Toreo caro de Pablo Aguado

Pablo Aguado con la derecha. Fuente: Aplausos.es
Pablo Aguado con la derecha. / Aplausos.es

De corte clásico las dos faenas de Pablo Aguado. Seguro y tesonero Luis David Adame. Frágil encierro de José Cruz en su debut en la Semana Grande

Toreo caro de Pablo Aguado

Domingo, 21 de agosto de 2016. Bilbao. 2º de Semana Grande. Un tercio de entrada. Soleado, con viento. Dos horas y media de función. Seis novillos de José Cruz, el tercero como sobrero. Alejandro Marcos, saludos en los dos. Pablo Aguado, silencio y saludos tras aviso. Luis David Adame, ovación y silencio tras aviso. Saludaron tras parear Manuel Ángel Gómez y Sánchez Araujo al segundo y Miguel Martín al quinto.

Dividida en dos mitades, la novillada de José Cruz fue noble pero frágil. La primera mitad reunió tres ejemplares de débiles apoyos y escaso poder. El primero, el de la presentación de Alejandro Marcos –salmantino de La Fuente de San Esteban- en Bilbao, corto de cuello, cornidelantero y más bajo que cualquiera de los tres últimos, enterró pitones en el segundo capotazo de saludo y ni se dio ni opuso resistencia en el caballo. Rico repertorio de Marcos en el recibo: tres verónicas y una media para sacar al novillo a los medios, y dos quites antes y después del primer puyazo para calentar motores. Cuatro chicuelinas de buen aire y otras tantas tafalleras abrochadas con una media en dos quites distintos. Y la posterior réplica de Pablo Aguado –de Sevilla, veinticinco años, vocación tardía, dicen- por verónicas.

Al último tercio llegó este primero con no menos de treinta capotazos, y a la larga lo acusó. Noble pero de fragilísimos apoyos, alguna claudicación, la cara suelta al final de los muletazos. Se quedó un par de veces a mitad de muletazo, a dos palmos de la taleguilla de Marcos; y sólo entonces estalló en la grada algún grito de pánico. Delicada técnica del novillero salmantino; el detalle de cruzarse lo justo y taparle las salidas al novillo para intentar convencerlo. Un infame bajonazo con vómito. Y por eso fulminante.

El segundo del envío, castaño, veleto, astifino, buen mozo, fue ovacionado de salida, perdió los apoyos cuando Pablo Aguado lo libró en los medios y, en fin, otro par de quites notables. Muy de enroscarse las chicuelinas de Aguado, que fueron tres, y la imaginación tan mexicana de Luis David Adame, que no cuenta por algo menos de sesenta días los dieciocho octubres, para dibujar una tafallera de apertura y coserla a tres gaoneras. Después una faena de corte clasicista de Pablo Aguado con el flojo segundo, que, los bofes afuera a las primeras de cambio –también debieron pesarle los muchos capotazos que le pegaron-, presentó su renuncia al cabo de cuatro tandas. En la anterior, la tercera, Pablo Aguado se había gustado con media docena de derechazos cadenciosos, pura seda, rubricando los mejores pasajes de la tarde. Sin fortuna con los aceros pese a que se abalanzó sobre el novillo, sin reservas.

Tan frágil como cualquiera de los dos primeros ejemplares el tercero titular, con la particularidad de que perdió las manos con más facilidad que los otros. Sin mayor dilación, asomó el pañuelo verde. Remoloneó el novillo cuando aparecieron los bueyes. Tres o cuatro minutos de dilatada espera antes de que regresara a chiqueros. El tercero bis, también de José Cruz, negro y corto de manos, más kilos que los tres anteriores pero menos que los tres que quedaban por ver, bramó lo suyo en banderillas.

Y luego, en la faena de muleta, sacó movilidad, clase y nobleza. Temeraria apertura del novillero de Aguascalientes: tres cambiados por la espalda, arrojo, serenidad, quietud, cosidos a otros tantos de pecho. Dos tandas buenas por el pitón derecho, templaditas, con acento mexicano; otra al natural de singular belleza. La inteligencia de Luis David Adame para meterlo en el engaño, cerrarle salidas y obligarlo a descolgar llevando la mano muy lejos. El aplomo de novillero, aunque joven, rampante. Y, en fin, la seguridad impropia de un torero en ciernes para pisar terrenos complicados en los compases finales de su primer trabajo. Una clausura tan caliente como el comienzo de faena. Por bernardinas ajustadas. Cinco. Dos pinchazos y una estocada. Y el sabor de boca amargo de haberlo arruinado todo con la espada.

No fue mejor la segunda parte, pero se juntaron los tres novillos de más cuajo y más peso. Rondaron los 500 kilos, sin llegar ninguno a ellos. El cuarto, que gateó de partida, fue, junto con el quinto, el de más brillante empleo en el caballo. Metió riñones, sin renunciar a la pelea. Otro cantar fue luego: fragilidad, cabezazos, claudicaciones. Pidió brevedad la gente, y no alargó el invento Alejandro Marcos. Buenos muletazos de Aguado al quinto. Temple y hondura por la mano diestra. Notable trazo por la siniestra. Este quinto tampoco quiso juerga y acabó refugiado en tablas. Volteó al novillero sevillano al entrar a matar, rompiéndole la taleguilla. Del trance salió magullado Pablo Aguado aunque entero. Se esforzó en vano Adame con el sexto -astifino, largo, buena estampa-, que tocó todos los palos. Pero el novillo, que tenía proporciones de cuatreño sin llegar a serlo, fue un manso de libro. Un aviso cuando el reloj de la plaza marcaba las ocho y treinta minutos. Dos horas y media de invento.

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