Nina Simone, de la emoción de su arte a sus dolorosos extravíos

La cantante Nina Simone en el Festival de Montreux.
La cantante Nina Simone en el Festival de Montreux.

Al verla en sus conciertos, siento esa mezcla de poder y fragilidad que transmitía. Parecía como si compareciese en ellos provista de una desnudez que mostraba toda su afloración emocional.

Nina Simone, de la emoción de su arte a sus dolorosos extravíos

Nina Simone sale al escenario. Parece bastante desorientada, como si hubiera olvidado qué hace allí. Suenan los aplausos, pero tal vez ella no los oye como un recibimiento, como una expresión de afecto. Es como si estuviera por encima de ese juego, de ese torpe diálogo del público con el artista. Los aplausos cesan. Esos pacientes espectadores esperan que ella llegue íntegramente, más allá del adelanto de su mera presencia. Se sienta al piano. Una sonrisa parece despertarla y es como si viviera la reaparición del mundo. Ahora, le habla al público desde la humildad de quien, durante un tiempo largo, ha desaparecido, empecinada en no ser nadie más que la sucinta expresión de sí misma. Se alegra de que aún la recuerden.

Es el Festival de jazz de Montreux de 1978. Veo estas imágenes en el magnífico What happened Miss Simone. Hacia el final de este documental, se retoma ese concierto. Parece que la cantante americana estaba allí menos para cantar que para decirse a sí misma. Al público, le espeta: “Estoy cansada. No me habéis olvidado pero no me entendéis”. Ocurre siempre. El público de los conciertos es, en principio, bondadoso, indulgente, pero no puede evitar mostrarse, a veces, bastante inepto para comprender al artista verdadero. Nada quiere saber de su frágil humanidad, solo pretende su producto. Prosigue Nina, ante los asombrados oídos: “La gente dice que antes era una estrella y ahora estoy de capa caída...y mierdas que no significan nada”. Ella sabe quién es. Ella sabe cómo se siente, en qué lugar de la vida está, más allá de las distorsiones que propicia la supuesta cercanía con el público. Empieza con una canción de Ianis Ian, de la que dice que es la que mejor expresa su sentimiento. Pero, pronto, se interrumpe: “Sit down”, repite varias veces, imperativa, a una espectadora.

Y es que la música es algo muy serio. Nina Simone iba para concertista de piano clásico, pero el racismo le cerró las puertas. Sin embargo, algo de esa gravedad, de esa presencia solemne – entre tantísimas turbulencias- quiere sobrevivir en ella. La letra de Ianis Ian le sirve para pronunciar lo que siente. Habla de la insustancialidad de la fama, de cómo la sociedad utiliza a esas máquinas humanas de producir fans y dinero. Ella tiene sobrada experiencia de tanta corrupción como ha sufrido en el mundo de la música.

Unos años antes, había desaparecido. Huyó a Liberia, para refugiarse de un entorno inhóspito, tanto a nivel personal como social. Abandonó los Estados Unidos, donde la lucha por los derechos civiles de los negros, en la que ella tanto se había implicado – aun a costa de perjudicar su carrera -, había fracasado. En Liberia encontraría un país donde los suyos eran los dueños y no estaban discriminados (aunque bien es verdad que, algunos de su raza, en su patria, no es que se hubieran comportado como hermanos). Pero abandonó la música y con ella perdió su sustento económico. Tuvo que volver al mundo moderno en el que había crecido. Recaló, primero, en Suiza; luego, en París. En esa ciudad, para sobrevivir cantaba cada noche en pequeños tugurios en los que se presentaba bajo su antigua apariencia rutilante.

“Lo que intentaba era un mensaje emocional, por eso es necesario usar todo lo que tienes dentro”, decía la cantante y pianista, y no mentía. De Nina Simone solo me gustan una docena de canciones, pero cada una de esas creaciones me entusiasma, me parece antológica. Aparte de su intrínseca calidad, ella las interpretaba sin escatimar nada de su rebosante alma. Esas canciones, en su voz, parecían un pronunciamiento milagroso. Con su cálido timbre, acariciaba lo invisible, aquello a lo que hay que atender desde una extrema seriedad, enfrentados a lo fatalmente importante. Y es en esas composiciones – propias o ajenas - que interpretaba, desde la calidez o desde la contundencia de su voz, donde residía su más genial singularidad.  

