familia, oyendo los fusilamientos que tenían lugar en el exterior, temiendo siempre ser llamadas para “diligencias”, que no eran sino torturadores interrogatorios; o a capilla, que significaba pasar apartadas la última noche, antes del fusilamiento; o para recibir trágicas noticas de la familia. O las insoportables noches de “saca” en las que una mujer que está al lado pronto será un cadáver acribillado en el cementerio del Este.

Cuando Mercedes entra en la cárcel de Ventas es católica practicante y comunista a la vez. Pero allí, viendo el proceder de los curas, de las monjas, pierde su fe. Está condenada a una pena de doce años y un día, aunque finalmente sale antes. La esperanza de aquellas reclusas está en las noticias que llegan del exterior, en los vaivenes en la contienda que había iniciado Hitler. Cuando la Madre Superiora le comunica su libertad, no reacciona como se espera de ella. No expresa alegría y la monja se lo reprocha. Ella le espeta: “Mi libertad es normal. Lo que no es normal es haberme mantenido en la cárcel varios años”.

Entre las presas, las hay que saben remontar su desazón, que luchan por mantener un estado anímico con el que oponerse al daño infligido. Hay quien hace humor hasta con la pena de muerte, a la que llaman La Pepa. Cantan una canción que habla de ella, con la que intentan disolver un pánico deshabilitador. Es una forma de resistencia moral. “Si os toca salir, no les deis el gusto de veros temblar”, les dicen a las que probablemente serán llamadas. “Ellos tratan de crear todas las condiciones posibles para que nos embrutezcamos. Y nosotras, contra viento y marea. Debemos hacer todo lo humanamente posible para no dejarnos embrutecer y vigilarnos. Un simple relajamiento del lenguaje, de limpieza, significa una concesión hecha al enemigo ¿comprendes?”  

Hay mucho heroísmo en esas mujeres que son capaces de renunciar a la conmutación de su pena si ello conlleva renunciar a sus ideas.

Hay mucho heroísmo en esas mujeres que son capaces de renunciar a la conmutación de su pena si ello conlleva renunciar a sus ideas. Algunas tienen el ánimo de formar un coro. Cualquier detalle sirve para sobrevivir psicológicamente. La autora nos cuenta la historia de una presa que permaneció varios días incomunicada y se aferró a la existencia de un clavo que encontró en la celda, con él dibujaba y escribía en la pared, con esa única posesión configuraba una expresión que la humanizaba.

Hay muchas palizas, humillaciones, abortos infligidos por los golpes. Las madres no tienen agua para lavar sus pañales. A las mujeres que pasan en capilla su última noche, en lugar de dejarlas estar con sus compañeras, las atosigan las damas catequistas, las monjas, el cura para que se confiesen: “Añadiendo este nuevo y refinado suplicio a su cruel agonía”, nos dice Mercedes.

La segunda parte del libro

En la segunda parte del libro, Destinada al crematorio, la autora narra su internamiento en un campo de concentración francés y su posterior deportación a Alemania. La descripción de esos infiernos está más reproducida, pero no por ello su relato deja tener un valor muy personal, muy auténtico. Relata las torturas que sufren las presas, como esos appell que consisten en formar durante horas en el exterior de los barracones, sin poder mover lo más mínimo una extremidad, hacer un gesto, con condiciones climatológicas durísimas, otras veces completamente desnudas, siempre propiciando el máximo dolor, la más cruel humillación. “Nuestra vida es dura. Durante una semana empezamos a trabajar a las cinco de la mañana para terminar a las cinco de la tarde. Antes tendremos que hacer el inevitable appell, nunca menos de una hora. Al regreso, otra hora, mínimo.”

Viven continuamente con la amenaza de un posible “transporte”, es decir, de la muerte. Insiste en la importancia de algunas situaciones demoledoras: “Eso de conseguir ropa limpia no es tan insignificante. Representa un aspecto muy importante de la dignidad humana. No podemos dejarnos llevar.” Pese a todo, quedan algunas fuerzas para el mantenimiento de la lucha: “El domingo es nuestro mejor día. Nos negamos a dejarnos invadir por el embrutecimiento.” Se acuerdan de los héroes. Cantan canciones populares y revolucionarias. Mercedes se enorgullece de haber podido realizar un sabotaje en la fábrica de armamento en la que está destinada.

“El hambre ha llegado a un grado superlativo, pero nadie habla de ello, porque todas nos hallamos en la misma situación y parece un poco indecente quejarse a otra compañera que tiene tanta hambre como tú misma.” Hay que disimular la enfermedad, la inhabilitación para el duro trabajo, porque puede significar ser considerada definitivamente un desecho con el consiguiente gaseamiento. En un momento dado, cincuenta mujeres que no trabajan se irán al transporte.

Mercedes hace un relato no exento de autocrítica, de extrema exigencia ética, de dolorosa sinceridad: “Yo estoy en primera fila. Siento escalofríos, estoy helada, me tiemblan las piernas. No caer, no caer, me repito. De pie, bien erguida. No bajar la vista. El comandante me mira. Adiós a todo. El fin. No. Pasa sin detenerse.” Señala a tres compañeras y ella siente un alivio: “Tres posibilidades más de sobrevivir.” El comandante sigue señalando. “Las piernas me aguantan apenas. La debilidad y por qué no decirlo, el miedo, el miedo a la muerte, un miedo que me domina de pies a cabeza.” Entonces se da cuenta de que están eligiendo a las que tienen gafas. Avisa a su compañera de fila para que se las quite y, por un momento, se arrepiente: “Imbécil”, se dice a sí misma: “Si te hubieras callado hubiera sido ella y tú no.”  Pero se pregunta: “¿Por qué aquella idea indigna, por qué aquella especie de alivio cada vez que el comandante señala una nueva víctima? Me doy asco a mí misma ¡Cómo deben disfrutar los nazis viéndonos así!”

La autora tiene claro que es mejor morir de pie ante un piquete de ejecución, gritar algo fuerte y exultante antes de morir: “Y no patalear en una espeluznante agonía, mientras un SS de ojos fríos te observa a través de un ventanuco y se mofa de ello…” El día en que por fin llegaron los rusos al campo de concentración de Ravensbrück ella estaba en capilla para morir. Se salvó por unas horas.

En estas historias, los relatos de la liberación no suelen ser felices. Las demoledoras condiciones se relajan bastante, pero la percepción del dolor es tal vez la misma. La ilusión de la liberación, la idea de encontrar un territorio totalmente amigo, resulta ingenua. Ahora, desguarnecidas de la máxima predisposición psicológica contra la más brutal agresión, otras menores parecen irresistibles. Aunque parece ser que esta mujer, desde su muy fundada fortaleza, eludió las secuelas a que las brutales impresiones recibidas pueden condenar a cualquier mente. Mercedes resistió. Esa fue la ardua tarea que le tocó: no descomponerse, no desmoronarse en su digna oposición a la barbarie.

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