Allá en Japutistán, la estepa era infinita, el reino de la Muerte Blanca

Helena Cosano
Helena Cosano.

En efecto, la estepa era infinita y tenía poderes que ni siquiera los ancestros conocían. La estepa era malvada. La estepa era el reino de la Muerte Blanca.

Allá en Japutistán, la estepa era infinita, el reino de la Muerte Blanca

En efecto, la estepa era infinita y tenía poderes que ni siquiera los ancestros conocían. La estepa era malvada. La estepa era el reino de la Muerte Blanca.

Japutistán era un vasto país de estepa y montañas, separado de Rusia al norte por un mar muerto, de Kazajstán al sur por una frontera perfectamente recta y de China al este por el famoso desierto de arenas blancas de Meral. Sus habitantes tenían rasgos eslavos, mongoles, turcos y chinos, habían sido nómadas muchos siglos y aún construían sus casas con la forma abovedada de las yurtas. Montaban a caballo y en camello, hacían quesos con leche de yegua y pasteles de hormigas rojas, educaban a sus hombres en los valores de la guerra y a sus mujeres para honrar la tradición satisfaciendo los anhelos del paterfamilias y obedeciendo las órdenes telepáticas de los ancestros.

La capital se llamaba Bielosmiert, que en japutito significa “muerte blanca”. Se encontraba en medio de la nada, bajo el cielo y sobre el hielo, en la inmensidad de la estepa. Los propios japutitos preferían no ir, pues los accesos no eran fáciles. No hubo trenes ni aeropuertos hasta bien entrado el siglo XXI. En invierno, el clima continental extremo lograba las mínimas temperaturas del planeta, hasta 60 grados bajo cero, aunque las leyendas aseguraban que no había límites al frío, y que viajeros semi divinos habían sobrevivido a noches en que las mismas estrellas se habían helado.

La estepa era infinita y tenía poderes que ni siquiera los ancestros conocían. La estepa era hostil. Por ella vagaban espíritus crueles que jugaban a desorientar a los viajeros, se hablaba de sombras que aspiraban la memoria y de vapores que emborrachaban a los hombres para siempre de melancolía. La estepa era malvada. La estepa era el reino de la Muerte Blanca.

Todavía en la época de Cándida, las nuevas carreteras y los tradicionales caminos de tierra se perdían bajo la nieve, los recientemente inventados móviles no tenían cobertura, y las posibilidades de que un vehículo coincidiera en ese preciso punto del espacio-tiempo eran más que remotas. La gasolina se acababa, el motor se enfriaba, y sólo quedaba esperar.

Los nativos sabían que de poco servía encender fuego, gritar con toda la fuerza de los pulmones o acurrucarse en pieles para mantener el calor; sabían que se podía escuchar a los lobos que aúllan a la luna o los latidos acelerados del corazón; sabían que en esos momentos se oye dolorosamente el silencio y que el tiempo de los que aún viven intuye el presente infinito del de los muertos. Se podía rezar. No había mucho que esperar. La Muerte Blanca llegaba antes. La Muerte Blanca siempre llegaba antes.

Cuentan que primero se sentía la angustia. La consciencia de saberse perdido, aún con cierta calma, con un resquicio de esperanza: llegaría alguien, aguantar lo suficiente, los dioses, los antepasados, alguien ayudaría, algún milagro... Cuando el frío se hacía doloroso, llegaba el pánico: El tiempo estaba apunto de agotarse. Pronto se dejaba de sentir el cuerpo, y ya no habría ni miedo ni dolor. Los miembros se entumecían, los párpados se hacían pesados, y pronto invadía el deseo de soñar, de ver cosas lejanas y perdidas, de revivir amores olvidados y la felicidad de antes, y se veía la infancia y la vida entera y se intuían resplandores de lumbre y el calor del hogar. Y entonces llegaba Ella. La Muerte Blanca.

Cálida y fría, malvada y dulce y suave, misteriosa y conocida, temida y secretamente invocada, todas las leyendas la describían. Una bella mujer vestida de etéreos velos blancos, muy joven según unos, tan vieja como el mundo según otros, delgada, casi transparente, casi invisible entre la niebla helada, con largos cabellos sin color y ojos vacíos como las noches frías. Aparecía de pronto caminando sobre la nieve, blanca, aún más blanca que la nieve y que la luna, blanca como sólo sabe ser blanca la muerte, parecía llegar de muy lejos, se acercaba sonriendo y rozaba con sus labios de hielo ardiente la frente aún tibia del extraviado. Ella traía la paz. Y antes de hacerse rígido para siempre, el cuerpo se relajaba, inspiraba, expiraba, como quien se abandona al placer por última vez, y la bella mujer lo envolvía maternalmente en sus velos de nieve.

@HelenaCosano www.helenacosano.es / Fragmento de la novela “Cándida Diplomática ”, editorial Algaida, 2011. http://www.anaya.es/cgi-bin/principal.pl

 

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