¿Qué muerto?

Anciano. / Pixabay
Anciano. / Pixabay

Su estado de salud se fue deteriorando por día: ni hablaba con nadie ni deseaba que nadie le hablara. Quería estar solo.... Pensar solo. Morirse solo.

Éramos amigos, buenos amigos. Y vecinos. Su puerta daba frente a la mía y su piso, lógicamente, frente al mío. Desde que nos conocimos, empezamos a congeniar. Aunque luego cada uno tiraba por su la lado.

Don Zacarías administraba una empresa de perfumería y cosmética, en tanto yo escribía novela tras novela, para nunca acabar de publicar algo que al menos interesara a lectores ingenuos. Queda, pues, claro que, aunque me encuentro entre los novelistas del montón, mi microcosmos lo formamos mi familia y los libros. Y don Zacarías siempre iba con su hinchada caterva de amigos que en absoluto serían nunca amigos míos; ellos vivían de la juerga más que otra cosa. Y rodeaban a don Zacarías como gallinas en cloqueo. Sí. Era gente burda, contadores de chistes detestables, y se fundían en abrazos y palmaditas, de forma empalagosa y claramente pelotera… Golpes de humor que representaban falsas parodias, inventadas solo para agradecer los golpes de cartera que don Zacarías daba en cada establecimiento. A mí todo aquello me parecía una cohorte de embaucadores y embusteros, que no podía durar mucho. Aunque, sí, es verdad que don Zacarías abría bien los ojos, por lo que era claro que conocía el peño.  Unos ojos atentos siempre revelan un fin. Y estaba su esposa. Una mujer bien  parecida. Lo más preciado de su vida. “Si la miro, siento el frescor de una flor en mis labios -me dijo un día, y añadió-: ¿te das cuenta?, ¡qué sería de mí sin ella!”.

Solo que el dulce sol de su vida se iba eclipsando. Y don Zacarías echaba de menos una descendencia directa a quien confiar los múltiples negocios; solo que el heredero nunca llegó. Así que comenzó por deshacerse poco a poco de una parte de del negocio: hoy vende esto, amaña aquello... menos su piso de frente al mío.  

Al morir su esposa, me comentó lo que sigue: “Si ya he perdido lo más valor que tenía, ¿quieres decirme qué leche pinto yo aquí solo?” Y, a partir de entonces, se enroscó en sí mismo, sin importarle ni mucho ni poco su vida. Aunque como consecuencia de esto, su estado de salud se fue deteriorando por día: ni hablaba con nadie ni deseaba que nadie le hablara. Quería estar solo.... Pensar solo. Morirse solo.

Y lo que pensó entonces lo reforzó con lo que ocurrió después. Que en absoluto era normal que hiciera más de una semana sin que nos viésemos al salir de casa.

Una mañana, al pasar por su puerta, por más que lo deseara, no me atreví a llamar. Así que solo di dos timbrazos… Al día siguiente, al volver del trabajo, como de costumbre, abrí el buzón y me sorprendió una carta cuyo remitente era don Zacarías. La abrí, y decía: “No es nada extraño que tú seas el primero en conocer mis secretos. Ya estoy cansado de la mala gente. Tú, en cambio, eres el mejor amigo, mi amigo del alma. Verás: la soledad me está matando. Solo que, en vez de rehuirla, procuro tratarla con respeto. Sé que lo que digo es una mierda de metafísica barata, quizá para intentar que me comprendas. Eres un hombre joven y afortunado, con mujer e hijos, vives una vida feliz. En cambio yo soy un vejestorio que ha dejado ya de ser feliz. ¿Me entiendes? En este punto y hora nadie sabe dónde estoy. Así que cuando me muera –ojalá tarde poco-, serás tú el primero en saberlo. No te estrujas los sesos intentando entender lo que digo. Si es así es porque así quiero yo que sea. Un abrazo. Zacarías”.

Subí los peldaños de dos en dos. Al principio, nada despertó sospecha alguna. Hasta que percibí un olor acre, semejante al del gas butano, y comprobé que aquel pestífero veneno salía justo del piso de don Zacarías (“en este punto y horas…”). Así que, sin pensármelo dos veces, con los puños aporreé fuertemente la puerta. Repetí la operación un par de veces, pero no me respondía. Pero sí habían alarmado a una parte del vecindario: los de nuestra planta y seguidamente los demás. Así que fue tal la multitud que acudió que hasta la 3.ª planta se quedó pequeña para acoger a tantas personas, que empujaban como en una bulla imponente. Cada quien metía el codo a otro, y, en general, todos se movían como hormigas gigantes, que intentaran devorar a una lagartija. Metidos en comparaciones, se asemejaba a un levantamiento hostil de un crecido grupo de vecinos.

Un oleaje de caras descompuestas pedía que se avisase a los bomberos; los silenciosos y los con demasiados nervios. Un señor, con gafas y párpado caído gritaba-: ¡Que saquen a ese viejo ya de aquí, hombre! –y añadió-: Pero ¿es que acaso no nota que el finado está ya empezando a oler?- Eso dijo. Pero nadie le echó maldita cuenta, quizá porque, en ese momento, todos tenían los ojos puestos en una mujer que, presa de los nervios, rodaba escaleras abajo, quizá más cerca ya de la puerta de la calle que de la azotea, desde donde partió rodando. Otro señor, con malévolas intenciones, añadió: “¡¡Joder, joder, que el bloque se viene abajo!!”. Lo que despertó nuevas alarmas. En tanto, la señora que rodaba por los peldaños, quedó malherida. Pero la gente seguía gritando.

— ¿Que qué digo?... ¡Pero bueno! –Añadió otro vecino, con pintas de empinar el codo-: ¡Pero si el viejo ha espichado ya!

— ¡Que Dios lo tenga en su gloria. Amén Jesús.- remató una dama.

— ¡Ese tal Zacarías era un demonio de hombre!- dijo otra vecina.

— Escuche –terció esta vez una joven-: ¡El que está ahí dentro era un juerguista de mucho cuidado! ¡Lo sé de buena tinta!

— ¡Los bomberos! ¡Los bomberos!- Voceó, saltando, un niño con un Donut  pinchado en una palito-: ¡Los bomberos!

— ¡Paso, paso!- Gritan los salvadores, que la emprenden a hachazo con la puerta.

Solo fueron necesarios unos golpes para que, en menos de treinta segundos la puerta quedara expedita.

— ¡Aquí no hay ni un alma!- dijo el jefe de los bomberos.

Aquellas palabras no fueron una buena noticia para los vecinos. Un engaño. Pero al final cada cual se fue por su lado.

Era claro que don Zacarías se hallaba allí, entre la gente, camuflado. Lo cierto es que la mayoría pensaban que se trataba de un muerto-vivo…”.

Sé que ya me habías visto. Y, en efecto, al pasar a mi lado, con una irónica sonrisa, me dijo, por lo bajo-: “¡Ya ves! Como a mí no me dieron vela en este entierro… me voy por donde vine. Pero nunca te olvides de que yo soy tú. Azuza los sentidos, amigo del alma. Azuza”.

           

                       

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