Las ocultas ventajas de cerrar la boca

Hombre sentado. / Pixabay
Hombre sentado. / Pixabay
Mis pedidos de perdón son un chiste comparados con la herida que acabo de producirle. Eso me pasa por hacerme la “open mind”
Las ocultas ventajas de cerrar la boca

Cuando no escribo, soy audióloga. Y cuando soy audióloga, mi cabeza se llena de personajes que necesitan ser relatados. Merecen pasar a la ficción para ser verosímiles. Si estoy leyendo en un bar y me invade una extraordinaria conversación de la mesa de al lado, no tengo más remedio que robarla y meterla en mi libreta de anotaciones.

Esto que voy a contar ocurrió más o menos así en mi consultorio:

Paula, la secretaria, me trae la ficha de un nuevo paciente, con todos sus datos personales. Leo su nombre: Vilela, Dora Irma. Paula cierra la puerta y me dice en secreto: “Tenés que llamarlo Roberto”. Me asomo a la sala de espera y veo a un hombre muy pequeño que invito a pasar.

Mientras responde a mis preguntas sobre su patología auditiva y me presenta estudios anteriores, observo su piel recién rasurada, su cuello con una nuez de Adán bien marcada. Es un hombre. Me cuesta concentrarme, pienso en que tal vez lo que veo es el resultado de un tratamiento hormonal. No soy experta en el tema, pero estoy lista para comprenderlo todo. Su voz tiene un registro casi de contralto. Muy conversador, Roberto. Le gusta contar su vida. Tiene una hipoacusia importante y necesita usar audífonos. Hace referencia, sin que le pregunte, a su estado civil: divorciado, tiene hijas. Me habla de ellas. La conversación nos acerca.

Es mucho más frecuente encontrar una mujer que nació hombre. Nunca había estado frente a un caso opuesto. Cada vez tengo menos dudas: su documento de identidad, el carnet del seguro de salud, todo indica que hace unos cincuenta años nació Dora Irma, y que en algún momento, cambió de sexo. Tan segura estoy, y tanta confianza surge de la charla, que le pregunto:

— ¿Tus hijas nacieron cuando eras mujer?

En ese momento estalla una explosión emocional imparable, un tsunami  me envuelve y me lleva a otro mundo del que no quiero volver, pero desde donde lo escucho decir:

— ¡Esto es lo peor que me pasó desde que nací! ¡Mi madre me cagó la vida! Ya no lo puedo soportar más. Años sufriendo por mi nombre, pero esto… esto… es demasiado.

No puedo contener su llanto. Mis pedidos de perdón son un chiste comparados con la herida que acabo de producirle. A veces un abrazo contiene, pero en este caso puedo empeorar las cosas. Me detesto en lo más profundo de mi ser. Eso me pasa por hacerme la “open mind”, lista para cualquier experiencia, la que lo entiende todo. No se me ocurre una sola palabra que pueda servirle.

No pregunto más nada, aunque muero por saber por qué la madre le puso ese nombre, quiero escribir la historia de su vida, ya inventaré las razones.

En cambio, vuelvo al tema de los audífonos. Mientras, pienso en el bullying padecido por el pobre Robertito en toda su infancia y adolescencia. Y a esta altura, el mío, el peor.

Me ofrezco para hacerle el trámite para lograr que el seguro le compre los audífonos. Él es incapaz. Tampoco habrá sabido cómo hacer a lo largo de medio siglo de vida para que el Registro Civil cambie, con sobrados motivos, su nombre. Algo tan sencillo.

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