El paso de Simone Weil por el mundo: una vida solidaria urgida por el sentimiento moral

Hasta nosotros ha llegado la historia de su personalidad única y unos escritos en consonancia con ella, llenos de una inteligencia rebuscada, de un pensamiento complejo.
Simone Weil fue una mujer extraordinaria, una persona que rehuía los conformismos, la insulsa normalidad, los anodinos refugios. Desde pequeña, estuvo llamada a la búsqueda creativa de su forma de estar en el mundo. Era extraordinariamente inteligente. Estudió Filosofía en la Universidad de París, pero su objetivo no era el de apoltronarse en un cómodo cargo, en una elevación social que no desdijera la de sus padres. En el poco tiempo que se dedicó a la enseñanza no se redujo al ámbito de la clase, pues ya había adquirido una conciencia política, igual que su compañera de clase, su tocaya Simone de Beauvoir. Su profesor era el filósofo Alain, autor de preciosos y muy perspicaces textos.
Sus ideas políticas se basaron, en un principio, en el marxismo. Lo que la apremiaba a participar en el desarrollo del sistema social era su gran sensibilidad hacia los desfavorecidos. Ya desde niña no podía comer si pensaba en aquellos que no podían hacerlo. Nunca se vio con el derecho de estar en este mundo para gozar de sus cosas buenas. Se consideraba elegida para la lucha, para el estudio permanente de las formas más propicias, con las que instaurar la justicia en el mundo.
Cuando, por sus veleidades políticas, la despidieron del instituto en el que daba clases, decidió conocer, de primera mano, cómo vivían los obreros, y para ello qué mejor cosa que transformarse en uno de ellos. Así, pasó largas temporadas trabajando en fábricas, a pesar de los lacerantes dolores de cabeza que padecía. Esas decisiones tan excesivas, que rebasaban de largo la línea de una cómoda cordura, causaban críticas entre sus allegados; de ellas se decía que eran el resultado de su personalidad inestable.
El hedonismo no era lo suyo. No se conoce que tuviera relaciones sexuales. Era una mujer ascética que se sentía concernida por los sufrimientos de los que tenía noticia, y ocuparse de ellos era su prioridad acaparadora. Cuando nuestra guerra civil, se vino a Barcelona y después al frente aragonés, y se volvió desilusionada. “La CNT y la FAI eran una mezcla en la que cualquiera era admitido y, donde, en consecuencia, uno encontraba inmoralidad, fanatismo y crueldad…” Aunque, por otra parte, también añadiese: “Pero también amor, espíritu fraterno y, sobre todas las cosas, ese compromiso humano con el honor que es tan hermoso de ver en los humillados”. No era precisamente una incondicional de nada sino una buscadora profunda y arriesgada, que se ponía a ella – su físico, su alma - por delante de su intelecto.
Simone Weil, era judía, aunque nada militante. Hacia 1935, en unas vacaciones pasadas en Portugal, con sus padres, a la vista de una procesión de los pescadores en el día de su santo patrono, empezó a abrazar la idea del cristianismo como una solución espiritual que conllevaba a la vez una actuación política. Su cristianismo, sin embargo, fue tan sui generis como cualquier pensamiento o proceder que ostentaba. No simpatizaba con la Iglesia y sus pensamientos religiosos eran muy atrevidos, muy propios, basados en su permanente insatisfacción ante cualquier idea dada.
Con la guerra, en 1940 se alistó como enfermera, dejando atrás una etapa de convencido pacifismo. Ante la persecución nazi, su familia huyó a Nueva York. Allí procuró acercarse también a los marginados, pero su deseo era volver al frente, no escabullirse del sufrimiento que estaban padeciendo sus compatriotas. Al fin, regresó a Europa, pasando por Inglaterra, en cuyos primeros días de estancia ya se manifestaron los síntomas de una tuberculosis. En aquellos tiempos, no existía la penicilina, pero con un régimen de reposo y buena alimentación, había posibilidades de curarse. Sin embargo, ella, por ese afán de igualarse a quienes más padecían, se negaba a comer lo necesario. Se dice que esa reticencia le causó la muerte. Fue un sacrificio seguramente inútil (aunque no sabemos si este acto final contribuyó decisivamente a que se conociera su obra y su biografía, hasta entonces ignoradas), aunque fue acto muy coherente con su vida.