Nuevas reflexiones a partir de los aforismos del libro Perros en la playa, del poeta Jordi Doce

El ensayista, poeta, traductor y aforista Jordi Doce.
El ensayista, poeta, traductor y aforista Jordi Doce.

Si debo ser franco, las cosas me parecían más mías cuando solo las deseaba.

Nuevas reflexiones a partir de los aforismos del libro Perros en la playa, del poeta Jordi Doce

Una vez en su cuarto se desprendió con cuidado de su piel, hecha de todo lo que había callado a lo largo del día.

Cuánto callar que no es silencio sino expresión atenazada. Las palabras desalojan las palabras. El ruido de la voz silencia el fondo más austero o en la boca duramente cerrada se contienen los pensamientos arriesgados. Callar es muchas veces garantía de evitación de heridas irrestañables. Aunque también, alguna vez, la palabra no pronunciada pudiera abortar alegrías, reconciliaciones o el vislumbre de una nueva claridad.

Soy un voyeur de lectores. Ver a alguien enfrascado en un libro me produce la misma mezcla de envidia y curiosidad y atracción que a otros les inspira ver a alguna pareja retozando sobre la hierba o en algún quicio oscuro.

Una de las imágenes más bellas que recuerdo es la de una joven leyendo en un tren, en Barcelona. No sé lo que leía, o no quise saberlo. Mejor no romper el encanto con nuestros prejuicios. El ángulo, la composición de su cabeza con los brazos, el libro que levantaban, todo ello era digno de una escultura suprema. Ella estaba ajena, no sabía de mí, que estaba enfrente, tan cerca. Estaba dentro de aquellas palabras que la atrapaban sin oprimirla, porque su ser se mostraba grácil, como suspendido sobre la férrea realidad que yo había sentido antes de mirarla. La envidiaba, la ensalzaba, sin verdadero conocimiento de causa pero con intuición profunda, más allá de inútiles elucubraciones.

Leemos por aproximación.

Lo que el otro escribe es en nosotros terreno de nadie, zona intermedia, encuentro escaso. Al intentar asumirlo, descubrimos lo que no hemos vivido, sentimos derroteros ajenos y sin embargo todo nos resulta concerniente de alguna manera. Si lo recibimos como extraño, es porque apenas hacemos un leve esfuerzo de adentrarnos, o tal vez solo aquel que nos ayude a rescatar algunas escuetas reminiscencias que nos retrotraigan a anhelos propios. Y es común extraer una interpretación que difiera de la intencionalidad del autor. A este no debiera importarle; una vez desprendido de su texto, debiera atenerse a las consecuencias y no malgastar su tiempo en lamentaciones porque no se lea lo que él pensó que había escrito. Si han extraído de sus palabras motivos para sentir, para pensar, ya debiera sentirse cumplido con sus lectores; y conforme, comprensivo, con su incesante sed de digresión.

Todo lo escribe en legítima defensa.

Siempre se escribe para defender la propia imagen, para encarecerla, para hacerla más genuina, menos deleble en el ámbito confuso. Se escribe como resistencia al vacío, como perseverancia en lo alcanzable. Se escribe para sobrevivir en los territorios desplazados. Se escribe para defenderse de la ajenidad del mundo, de su doble rostro de impiedad e indiferencia.

A estas alturas, diría que soy menos que la suma de mis partes.

Me construyo con partes, con facetas que cultivo con esmero, con rostros que expongo según las exigencias. Estoy hecho de logros que acumulo con una última tristeza, de creencias que aliento constantemente para que no se desvanezcan, de pertenencias que nunca me secundan. Mientras, permanezco en el fondo de mí mismo, detrás del grosor de mis apariencias, indefenso, desnudo, como si no hubiera vivido hasta entonces y no me hubiera preparado para ningún momento.

Si debo ser franco, las cosas me parecían más mías cuando solo las deseaba.

Desear algo es establecer un vínculo inviolable, someter a la mente a una intransigencia oscura. Lo que se pretende, se muestra retocado por el extravío de nuestra necesidad. Obtener algo es vaciarnos de su deseo, confrontarnos con su completa realidad. Al eliminar la distancia, la perspectiva se rompe, adviene el objeto impuesto, ya como algo que no dominamos, un exterior agotado, que ya pronto ha consumido los novedosos recursos que nos podía ofrecer.

No pasa un día sin que pise el charco de sí mismo.

El charco propio es el recordatorio de nuestra torpeza, el anecdotario donde se forja nuestra humildad; pero también la desavenencia con nosotros mismos, el descrédito de nuestras aspiraciones, el retrato de la abolición del orgullo. Cuando se pisa un charco se pierde la esforzada compostura, se mira alrededor, heridos de nuestro ser descubierto. La mojadura de nuestros pies ralentiza el resurgir, la conciencia de nuestra pesadez atenúa nuestros impulsos, y nos obliga a explicarnos, a pedir perdón por tantos juicios de obviado fundamento.

Los elogios manchan

¿Por qué? Tal vez porque sobran. Porque solo añaden un título equivocado a nuestros actos. Los elogios manchan la difícil pulcritud de nuestra humildad, invierten nuestros esfuerzos, convirtiéndolos en descansos peligrosos. El elogio tiene valor como acto generoso del otro – si no hay cálculo en ello –, pero nunca como brújula para nuestras incursiones en el futuro. Y como valoración de lo hecho no aporta más que una consideración anacrónica, una verdad que nunca podrá dejar de ser dudosa, estando sometida a los vaivenes de la pasión, a los precarios equilibrios que establecen los análisis. @mundiario

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