Nina Simone empezó siendo Eunice Waymon, una niña que, a los diez años, estaba abocada al éxito. Una brillante pianista de música clásica que estaba progresando extraordinariamente a fuerza de talento y de sacrificio. Ella aspiraba a ser la primera concertista negra, pero le cerraron las decisivas puertas del Curtis Institute. Su madre la apoyaba en esa ambición pero era terriblemente fría con ella, especialmente, a partir de un episodio sucedido en el ayuntamiento de su localidad. Cuando iba a dar un concierto, una pareja de blancos hizo moverse de sus asientos a sus padres. Estos, sumisos, resignados, iniciaban el traslado, cuando su hija los vio. Desde el escenario gritó que, si se tenían que mover, entonces ella no tocaría. Su osadía tuvo éxito, aunque sus padres, más que orgullo de su hija, se sintieron avergonzados frente a todo el mundo. Después, cuando para sobrevivir tuvo que abandonar la música clásica  y tocar, en diversos garitos, otra más popular - esas “músicas del diablo”, como las llamaba su madre -, esta relación definitivamente se rompió con ella.

Más allá de sus éxitos, su vida fue muy difícil. Muy joven, se casó con un blanco que al día siguiente ya le estaba golpeando. Luego repitió con un policía, Andy Strout, que se transformó en su manager, pero que también la maltrataba. Le pegaba y la hacía trabajar hasta una extenuación que no era precisamente la indicada para una mujer de mene tan vulnerable. En el documental, su hija Lisa nos dice que su madre no era Nina Simone en el escenario solamente, sino en todo momento. Se lamenta de que siguiera queriendo a su padre, pese a los maltratos. Y también de una época posterior, cuando la abandonó, y entonces fue su madre la que la maltrataba a ella.

En su biografía, La vida a muerte de Nina Simone, nos dice su autor, David Brun-Lambert, que Nina Simone no era feliz en ningún sitio. Si no hubiera sido la artista genial que fue, la hubieran internado en un hospital psiquiátrico. Así describía un amigo suyo psiquiatra su enfermedad: “Sufría un trastorno químico que la sumía en fases depresivas, tan repentinas como intensas, basadas en una rabia lúgubre y salvaje. Hablando con sinceridad, tenía una enfermedad mental que distorsionaba su felicidad”. Finalmente, un novedoso medicamento, que tenía serios efectos secundarios a largo plazo, pareció estabilizarla. Aunque siempre eran sus amigos los que tenían que estar encima de ella para que se lo tomara. De otro modo, esa mujer maníaco depresiva se comportaba de un modo terrible. Sus accesos violentos eran continuos. Y su sufrimiento interior, inimaginable.

A partir de los años 80, estaba obsesionada con su juventud perdida. En las paredes de sus casas abundaban sus retratos, y en el equipo de música giraban continuamente sus propios discos. A finales de esa década, su carrera tuvo un inesperado resurgimiento gracias a un éxito, el de una canción, My baby just cares for me, que ella consideraba una de las más insignificantes que había grabado. En los años 90, ya no era más que una sombra de sí misma. Obesa, enferma, sus crisis eran muy frecuentes, las cancelaciones de conciertos, las actuaciones desastrosas – junto a otras memorables –, a las que acudía borracha o en las que se encaraba con el público.

“Nina era una inadaptada. Un día que quiso prepararse unos huevos, acabó incendiando la cocina”. El espectáculo de su vida podía causar compasión o vergüenza ajena. La vida sexual de Nina era un desierto. A veces, tenía que recurrir a la compra de sexo: “Nadie quería acostarse con ella, los hombres le tenían miedo”. A los hombres que le gustaban, les hacía repentinas proposiciones de matrimonio. Estos huían, disimulando su pavoroso rechazo. El 5 de julio de 1995, cuando residía en un pequeño pueblo francés, le disparó a un chico de quince años que estaba bañándose en la piscina de la casa vecina “porque había demasiado ruido”. No lo mató. Solo tuvo que indemnizarle.

Al verla en sus conciertos, siento esa mezcla de poder y fragilidad que transmitía. Parecía como si compareciese en ellos provista de una desnudez que mostraba toda su afloración emocional, la incierta suspensión en el extravío, su animal incandescencia. Nina tenía: “Una presencia magnética, intensa, intimidatoria, que surcaba constantemente aquella línea frágil que separa la seducción de la irritación”. No todos los genios padecen alguna anomalía mental importante, pero sí bastantes de ellos. Muchas veces, parece condición inextricable, para saltar de la excelencia y pasar directamente a la total excepcionalidad, el estar empujado por fuerzas confusas e irrefrenables.

Dicen que le había repetido a un amigo: “Moriré a los setenta porque después solamente hay dolor”. En 2003 cumplió con ese vaticinio, Le Monde publicó una necrológica en la que decía: “Sufría iluminaciones repentinas que la obligaban a abandonar las salas de concierto…; y otras, bellas y profundas, en las que llevaba el público de los estadios y de los teatros al swing y al calor”. Nina Simone fue un caso más de ser humano sacrificado a su arte. @mundiario

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