De este pan y de esta guerra (1916), el último libro de cuentos de Jesús Zomeño

De este pan y de esta guerra.
De este pan y de esta guerra (1916) de Jesús Zomeño.

Son cuentos para leerlos despacio y así poder recabar en las numerosas frases significativas que los componen. A veces, la tensión lírica que subyace vence y se proclama.

De este pan y de esta guerra (1916), el último libro de cuentos de Jesús Zomeño

De este pan y de esta guerra (1916), de Jesús Zomeño, editado por Ediciones Contrabando, es el tercer libro de cuentos que el autor dedica al entorno de la Primera Guerra Mundial. Hay en estos relatos un desarrollo tranquilo, una pátina de displicencia que no oculta la seriedad de las cosas, un rastro de ironía que no subvierte los sentires más duros. Están hechos, sobre todo, de monólogos o de narraciones que distancian a los personajes lo justo para que los podamos ver en toda su precaria amplitud. Resultan lo suficientemente distintos pero también lo necesariamente afines para armonizar el tono del libro. Son historias aledañas a la guerra, por su ubicación, o centralizadas en sus escenarios, pero siempre subyace en ellas una conexión con esa anterioridad en la que prevalecían aquellas tareas constructoras vividas desde la inconsciencia de un futuro inimaginable.

 

La prosa que sustenta estas historias se compone de frases cortas, de expresiones a menudo sorprendentes, que nos introducen en atmósferas que vivimos como extranjeros llamados a ambientes de inhóspita extrañeza, aunque con la sensación de estar salvados de pertenecer a esos ámbitos tristes, a esas vicisitudes indeseables. A veces, lo horripilante transita por las páginas sin querer llamar en exceso la atención. Es suficiente con que sepamos que está ahí, persistente, lo invivible.

La prosa que sustenta estas historias se compone de frases cortas, de expresiones a menudo sorprendentes. A veces, lo horripilante transita por las páginas sin querer llamar en exceso la atención.

En cada cuento varía el enfoque, el modo de aproximación a los personajes. A veces, las vivencias graves parten de elementos que en otra situación hubieran sido anecdóticos, como en el cuento El queso, en el que ese regalo familiar crea en el protagonista un desmesurado problema, el de ocultarlo, una preocupación que se antepone al riesgo insoslayable de la batalla. O el cuento Después del ataque, en el que el hecho de no poseer un abrelatas describe - por momentos,  humorísticamente - el dramatismo en el que vive un soldado.

El autor no escatima en personajes, en nombres, en breves señas de identidad que son suficientes para desplegar una humanidad verosímil. Son cuentos para leerlos despacio y así poder recabar en las numerosas frases significativas que los componen. A veces, la tensión lírica que subyace vence y se proclama; lo que nos hace descubrir diversas inserciones poemáticas, frases que destacan como versos vibrantes que iluminaran los interiores de la realidad.

La acción avanza más por la adición de nítidas pinceladas, que dan forma a lúcidas observaciones, que por una tensión presurosa e infatigable. El tono es ingenioso, pero no en vano; es imaginativo, pero sin alejarse de una esencia que no se quiere traicionar. Son cuentos construidos con una gran voluntad literaria que sirve para culminar historias insólitas.

Hay en estos relatos una nostalgia de la normalidad, de la paz ancha, envolvente, la que no coacciona a sus habitantes. Los varones se sienten impelidos a reclutarse para no sufrir el oprobio de las miradas de los uniformados: “Aquel insoportable orgullo de mi padre cuando el primer día me acompañó a alistarme”. Aquel que se queda al margen no puede sentirlo como pleno alivio: “Despojado de obligaciones, le han quitado también el derecho al orgullo y por eso exagera ahora la cojera”.

Los cuentos recorren diversas ciudades de Europa, oscilan entre los bandos. Parten de lugares concretos, como los urinarios, las paradas del metro, los nombres de las calles… Se hace hincapié en el sinsentido de la guerra: “Ya he dicho que hace tiempo olvidamos el odio y que tampoco lo hemos sustituido por otro motivo para seguir luchando.” Lo que se impone es la arbitrariedad de la muerte. Un personaje eligió su víctima: “Por no dudar… maté a uno y salvé a otro sin motivo alguno”. Al final, se acostumbran a ella, se insensibilizan, ya es sinónimo de horror: “Uno le da una patada a un muerto para que coja su arma y se levante. No tiene gracia, pero nos reímos porque nada tiene sentido”. La visión de la muerte supera lo trágico y deviene incluso un juego indagatorio: “Saquear un cadáver es sencillo, lo difícil es improvisarle a un muerto una vida entera”. Ya no ocurre como al principio: “No quedan escobas con qué barrer tanto espanto como hay en los ojos del recluta”, se dice de un adolescente al que su padre convenció para que se alistase porque le habían preguntado por qué su hijo seguía en casa.

Los cuentos recorren diversas ciudades de Europa, oscilan entre los bandos. Parten de lugares concretos, como los urinarios, las paradas del metro, los nombres de las calles… Se hace hincapié en el sinsentido de la guerra.

Los personajes son sencillos. “Soy un hombre simple, sin muchas aspiraciones”, es lo que dice uno y valdría para casi todos los demás. Ahora se lamentan de no haber vivido con más intensidad: “En aquel entonces, antes de la guerra, nada nos apremiaba a ser felices porque parecía quedarnos mucho tiempo para todo”. Algunos reparan en la belleza como posible mitigación: “Capaces de cualquier cosa, solo la belleza nos redime y a ella nos aferramos por encima de todo. Nos aferramos a la belleza para que nos distraiga del horror que vivimos.”

En la retaguardia, los ciudadanos procuran conservar la dignidad frente a la injusticia de la guerra: “Lo cierto es que el agua estaba fría en la taza pero fingíamos un mundo correcto y educado”. Los que se salvan de la destrucción se siente culpables: “La guerra es consecuencia de una responsabilidad colectiva y no parece justo que no hayamos sido castigados”. “Es que fuimos responsables de la guerra porque, en el fondo, todos sentíamos que era inevitable. Eso atrajo el infortunio”. Y los que están enamorados en ese tiempo de dolor dicen: “El amor es un salvavidas que flota sobre las desgracias de los demás”

Los cuentos que componen De este pan y de esta guerra, bajo su apariencia de tratamiento de lo accesorio, de lo meramente adyacente, y a pesar de la contención de lo trágico, contienen una inflexible mirada que se posa sobre la particularidad de la condición humana atrapada en una situación global muy adversa. Lo que cuenta aquí no es la emoción del desarrollo de las batallas, ni los sufrimientos previsibles, sino lo que hay más allá. No hay solemnidad en estos relatos pero hay una mirada atenta que, desde fuera, se ciñe a los detalles, para extraerlos y componer con ellos una visión superior que deshaga toda pretensión de parca congruencia. La guerra, vista así, con la mirada de Jesús Zomeño, se nos antoja un escenario cruel, un lugar difícil en el que todo el mundo es advenedizo, pero un paisaje no exento de la mirada humana inicial, aquella que busca en lo incruento la salvación de la belleza.

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