Las personas hospitalizadas sienten frustración ante la actitud de los jóvenes irresponsables

Sanitarios en un hospital. / RR SS.
Sanitarios en un hospital. / RR SS.
El sufrimiento en un hospital les permite reflexionar sobre semejante comportamiento. 
Las personas hospitalizadas sienten frustración ante la actitud de los jóvenes irresponsables

Hace unos días me contaba un amigo su experiencia durante su hospitalización por un grave percance de salud: “Llamé al más allá para emprender el viaje, pero San Pedro, ya fuere porque estaba ocupado en otras tareas, o no me oyó, no abrió la puerta.”

En ningún momento tuvo síntomas que le indujeran a preocuparse por su vida; los médicos actuaron con rapidez y eficacia y el problema, sin desaparecer inmediatamente, quedó controlado.

Pocos días después de la crisis, el médico le informó con claridad y delicadeza de la peligrosa situación inicial. No era tiempo de preocupación sino de reflexión.

Pensó en sus compañeros de fatigas de las habitaciones próximas, en otros hospitales, ciudades o países; en su dolor, sufrimiento, soledad en muchos casos, y también en los que no pueden ser atendidos con los medios mínimos adecuados.

Fue consciente de que mientras él permanecía confinado entre las cuatro paredes de su habitación, el día y la noche se sucedían, los coches sólo descansaban durante las escasas horas de la madrugada, los barcos de día salían cada madrugada a la mar  y ningún asunto de su incumbencia quedó sin ser atendido. Una cura de humildad, en fin, que confirma la fragilidad e insignificancia del ser humano, pese a lo que sentimos en momentos de euforia.

Vivió la profesionalidad del personal sanitario, desde el servicio de limpieza a los médicos, pasando por enfermería, hostelería y todos los que colaboran para que la estancia del paciente sea lo menos dolorosa posible. La mayoría añadían un plus de afecto y cercanía, muy gratificante, no contemplado ni en los salarios ni en las categorías.

Cada día se despertaba con la ilusión de comprobar si la gaviota acudiría un día más a la hora del desayuno, atraída por  señuelo del primer día: miraba inquisitivamente, picoteaba el cristal, desplegaba sus alas -mi amigo lo interpretaba como un hasta luego- y levantaba el vuelo.

No necesitaba televisión –tampoco tenía muchas ganas-, pues tenía ante sí un enorme ventanal que inundaba de luz y alegría su cama, le permitía ver a la gente en la playa disfrutar del sol, la brisa y el olor a mar, se extasiaba ante las inverosímiles piruetas de los windsurfistas, el todavía incierto navegar de los niños en sus optimist, contemplaba la cambiante forma y color de las nubes y la variadísima paleta de colores que el horizonte ofrecía a su vista.

Sólo usó la televisión para ver el fenomenal partido de España ante Croacia, prórroga incluida. Y algo tan aparentemente neutro le sugirió la idea de que, tan solo unos días antes, se había iniciado la prórroga del partido de su vida, con la regla del llamado gol de oro. Me lo contaba con naturalidad, sin alegría y sin dolor, sin inquietud, porque el gol de oro, tarde o temprano llegará. Entre tanto hay que vivir de forma que no tengamos que lamentar acciones u omisiones, que nos desestabilicen: hay que jugar el partido con serenidad.

Tuvo tiempo para reflexionar sobre la actitud irresponsable, inconsciente, despreocupada y egoísta de una parte de la juventud, que se pone el mundo por montera, olvida a los fallecidos durante la pandemia, a sus familias y a los que aún sufren graves secuelas, al tiempo que no tienen empacho en hacer todo lo posible por contagiar a otras personas en aglomeraciones irresponsables. Una juventud blandita, caprichosa, sin capacidad de renuncia y sacrificio. ¡Qué pena, deberían llevarlos de visita guiada al parque temático de los hospitales, incluidos todos los servicios, hasta los funerarios!, añadía mi amigo como remate final.

Acompañaré a mi amigo, como he hecho hasta hoy, en lo que el llama tiempo de prórroga con gol de oro. @mundiario

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