Refrescando paisajes

Paisaje asturiano desde casa rural en Parres, LLanes.
Paisaje asturiano desde casa rural en Parres, LLanes. / Mundiario

Lo importante es que el mundo que nos rodee, el que nos salga al paso, nos resulte tan provocador como halagüeño. Ese mundo que vamos haciendo nuestro.

Hay vivencias expresas que no se pueden olvidar. Hay estancias diferenciadas que, si no resaltan la vida, al menos la conmueven. Decía Albert Camus que los ricos tienen más recuerdos, ya que pueden diferenciar sus experiencias, que están impregnadas de los diversos escenarios a los que han accedido. La pobreza es más monótona, son poco rescatables sus momentos por confundirse en lo grisáceo del siempre interrumpido amanecer. Solo la fuerza creativa puede incumplir ese destino.

Yo debo ser algo rico, pues he podido trasladarme a otra geografía para renovar sensaciones de mi niñez y mi juventud, perdidas en los años ganados a otras pasiones y calideces. Durante una semana he ocupado con mi familia lo que se llama una casa rural, en Asturias. Buscaba interrumpir o refrescar la nostalgia, que durante tantos años ha venido reiterándose en mí, del verde cubriendo o acompañando la tierra, de las casas de piedra, de los silencios susurrados o cantados por los tímidos animales, del escueto orden humano engastado en la armonía secreta de la naturaleza. No hubo decepción. Igual que uno revive emocionado una película o un libro que en otro tiempo, muy lejano, lo conmocionó, yo así, en la primera mañana, en mi exploración de ese prometedor entorno, sentí que me acercaba a una parte muy querida de mi memoria, a la poderosa sensación de sumergirme en un mundo que borraba tanto prosaico paisaje como cotidianamente hay que transitar.  

Llevarme los auriculares para escuchar una interesante entrevista, como hago cuando mis paseos son solitarios, hubiera resultado poco menos que un delito. Por esos caminos, en los que sus habitantes viven todo el año en la paz y la lluvia, yo, en mañanas frescas y soleadas, escuchaba a esos pajaritos que, en nuestras ciudades, tuvieron su momento de gloria durante el confinamiento; y a los gallos, al cencerro de las vacas o de las cabras. Me paraba ante los burros, los caballos. Observaba esa tranquila y acompasada forma suya de aunarse con la creciente mañana.

Solo el ruido de algún tractor lejano interrumpía el idílico silencio formado por los sonidos naturales. Solo algún hombre y mujer maduros, laboriosos, se aparecían en aquella benéfica soledad y poblaban de discreta humanidad mi arbitrario deambular por aquellas casas y aquellos campos, por la recóndita iglesia, y los prados, y el edificio azul que albergaba un colegio, ahora vaciado por las vacaciones y el Covid-19, un edificio de otro tiempo, más propio de novelas y películas antiguas que de nuestras presunciones tecnológicas.  

Claro que siempre cabe la posibilidad de que los domingueros que nos acercamos a esos paisajes, en realidad solo quedemos fascinados bajo la fuerza de la novedad, y que sospechemos que podríamos quedar atrapados en un mundo enlentecido, que tal vez no respondería a nuestra sed de continuos estímulos, adquirida en tantos años de ansiedad por rescatar nuestro vacío con la abrumadora persecución de lo que a veces es falazmente esplendoroso.   

Es verdad que hoy sería compatible vivir en un entorno rural y no alejarse de los resortes de la nueva civilización. Se puede vivir a cinco minutos en coche de un pueblo mediano o a una hora de una ciudad importante. Salvo en lugares especialmente aislados, disponemos de Internet, que hoy en día nos procura todo a excepción de lo más importante. Pero, para muchas cuestiones, seguiríamos necesitando la ciudad, a veces para obtener algunos artículos tan originales como innecesarios, para algún teatro o exposición, pero también para acceder a los servicios de un buen médico o para pertrecharnos de víveres y otros objetos que se han convertido en nuestra necesidad. Y también para juntarnos con gentes de nuestro entorno cultural; y algunos, todavía, para encontrar un cierto anonimato, el más distraído y menos inoportuno seguimiento de su singularidad.

