En su última obra, El Reino, Emmanuel Carrère indaga en los orígenes del cristianismo

Portada de El Reino, de Emmanuel Carrère.
Portada de El Reino, de Emmanuel Carrère.

La tarea de Emmanuelle Carrère no es la de un aséptico e invisible biógrafo sino muy al contrario: se mancha de la fricción que nace con el personaje.

En su última obra, El Reino, Emmanuel Carrère indaga en los orígenes del cristianismo

A la mayoría de los autores les supongo cierta reiteración en sus contenidos o, incluso, cuando sus carreras están bastante avanzadas, cierto agotamiento. No es lo que me pasa con alguno en concreto. Es el caso de Emmanuel Carrère que, en cada obra, me ofrece un enfoque distinto. Aunque su procedimiento sí que es, desde hace bastantes años, muy similar. Elige un personaje o un tema y los investiga a fondo, para trasladarnos luego, literariamente, el resultado de haberse empapado de él. Su tarea no es la de un aséptico e invisible biógrafo sino muy al contrario: se mancha de la fricción que nace con el personaje y, además, se expone como protagonista de pasajes autobiográficos paralelos.

En su último libro, El reino, no hay un único personaje objeto de estudio, sino que lo que se intenta descubrir son las circunstancias y el sentido de los primeros años del cristianismo. Los protagonistas principales son Pablo y Lucas, aquellos hombres que se empeñaron en perpetuar la figura de Jesús, que la promocionaron en diferentes países con la intención de que calara honda, de que no fuera un simple personaje, ni siquiera un ser mitológico, sino una presencia real que acompañara a los hombres a través de los siglos, como una eterna y absoluta paternidad a la que pudieran recurrir en sus seguras penalidades.

El tema de las religiones me parece interesante incluso para quien no se adhiere a ellas. La cristiana ha sido una de las más influyentes en la historia de la humanidad. Su presencia en las sucesivas sociedades ha originado guerras, represiones, un poder arrasador, pero también una gran parte de las más sublimes manifestaciones artísticas de los últimos veinte siglos, empezando por la Biblia y siguiendo por la música, la arquitectura y la pintura. Y todo tiene su origen en la creencia en un ser excepcional, Jesús, del que parece que no hay dudas de su existencia, pero sí de los verdaderos mensajes o acciones que realizó. Lo que hace Carrère es intentar viajar a aquel tiempo, posterior en unas pocas décadas a la muerte de ese supuesto ser divino, y situarnos en su intrincada situación política y religiosa, intentar comprender cómo ha llegado a tener tanto éxito la elevación a lo sobrehumano de una figura que, en su apariencia humana, en su exigua existencia, resultó claramente derrotada.

También en este libro, Emmanuel Carrère mezcla desinhibidos reconocimientos autobiográficos con sus investigaciones históricas. Reconoce haber sido un beato de misa diaria durante un periodo de los años 90. A la hora de analizar los evangelios, no oculta la realidad de que, en ellos, solo una parte resulta verosímil. Su concepción es difusa: una mezcla de testimonios interpretados, de fuentes más o menos seguras, o la tentación de recrear un personaje. Lo que sí reconoce es lo que le seduce: que nadie antes había hablado como Jesús. Y es que sus palabras – al menos, aparentemente contradictorias – tienen poco de moralistas, en contra de lo que se podría esperar. Sus parábolas  - como las del hijo pródigo o la de los talentos - resultan muy difíciles de asumir, son casi una apología de la injusticia. Sus beligerancias van en contra de los principales principios éticos. Lo más hermoso de su figura es su tono poético y su defensa a ultranza de los débiles, de los pobres. Los cristianos actuales seleccionan la parte de los mensajes de Jesús que les parecen afines – y no digamos ya del Antiguo Testamento, con sus cuentos terroríficos – y los adaptan a sus necesidades personales. Lo importante es ser capaz de imaginar un ser superior, a ser posible común, capaz de consolar porque esté por encima del doloroso e incomprensible funcionamiento del mundo.

Sin embargo, al leer El Reino, me he encontrado con demasiadas páginas que no me interesaban, que incidían en unos detalles históricos que no me parecían trascendentes. Y eso, a pesar de la enorme habilidad del autor para amenizar un tema enjundioso, con ese afán de acercar a nuestro pensamiento actual acciones que se originaron bajo supuestos radicalmente distintos. Esas páginas que me han resultado farragosas contrastan con otras maravillosamente potentes, en las que el autor exhibe su valentía, su honestidad, y con vigor nos cuenta lo que piensa, aquello que deriva en sentimientos que lo inquietan. El epílogo, por ejemplo, es de una fuerza brutal. En él intenta averiguar su posición ante el asunto que trata. Se nos muestra instalado en un descreimiento que, sin embargo, tiene fisuras por las que se adentran dudas en su sentir más íntimo. No se atreve a dar carpetazo al asunto.

Carrère no es sospechoso de moralismo o de hipocresía: es capaz de manifestar sus gustos pornográficos, sus finiquitadas devociones religiosas. No le gusta la Iglesia: “No faltan los argumentos para reprocharle haber traicionado el mensaje del rabino Jesús de Nazaret, el más subversivo que jamás haya vivido en esta Tierra”. Es decir, que siente alguna simpatía por ese Jesús confusamente conocido, ese personaje que resultando tan dudoso, sin embargo, sobre él hay coincidencia en que muchos de sus mensajes son completamente originales e inauditos. La idea que más le fascina es “la de que en el Reino, que no es desde luego el más allá, sino la realidad de la realidad, el más pequeño es el más grande”. Otra frase que le persigue es un sutra budista: “El hombre que se considera superior, inferior o incluso igual a otro hombre no comprende la realidad”. Lo que sensibiliza a Carrère es esa existencia de los seres débiles y decididamente desgraciados, la más que probable estupidez de los hombres prepotentes y satisfechos. Hablando de la última cena, nos dice: “La admiración no es amor. El amor quiere la proximidad, la reciprocidad, la aceptación de la vulnerabilidad. El amor no dice lo que nos pasamos la vida diciendo continuamente a todo el mundo: yo valgo más que tú”.

En las últimas páginas del libro, narra una reciente y ocasional aproximación al mundo cristiano. Se acerca a una comunidad del Arca, fundada hace 50 años por Jean Vanier, y luego extendida por el mundo en 150 comunidades, en las que cinco o seis personas cuidan de otros tantos discapacitados. Donde acude es a un retiro que se está celebrando en una granja abandonada. La ceremonia consiste en lavarse los pies recíprocamente los asistentes. Una buena parte de ellos son discapacitados. Se reproduce así el acto que propiciara Jesús en aquella última cena, un símbolo perfecto de la supresión de las jerarquías humanas, de la capacidad de servicio como forma de estar en la altura. Hay varios corros de hombres y mujeres con una palangana en el centro. Se lavan los pies unos a otros. Al día siguiente, todos empiezan a  cantar y a dar palmas. La situación le resulta embarazosa al autor, por ridícula. Para disimular, tararea vagamente. Pero, al momento, se le planta delante Elodie, una chica con síndrome de Down. Le sonríe y “hay tanto júbilo en su mirada” que él se pone también a bailar. Nos dice que, por un momento, vislumbró el Reino.

El libro termina con un “no lo sé” que es un signo de humildad de quien, durante tantas páginas, muchas de ellas excepcionales, nos ha expresado los numerosos frutos de sus averiguaciones, de quien se ha implicado en el tema y se nos ha mostrado como contraste, para acercarnos a un hito histórico que pervive de alguna forma para todos: para quienes lo siguen, lo dudan o lo desprecian.  

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