Sylvia Plath: el retiro cobarde, el hospital psiquiátrico, las lobotomías

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Sylvia Plath

Supone el segundo volumen de la edición de las cartas de Plath (1957-1963, Faber & Faber, 2018) una revelación, al tiempo que una incógnita, en opinión del biógrafo y periodista Jeffrey Meyers (Nueva York, 1939). 

Sylvia Plath: el retiro cobarde, el hospital psiquiátrico, las lobotomías

Toda hagiografía suele estar plagada de dificultades e incluir, puntualmente, la revelación de secretos inconfesables. Si, además, el espíritu torturado objeto de admiración borra sus propias huellas, muda de opinión sin cesar y deja papeles póstumos, la atracción es irresistible. La reputación de la estadounidense Sylvia Plath (Boston, 1932 – Londres, 1963) nos llega de forma desordenada y dramática, en parte gracias a la polémica contribución de su expareja, el poeta inglés Ted Hugues (West Riding 1930 - Londres, 1998), quien, tras el suicidio de la escritora, se encargó de editar su obra póstuma, eso sí, quemando los diarios que abundan en detalles escabrosos, alterando poemas, diarios y cartas, a menudo para expiar su culpa.

Supone el segundo volumen de la edición de las cartas de Plath (1957-1963, Faber & Faber, 2018) una revelación, al tiempo que una incógnita, en opinión del biógrafo y periodista Jeffrey Meyers (Nueva York, 1939). En su artículo de noviembre para la revista londinense Standpoint (“Sylvia tiene la última palabra herida”) afirma que la poeta “tenía dos hijos pequeños, pero no podía soportar vivir lo suficiente como para verlos crecer. Su muerte los sometió a un trauma de por vida. Su hija, Frieda, tenía rabietas cuando Hughes se iba, y su hijo Nicholas se suicidó en Alaska en 2009”. Sostiene, a su vez, que el volumen supone un regreso a una escritura tan impenetrable como la autora misma: romántica, excitable, afilada, maliciosa y fría, encantadora y divertida, solitaria, orgullosa, vulnerable, enmascarada.

La lectura de estas misivas nos revela no tanto a la heroína solitaria y trágica que escribe los poemas de Ariel (1965), como a la mujer asolada por la enfermedad y los cambios de humor, tan escalofriante como atractiva, tan vulnerable. Apostilla el crítico neoyorkino: “[Plath] es bastante explícita, en su última carta, sobre los motivos de su suicidio. Temía convertirse en una zombie y ser confinada por el resto de su vida a un manicomio: “Lo que me sorprende [Plath citada por Meyer] es el regreso de la locura, mi parálisis, mi miedo y la visión de lo peor: el retiro cobarde, el hospital psiquiátrico, las lobotomías

Capaz de la más dolorosa autoflagelación penitencial, en los fragmentos supervivientes, asistimos al espectáculo de la novelista de The Bell Jar (1963) atada a los detalles de lo que sucedeInmersa en una vida de amor, salud y estabilidad, incluso de gozosa maternidad, la descubrimos a merced de la soledad y el miedo. “Si la gente la hubiera rescatado después de haber metido la cabeza en el horno de gas, y casi lo consiguen”, ironiza el periodista norteamericano, “habríamos tenido, como en sus intentos de suicidio anteriores, una nueva cosecha de material poético y validación de su agonía”.

A pesar de la feroz censura, una voz emerge de estas páginas, vívida e íntima. “Las Cartas de cumpleaños de Hughes, que crearon su propia versión de la muerte de la poeta, afirmaban que su infidelidad estaba predestinada” apostilla el articulista, “pero en la respuesta cáustica de Plath desde más allá de la tumba, la víctima tiene la última palabra herida”. Una vida trágicamente corta presupone la dramática, al tiempo que seductora, diatriba. Existen decenas de versiones de la vida de la autora del libro infantil The Bed Book (1976), que incluyen películas, memorias, ficciones y biografías. Todas repiten, invariablemente, los tropos del género: la torturada vida familiar, apasionadamente invocada; el auto-exilio en Inglaterra, la existencia nómada, la confusa e imprudente existencia, como la de todos, trufada de experimentos y errores. @mundiario

 

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