Réquiem por la Combi Hippy, el último amuleto contra la obsolescencia

Furgoneta hippie.
Furgoneta hippie.

Los sofisticados ladrones de sueños nos han robado el mayo francés, la imaginación que nunca llegó al poder, la libertad que germinaba entre los escombros del Muro, la voz de Lennon...

Réquiem por la Combi Hippy, el último amuleto contra la obsolescencia

Los sofisticados ladrones de sueños nos han robado el mayo francés, la imaginación que nunca llegó al poder, la libertad que germinaba entre los escombros del Muro de Berlín, la voz de Lennon, la abolición de la esclavitud, el pan nuestro de cada día del empleo y la Combi Volkswagen que transportaba el “flower power”.

 

Como hubo un último mohicano, un último emperador, un último tango en París. El otro día decía el periódico que está Navidad vendrá al mundo la última Combi de Volkswagen, el último ejemplar de una especie sobre ruedas, “olha que coisa mas linda, mas cheia de graça que eu ja vi passar”, que vivía en permanente peligro de extinción en una reserva natural del cinturón industrial de Sao Paulo.

Tan irreparable pérdida, pudo haber pasado inadvertida en pleno eclipse mediático provocado por el fúnebre “flirt” entre la Primera Ministra danesa y Obama, la belle Michelle al borde de un ataque de nervios, un exótico e incomprendido traductor simultáneo al lenguaje alienígena de los signos y otras cuestiones de esas, tan trascendentes para una humanidad sumida en la intranscendencia. Ningún frívolo corresponsal en Sudáfrica se paró a escuchar el lamento de The Mamas and the Papas, apeados en marcha de la “furgo” en la que seguían circulando sus “Sueños de California” por la carreteras del tiempo. Ningún televidente evocó a las generaciones de chicos de la playa, cuyos dulces pájaros de juventud volaban en “combis”, con tablas de surf en las bacas, con buenas vibraciones en sus depósitos de combustible, hacia las orillas de la paz y el amor regadas por el Océano Pacífico más congruente de la historia reciente del hombre. El mundo, verás, permanecía extasiado ante los coros de huérfanos de Madiba cuyas prodigiosas cuerdas vocales reciclaban la tristeza en alegría. Hasta que se fue la luz, la vida se fundió al negro, el silencio se instaló de okupa en un instante eterno y la voz desgarrada de Janis Joplin inició una canción protesta póstuma que se clavó en nuestros estómagos.

Cuando las margaritas no eran para los cerdos, sino para los fusiles

Hubo un tiempo, cuando las margaritas eran para los fusiles, y no como ahora, que son para los cerdos, con perdón, en el que las furgo Volkswagen, condenas a desvanecerse en la historia, eran carros de combate de paz disparando flores contra los vientos de guerra del Vietnam. Por las carreteras de la utopía circulaba el “flower power” en comunas sobre cuatro ruedas y con dos logotipos distintos y distantes, el hippy y el del imperio automovilístico alemán, paradójicamente inscritos en una misma circunferencia.  Formaban parte del paisaje en el que los seres humanos iban a dejar  volar su imaginación al compás de la música y la letra de John Lennon, ¡imagina, imagina, imagina!, con su desvalido mundo sin países en pie de guerra, sin excusas (ni siquiera religiosas) por las que matar o morir. La tierra desprendía un penetrante y volátil aroma a Mayo Francés, y a primaveras de Praga, y a un tipo que mató al “ruiseñor” frente al edificio Dakota, en una calle de Nueva York donde todavía se escucha el eco de las súplicas inútiles de una generación: Stand by me, stand by me…