Por el trayecto hasta Asturias tuvimos que pasar por cientos de kilómetros despoblados. En España no se han llegado a padecer los problemas de las macrourbes como, por ejemplo, en México D.F., pero sí se han originado problemas propios de su configuración desmesurada, como el precio desaforado de las viviendas o la contaminación. Aunque es cierto que la concentración de ciudadanos disminuye costes de infraestructuras y permite ofrecer más selectos y variados servicios. Pero no estaría mal dispersar a la población, permitirles más holguras; implementar  otras formas de producción, restablecer un justo precio a la agricultura y la ganadería.

Nací y crecí en una ciudad grande, pero, desde hace bastantes años, a pesar de que vivo en una mucho más pequeña concentración humana, se sigue despertando en mí, de vez en cuando, el ansia de espacios naturales o antiguos distintos de lo próximo; lugares, a ser posible, apenas organizados por la mano del hombre, no infectados por su mercantil actividad. Y lo digo porque me decepcionó un poco Santillana del Mar, pese a su ostentosa belleza. La profusión de comercios, la excesiva pulcritud de sus pedregosas calles, le restaban autenticidad, la convertían en uno de esos parques temáticos en los que acabaremos abocados si queremos  contemplar lo exótico o lo antiguo. (Hace un par de años, sentí lo mismo al visitar la ciudad medieval de Carcassone).

Desde hace algunas décadas, la vida de los ciudadanos de nuestro tiempo se ha convertido  en un sacrificio que se compensa con periódicos y cortos desahogos. No es solo el secuestro temporal de un trabajo no gratificante, sino también, al parecer, la reclusión en entornos poco apropiados para sentirnos libres. Los fines de semana se forman grandísimos atascos de vehículos ocupados por gentes ansiosas de expandirse fuera de las celdas de sus pequeñas viviendas y de los asfixiantes itinerarios entre gentes presurosas. La ciudad les ofrece el trabajo, el consumo, el dinero para huir unos días de viaje y atesorar experiencias que contar, excitaciones diversas. Mientras tanto, para salir de lo anodino, pueden recurrir a la pantalla del televisor o a la del móvil.

Algunos se escapan de ese orden de libertad condicionada. Son los que salen en las biografías, los que apuestan por ser ellos mismos y aceptan las apreturas económicas como pago por mantener su coherencia, los que se internan en la incertidumbre sin pensarlo, como quien, ciego de coraje, se lanza al bravo mar para salvar a alguien; en este caso, a uno mismo.

No sé cómo sería mi vida si la implantara en uno de esos entornos que me enamoran. Siempre me han llamado la atención esos reportajes de gente que voluntariamente abandonó su trabajo, vendió su piso, y, conformándose con una vida frugal, se estableció en una casa a restaurar de uno de esos tantísimos pueblos abandonados. Lo que no tenía tan claro era si esa excepcional idoneidad podría aplicarse también a sus hijos. Tal vez haya una edad, la del descubrimiento del mundo, en la que sea preciso disponer del mayor número de estímulos y de posibilidades. Siempre me he preguntado sobre la licitud de unos padres de hacer crecer a sus hijos en una comuna aislada. Aunque tal vez sea una pregunta equivocada. Todos imponemos un mundo a nuestros hijos, aunque si este es el general, nos parapetamos en él para eludir cualquier inoportuno cuestionamiento.

Aquel que verdaderamente crece es el que se va abriendo paso entre la maraña de lo que le resulta insulso. Se puede vivir de muchas maneras, incluso como ermitaño. Lo importante es que el mundo que nos rodee, el que nos salga al paso, nos resulte tan provocador como halagüeño. Ese mundo que vamos haciendo nuestro, que vamos forjando con nuestras búsquedas y nuestros hallazgos; con aquello que, finalmente, sobreponiéndonos a lo que intuíamos ajeno y a lo que pensábamos propio, sentimos que nos corresponde. @mundiario

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