La Strada, de Federico Fellini: grandísimo cine hecho de contundentes sutilezas

Fotograma de La Strada, con Anthony Quinn y Giulietta Masina
Fotograma de La Strada, con Anthony Quinn y Giulietta Masina

Es esta una película nacida en estado de gracia, que nos arrebata con su limpia emoción. Hay planos de Giulietta Masina que son retratos del alma.

La Strada, de Federico Fellini: grandísimo cine hecho de contundentes sutilezas

Ha sido una nueva experiencia: ver La Strada en Internet y extraer nuevos elementos para admirarla. Revivir esta película, sin ni siquiera la necesidad de expandir la pantalla, porque esa pequeñez no puede limitar la grandeza que desprende en cada nuevo visionado. Mirarla, seguirla, prenderse de sus elocuentes imágenes, de la música del inmenso Nino Rota. Pero también, esta vez, detenerse, para anotar deslavazadamente las impresiones todavía vívidas. Y, al volver al detenido transcurso de su metraje, encontrarme con la sorpresa de unos fotogramas de belleza inconmensurable, cuadros que concentran el mundo de la película; partículas que, en sí mismas, contienen toda su plenitud.

Federico Fellini nos presenta una historia que protagonizan personajes que recorren sus miserias impelidos por el imperativo vital. El de Gelsomina, interpretado primorosamente por Giulietta Masina, es el de una mujer joven, que nos transmite su  inmadurez mental, su candidez y una bondad que es su forma de ser, su forma natural de emerger después de todos los alevosos encuentros que le depara su incierto trayecto.

Zampanó - ¡qué exacta interpretación de Anthony Quinn! - es un hombre rudo que va a lo suyo. En su simpleza, solo alcanza a ver objetivos inminentes como la supervivencia, el trabajo, la borrachera o el sexo. Viaja en su motocarro por las desiertas carreteras de la Italia de los 50. Vive del número circense de demostrar la fuerza de su pecho para romper una gruesa cadena. Es un solitario que no se aviene a los seguimientos ajenos. Por eso, salvo que no haya más remedio, desprecia unirse a un circo. Necesita a una ayudante, una simple auxiliar que sepa dar unos redobles de tambor, bailar a lo payasa, interpretar algunas notas con su trompeta. Encuentra a Gelsomina. La compra por 10.000 liras aprovechándose de la miseria en la que vive su madre. Esta dudaba del futuro de una hija que siempre había considerado extraña. Pero Zampanó, despreciativo, dice: “Yo puedo enseñar hasta a los perros”.

Para Zampanó, la mejor virtud de Gelsomina es su sumisión. Vive con él en, prácticamente, un régimen de esclavitud. Ella quiere ser alguien, sentirse necesaria. Pero de él siempre recibe la noticia de su insignificancia. Aún así, no desiste en sus esfuerzos por agradarle y mantiene expectativas de una lenta aceptación. Le inquiere palabras de aprecio, de algo parecido al amor. Pero el hablar de Zampanó es despreciativo. Su mirada solo la encuentra para fustigarla con su reprobación. Se aferra a la distancia, a su enrocada posición, que prevalece en lo frío, en lo brusco, en lo egocéntricamente inmediato. Se atiene a su pose fanfarrona, machista. Delante de Gelsomina – junto a esa nulidad que él establece –, flirtea con otras mujeres. La deja abandonada, humillada, mientras se va con ellas.

Zampanó piensa siempre en otra cosa. Probablemente, en su vida, sumida en lo perentorio; en unos días, siempre últimos, desde los que no se avista la posibilidad de un futuro. Ella demanda su atención, una vez más: “¿Te dolería si yo me muriera?”. “¿Te gusto un poco?”. Siempre está enfurruñado. Tiene una inteligencia oscura, que se  ilumina solo ante lo práctico, en la lucha cotidiana.

Aparece un personaje secundario muy significativo (nada está de más y nada hay de menos en esta película perfecta). Es un equilibrista. Lo llaman Il Matto (el loco). Hombre bromista por naturaleza, no siente nada al reírse de los demás, al importunarlos, al humillarlos, al deprimirlos. La tiene tomada con Zampanó, que se revuelve contra él, que no transige ni un instante con la afrenta que recibe su inmenso orgullo. Pese a sus brutales desaires, Gelsomina defiende a ese hombre al que aún sigue apreciando.

Hay una secuencia en la que se quedan solos Gelsomina y el volatinero Il Matto. Están junto a los camiones del circo en el que temporalmente están compartiendo trabajo. Es una conversación muy desigual, en la que él se manifiesta en esa alegría siempre a costa de los demás y en la que ella expresa su inmenso desamparo desde su amplia mirada derribada. Está otra vez caída de sus fáciles entusiasmos. Son alegrías inconsistentes, puras, fundadas en lo minúsculo, en el asombro; todo amenazado por las implacables fuerzas del mundo que no prevé.

