Con Truman, Cesc Gay ofrece otra sensible aproximación a unos personajes cercanos

Ricardo Darín y Truman.
Ricardo Darín y Truman.

Las virtudes de Truman no son pocas: unas excelentes interpretaciones, una indudable honestidad, y la delicadeza profunda con la que Cesc Gay sabe expresar los sentimientos más importantes.

Con Truman, Cesc Gay ofrece otra sensible aproximación a unos personajes cercanos

Las virtudes de Truman no son pocas: unas excelentes interpretaciones, una indudable honestidad, y la delicadeza profunda con la que Cesc Gay sabe expresar los sentimientos más importantes.

El cine de Cesc Gay no es precisamente abrumador. Sus personajes no tienen ni el don ni la pesadez de la locuacidad. Su cámara no gusta de inquietos movimientos. Sus actores ya saben que van a ser exigidos por su capacidad de rezumar su creativa interioridad y no van a poder desarrollar sus tentaciones histriónicas. Pero, las pocas palabras que emiten, resultan muy significativas, traslucen siempre sentimientos arraigados. Se pronuncian con mucho tacto, con timidez o torpeza, proyectando frágiles puentes hacia el otro, hechos de su forma de expresar la vivencia de la contradicción permanente, esa que desprenden las perspectivas enfrentadas.

Si, en las dos películas de este director que yo había visto antes, En la ciudad y Una pistola en cada mano, se contaban unas historias corales, en Truman nos encontramos con una sola historia centrada en unos pocos personajes. En aquellas obras, me impactó la perspicacia psicológica con la que eran tratadas las complejas relaciones que se describían, la mirada global que examinaba comprensivamente unos motivos egoístas que suponían la traición o la mentira, pero que no excluían un sentimiento de piedad hacia ese otro que es víctima del crecimiento propio excluyente, de los rumbos inexorables a los que somos convocados, de los estímulos de un nuevo entorno al que ilusionantemente hemos accedido.

En Truman, esta complejidad se reduce a solo tres personajes. El elemento principal aquí es más dramático. Julián, el personaje que encarna magistralmente Ricardo Darín, es un actor al que se la ha diagnosticado un cáncer terminal. Su amigo Tomás, interpretado sobriamente por Javier Cámara, acude a Madrid, desde la lejanía de Canadá, para pasar con él cuatro días. Esta situación da lugar a un drama atemperado por suaves toques de comedia. Lo que se nos narra es la problemática de una partida que va a ser irreversible, la odiosa inminencia de unas despedidas que uno no sabe cómo afrontar, el imposible deseo de perpetuar la plasmación de los afectos, y también la cercanía y el rechazo de todo lo prosaico con que nuestra sociedad envuelve el hecho de la muerte.

Julián, sin grandes pronunciamientos, en contra de la opinión de su prima y con la tácita anuencia de su amigo, toma una decisión tajante: no quiere prolongar su estancia en la vida hasta la zona en la que se pierde la dignidad, en la que el proseguir cotidiano se convierte en una inútil tortura. Lo que más le preocupa es dejar las cosas arregladas. Despedirse de quienes quiere y dejar en buenas manos al ser más desamparado de los que quiere, a Truman, su anciano perro, su única constante compañía.

La pareja protagonista hace un gran trabajo, aunque Ricardo Darín, con su enorme magnetismo, con su portentosa naturalidad, y una profunda expresión emotiva, es quien se impone en la pantalla. La historia – salvo algún giro final que a mí me parece incongruente – contiene buenas dosis de verosimilitud, concierne al espectador con su asumible cercanía. Las relaciones que contemplamos tienen la suficiente complejidad para sugerirnos la controvertible calidad del ser humano. Los personajes nos emocionan, nos hacen reír, nos despiertan la ternura. El tema de la muerte está tratado con una seriedad que admite intermitencias momentáneas; el de la amistad, con tanta sutileza como contundencia. Pero, a pesar de esos aciertos, no he sentido que Truman me llenara plenamente, tal vez porque se excede en la contención, en la sobriedad; en eso que, en sus películas corales, se paliaba con la complementación y confluencia de historias diversas, y que aquí merma el resultado final, pues no se prescinde de aquel minimalismo a la hora de desarrollar los escasos personajes. He echado a faltar una mayor provocación de respuestas que me hubiera descubierto en ellos matices relevantes. Truman no es una gran película, pero no es en absoluto desdeñable. Sus virtudes no son pocas: unas excelentes interpretaciones, una indudable honestidad, y la delicadeza profunda con la que Cesc Gay sabe expresar los sentimientos más importantes.

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