Patrimonio de la humanidad sobre ruedas

Si esas furgonetas Volkswagen no se merecían ser patrimonio de la humanidad, especie protegida de la automoción, seña de identidad de la segunda mitad de un siglo XX, en el que no estaba prohibido soñar que en el siglo XXI iba a ir todo sobre ruedas, que se pare el mundo que gira y gira estúpidamente y por inercia en el espacio infinito, que me apeo, como hizo apenas hace unos meses Jimmy Fontana. Las sofisticadas logias de ladrones de sueños es que son insaciables, oye. Nos lo quitan todo sin darnos cuenta, como los hábiles carteristas de los metros, y dejan a la gente corriente sentada frente a una ventana, con la mirada fija en la nada, preguntándose: ¿quién nos robó a JFK, el mes de mayo de París, la voz de Lennon, los adoquines del Muro de Berlín con los que íbamos a reconstruir la libertad, la imaginación que jamás llegó al poder, el verde que se destiñe en los escaños de Europa, los evangelios según Santa Teresa de Calcuta, el derecho al empleo, la abolición de la esclavitud, las casas que eran nuestros modestos castillos, los caminos que iban a llevar a la humanidad de la pobreza a la dignidad…? ¿Quién quiere robarnos ahora la Combi Hippy, cuya silueta trashumante nos permitía recordar tal como éramos y olvidar, por unos instantes, en lo que nos hemos convertido?

Testigos de cargo contra el crimen de lesa humanidad de la Obsolescencia

Y luego, otra cosa, oye. Que las Combis eran un grano en el culo de los insaciables fabricantes de coches. Furgos, mecánicamente inmortales, como últimos testigos de cargo contra el crimen de lesa humanidad de la obsolescencia. 89 Navidades después de la funesta “conjura de las bombillas” en Ginebra, cuando un siniestro cartel mundial de fabricantes decidió clandestinamente, con nocturnidad y alevosía, sacrificar la longevidad de las bombillas para asegurar el diabólico maná de los beneficios, la vergonzosa escalada de fabricación programada de productos efímeros, con fecha de caducidad fríamente calculada, ha alcanzado las más altas cotas de miseria humana. La Combi era prácticamente indestructible, como los viejos Ford, Chrysler y Chevrolet cubanos que desafían a los “camellos” del capitalismo que suministran éxtasis de consumo a una sociedad drogodependiente. Al volante de las “Combis”, han ido durante décadas millones de expertos mecánicos capaces de resucitarlas en las más recónditas cunetas. Y eso es lo que estaba jodiendo de esos diabólicos vehículos, lo que jodía de los coches de nuestros padres que resistían 15 años, lo que seguirán jodiendo los reiterativos y paradigmáticos milagros de resurrección de los destartalados “haigas” que siguen circulando por las calles de la Habana.

Resulta que era posible, que es posible un mundo en el que vuelva a aumentar la esperanza de vida de los coches, de la ropa, de los electrodomésticos, de los muebles, del universo de productos de consumo, a costa, eso sí, de que disminuya el volumen de beneficios de los selectos socios del club Forbes. Que la obsolescencia perjudica seriamente la salud económica de los consumidores, en la misma proporción que el tabaco la salud de los enganchados. Pero nadie, ningún gobierno, declara por decreto espacios y vidas libres de obsolescencia.

El As en la manga de los obsolescentes
Lo que pasa es que los “obsolescentes”, como buenos tramposos, se han guardado un As en la manga. Si disminuye la obsolescencia, disminuye el empleo. Si recuperamos el sentido común de la fabricación de productos duraderos, la mano de obra imprescindible pasaría a ser prescindible. La humanidad está metida en un callejón sin salida. En un círculo vicioso de producción perecedera a corto plazo, de empleo artificial pendiente de un hilo, de demanda sometida a la dictadura de una oferta que nos hace pasar por el aro de la cantidad y nos ha desterrado del paraíso de la calidad.
Mientras tanto, en el Parque de Bomberos de Livermore, ciudad de California, permanece en funcionamiento desde 1901 la bombilla más antigua del mundo. Cada vez que se enciende, dicen que a los vampiros de la obsolescencia les da una sacudida, como al Conde Drácula cuando le alcanza un rayo puro de sol. No sé, la verdad. A mí me parece más bien que, su luz, deja en evidencia la inagotable capacidad de gilipollez individual y colectiva de la humanidad.

 

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