Il Matto es un hombre alegre, pero en él adivinamos, al final de sus bromas, un presagio oscuro. Le dice a Gelsomina: “Eres como una alcachofa, eres fea”. El “¿para qué nací?” que llora ella, no lo mueve a compasión y, sin embargo, no adivinamos la maldad en su voz, en su mirada. “Me ganan las ganas de reírme de él”, había dicho antes, a la pregunta de Gelsomina de por qué acuciaba a Zampanó con sus burlas. Pero, de repente, se pone serio. Por un momento, parece haberse saciado de su basta jocosidad. Se pone filosófico. Persuasivo, pronuncia: “Todo en este mundo tiene un propósito”. Y, elevando una piedra frente a su mirada: “¿Ves esta piedra? Hasta ella tiene un propósito”. “Todo tiene un sentido; también tú”. A ella le han bastado esas pocas palabras para recuperar la sonrisa. Él, por unos momentos, ha interrumpido su talante burlón, la presurosa risa de aquél que no deja de presentir la llegada de la verdad o de la muerte. Tal vez por ella, se ha arriesgado a la seriedad, a aquello que lo desprotege ante su abismo.

Zampanó y Gelsomina se ven obligados a hacer noche en un convento. Una de las monjas los acoge con una generosidad sin preguntas. Ella toca en la trompeta las primeras notas de la mágica melodía. La monja, abierta a todo su ser, le habla como ella había estado esperando toda su vida. Desde el amoroso reconocimiento de lo sagrado que hay siempre en el otro, le dice: “Tocas muy bien”. Gelsomina siente, por vez primera, quién puede ser: al fin una mujer apreciable.

El rostro de Giulietta Masina transmite todos los matices de los afectos. Son los bondadosos sentimientos de Gelsomina, que no la hacen feliz, porque se somete a la vida y no se escapa de sus opresiones; porque no se opone a las toxicidades, no se desliga de la dormida blandura para resolverse en la fuerza de una  resolución que la ayude a cumplir con su obligación de ocupar su lugar en el mundo.

Definitivamente, Zampanó, atormentado por la idea de una culpabilidad punible – ha matado a Il Matto sin pretenderlo -, desciende hasta su fragilidad. La vive solo, con sus elucubraciones, más distraído que nunca de la siempre solícita y presente Gelsomina. Finalmente, ella cae enferma, tal vez de tristeza. Él, abatido, se da cuenta de que la necesita. Pero esta vez no le reprocha su inutilidad. La abandona, sí; aunque triste, secretamente sentimental, con gesto inédito, en un silencioso acto compasivo - no le gustaría que supiéramos que también afectuoso -, dejándole su querida trompeta. La provee de la posibilidad de su más bella expresión, de una posible protección para su vida.

El final de Zampanó es muy triste. Ya pertenece a un circo, pero está solo. Detenido en un pueblo costero, lo vemos desprendiéndose de una vulgar compañera que lo reclama, despegarse de toda la vida zafia que ha perseguido. Avanza por una carretera. Se para en un puesto de helados. Se da el gusto de pedirse uno y de acompañarse de sí mismo. Indiferente al mundo, se nutre de sus propios recuerdos. Ya nunca dejará de evocarla. De repente, parece llegarle una respuesta. Las amorosas notas de la canción de Gelsomina llegan a sus oídos como desde otro mundo. Pero están ahí, en la voz de una mujer que heredó aquella música, que le explica cómo la conoció en sus últimos momentos, cómo estaba enferma, cómo murió. Zampanó reacciona a su manera, con el arrasador recurso de la etílica embriaguez.

La última secuencia de la película es un impacto más en nuestro sentimiento. Zampanó, tumbado por la desesperación, en la arena de la playa, la cámara alejándose, mientras crecen las notas de esa música que nos habla de la entorpecida bondad de los hombres.

Es esta una película nacida en estado de gracia, que nos arrebata con su limpia emoción. Hay planos de Giulietta Masina que son retratos del alma que ella prolijamente revela en su personaje. Los travellings van remarcando la idea del tránsito. Nos muestran carreteras destartaladas, paisajes abandonados, intemperies tristes. Vivimos el desapego de todo aquello material que no sea realmente preciso, inmediato. Asistimos a un brindis a la providencia. Los interiores, los exteriores, están confinados en un aire que expresa las distancias de los cuerpos, el frío de la desolación. Todo se integra en un áspero canto a la vida. Es cine máximo, exponente sublime. Y, no sabemos cómo, esta película nos recuerda momentos queridos de nuestra vida, rincones salvados de nuestra ceguera, de nuestra ansia de ser. @mundiario

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