Facebook es el país más grande del mundo y donde uno es cómo le da la real gana ser

Publicidad de la red social Facebook.
Publicidad de la red social Facebook, el país más grande del mundo.

La propia expresión mundo real para definir lo que hacemos cuando suspendemos el ordenador, la tablet o el móvil, no deja de ser inquietante. Porque, ¿qué resulta hoy más real?

 

Facebook es el país más grande del mundo y donde uno es cómo le da la real gana ser

La propia expresión mundo real para definir lo que hacemos cuando suspendemos el ordenador, la tablet o el móvil, no deja de ser inquietante. Porque, ¿qué resulta hoy más real que miles de millones de seres humanos unidos por la fractura definitiva y total de la distancia física?

 

El otro día leí en Facebook un pensamiento tan jocoso como incisivo y rico de inferencias: hoy se me cayó Internet y pasé el día con la familia. Parecen buena gente.

Lo cierto es que, más allá de chispeantes hipérboles, la servidumbre a la que las redes sociales someten a un cada vez más crecido número de seres humanos es algo llamativo y que merece la pena ponderar con cierto detenimiento. ¿Qué embrujadora fascinación esconde la máquina para que mediaticemos a su través nuestras relaciones con los demás? ¿Es Facebook una suerte de tamiz o parapeto que filtra los elementos, a nuestro juicio, más sugestivos de nosotros mismos, mientras nos permite sustraer los menos atractivos? ¿Es cada post el mensaje en una botella arrojado al proceloso ciberocéano, para que cada respuesta al mismo constituya en sí misma una ilusión ou una lisonja, brevísima tal vez pero intensamente percibida? ¿Serán Twitter o Facebook la manera de escaparate o feria de las vanidades donde exhibimos partes de nosotros que no osamos compartir tête à tête por timidez, vergüenza, pundonor?

Decía Ramón Pérez de Ayala que el ridículo es el espacio entre el propósito y el logro. Ese es, precisamente, el riesgo cuando uno, en el mundo real y ante personas de carne y hueso (y no sus trasuntos cibernéticos), se deshace de molestas ataduras morales y convencionalismos dictados por la conciencia de nuestras limitaciones o defectos y, bajo el influjo de vaya usted a saber qué (el alcohol, la euforia o la tontuna repentina), pierde los papeles, es decir, se manifiesta desnudo, como el mono de Desmond Morris.

Nadie es feo, bajito, gordo o antipático en Facebook, no existe la halitosis ni el olor corporal, razón por la cual no sólo es el país más grande del mundo, sino que es de los pocos sitios donde uno es cómo le da la real gana ser. La propia expresión mundo real para definir lo que hacemos cuando suspendemos el ordenador, la tablet o el móvil, no deja de ser inquietante. Porque, ¿qué resulta hoy más real que miles de millones de seres humanos unidos por la fractura definitiva y total de la distancia física?

Cuando veo el me gusta a un post mío de Facebook de un primo que vive en Dubai o el comentario de una vieja amiga de Boston a una foto de la juventud, pienso que nunca nuestras vidas fueron menos nuestras. No tengo, sin embargo, ninguna razón para creer que compartir, con un nivel tan portentoso de transparencia e inmediatez, nuestros días, tráfagos, faenas, recuerdos y alegrías sea malo. Al fin y a la postre, las redes sociales están quintaesenciando el último eslabón (por el momento) de un mundo global, que comenzó a ser una inmensa aldea hace siglos tras el invento de un tal Gutenberg. Lo malo es que, si se va la luz, se queda uno sin amigos.

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