Vuelve el debate sobre la muerte digna y la eutanasia

Imagen referencial de la eutanasia. / Pexels.
Imagen referencial de la eutanasia.

La decisión sobre la propia muerte implica dilemas morales de difícil resolución. No se debe buscar un consenso moral sobre la valorización de las circunstancias en las que la vida humana mere ce tal nombre.

Vuelve el debate sobre la muerte digna y la eutanasia

Casi veinte años después de la muerte de Ramón Sampedro, el reciente suicidio de José Antonio Arrabal, afectado por la grave dolencia de la ELA, colocó en el primero plano de la atención mediática el viejo debate sobre la eutanasia.

Una sociedad democrática no puede dar la espalda al problema del derecho a una muerte digna de las personas que, como consecuencia de una dolencia terminal o incapacitante, de un accidente o de cualquier otra circunstancia, arrastran una existencia que según sus criterios no paga la pena ser vivida. No es justo ni humano que la sociedad ignore el sufrimiento que llevan asociadas las dolencias irreversibles o las penalidades de una vida de postración absoluta. Si los derechos humanos constituyen una referencia básica del ordenamiento social, no se puede impedir que las personas que padecen esas situaciones puedan decidir -si esa es su voluntad libremente expresada- dar por finalizada su existencia.

No estamos hablando de una decisión irreflexiva, adoptada en un momento de desesperación o de depresión aguda. Se trata de mostrar el mayor respeto a la voluntad de unas personas que asumen cabalmente la decisión de ser dueñas de sus destinos, también a la hora de la muerte. Si la libertad consiste en que las personas puedan decidir con el mínimo de condicionamiento y presiones las opciones trascendentales de sus vidas, esa misma libertad debe hacerse extensiva a poder decidir la muerte cuando, debido a circunstancias obviamente no elegidas, la vida no puede ser soportada por más tiempo.

Ciertamente, la decisión sobre la propia muerte implica dilemas morales de difícil resolución. No se debe buscar un consenso moral sobre la valorización de las circunstancias en las que la vida humana merece tal nombre. Tal acuerdo no es posible ya que supondría una uniformidad en cuestiones que la pluralidad ideológica y de creencias existente en nuestra sociedad hace inviable. Por eso, un criterio fundamental de funcionamiento de un cuerpo social permisivo y tolerante con la diversidad debe ser que aquellas decisiones que alcanzan a lo más hondo de nuestras opciones morales sean adoptadas de manera libre por cada persona. Y, en este sentido, no hay decisiones mas graves que las que se refieren a la vida y a la muerte.

Resultan comprensibles las dificultades para establecer una buena reglamentación del derecho a una muerte digna. Obviamente, la permisividad no puede ser utilizada para condicionar la voluntad de los enfermos, bien sea por sus familiares, bien sea por el personal sanitario. También deben existir garantías para evitar una utilización inadecuada de ese derecho que pretenda eliminar la carga que suponen -para el entorno familiar y el propio sistema sanitario- los enfermos completamente incapacitados o en fase terminal. En este campo, no puede haber la más mínima ambigüedad sobre de la necesidad de salvaguardar, por parte de los poderes públicos, las vidas de las personas más débiles y necesitadas de atención.

Sea cual sea la reglamentación legal pertinente para conseguir dichas garantías, sigue siendo imprescindible encarar expresamente el derecho a una muerte digna, una vez que las personas afectadas decidieron que esa es la única liberación que pueden esperar como final de una existencia que para ellas es la negación de la vida que no pudieron disfrutar.

En los años transcurridos desde la muerte de Ramón Sampedro, las mayorías parlamentarias del PP y del Partido Socialista no fueron capaces de promover la normalización legal de la eutanasia. En algunos casos argumentaron que no figuraba en su programa electoral. En otros momentos afirmaron que no constituía una prioridad para la opinión pública o que la sociedad no estaba madura para abrir el debate y aprobar la correspondiente normativa.

Creo que no estamos ante un problema de madurez ni de falta de reflexión de la mayoría social sobre este tema.Hay encuestas del CIS que certifican una receptividad muy amplia entre la población consultada.La inhibición de esas formaciones políticas tiene su origen en el miedo a la reacción que el tratamiento legal de esta cuestión puede suscitar en los sectores más conservadores y, singularmente, en la jerarquía de la Iglesia católica. Veremos si la decisión tomada por José Antonio Arrabal contribuye a remover estos viejos obstáculos.

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