La pregunta no es '¿por qué arde Galicia?', la pregunta es '¿por qué no?'

Incendio en la zona de Boiro desde la la ría de Noia a finales de agosto.
Incendio en la zona de Boiro desde la la ría de Noia a finales de agosto.

Contentarse con la explicación de que solo es culpable quien enciende la mecha es ignorar la mayor catástrofe ecológica de Galicia: haber convertido el monte en algo inútil.

La pregunta no es '¿por qué arde Galicia?', la pregunta es '¿por qué no?'

Cuando un tipo de la ciudad se construye una casa de campo, en alguna de las aldeas periféricas de las urbes de Galicia, y lo primero que hace es levantar un muro de piedra de dos metros de alto a lo largo de todo el perímetro de su propiedad, está rompiendo de una manera violenta comportamientos seculares, según los cuales, la privacidad no está en absoluto limitada por la apertura a una convivencia razonable con sus convecinos. Recuerdo que, en cierto paseo por un hermoso entorno próximo a Compostela, mi acompañante me preguntó extrañado por qué saludaba a los lugareños con los que nos encontrábamos: simplemente, le respondí, porque esta es la práctica del mundo rural, una práctica asentada, por cierto, en una saludable y sensata relación entre el respeto y la confianza, laminada cuando no viciada, en los últimos tiempos, por la perversa sedimentación de lo peor de las formas de vida urbana: la ignorancia del otro, la insolidaridad, la insolencia. Yo mismo, íncola desde hace años de una típica urbanización periférica entroncada en el corazón de una aldea muy antigua, no dejo de percibir cotidianamente la sensación del invasor que, al fin y a la postre, ya no espera la comprensión del invadido: sólo quien conoce el valor de un perro de caza puede ponderar el disparate que supone convertirlo en un caniche de compañía, y ahí me tienen paseando mi beagle, acicalado como una patena, amarrado a una correa, ante la mirada, entre condescendiente y compasiva, de un labrador, que, así como con retranca, me pregunta si voy a los jabalís.

Viendo estas últimas semanas arder el monte en Galicia, siento, claro, el escalofrío y la angustia que siente todo el mundo: ¿cómo justificar tanta, y tan profunda, herida a una naturaleza pródiga? Claro que el único culpable del fuego es quien lo enciende. Pero contentarse con esa explicación es ignorar que, de toda la lamentable deriva que en las últimas décadas hizo de Galicia el pobre paisiño que sigue siendo en tantos respectos, probablemente la catástrofe, ecológica y económica, del monte se lleva la palma. Como urbanita, pertenezco a una tradición de pensamiento que me impide penetrar las razones profundas del hombre del campo. Sí creo, y en algo debo conocer mis paisanos y su sentido práctico, que, si el monte arde, por una razón será. O, si lo prefiere Vd. en pasiva, si hubiese alguna razón, preferentemente económica, claro,  para que el monte no ardiese, tenga Vd. por seguro que no ardería. Alguien me contó que el beneficio producido a un señor por una buena cantidad de pinos, de un pinar que tenía, fue no cobrarle el porte de los troncos. Ahí, tal vez, empecé a entender.

Cuentan que, cuando la pestilencia de 1348 la gente comenzó a asesinar judíos, el obispo de una ciudad, espantado, le preguntó a la gente por qué mataban a los hebreos, inocentes de la horrorosa enfermedad. Los buenos cristianos respondieron:  Por qué no?  Cuando me corren por la mejilla lágrimas de fuego viendo arder los bosques de mi país, yo ordeno mi mapa del mundo imaginando la pregunta que se hizo quien le puso el mechero a los helechos: por qué no?

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