Materialismo y depresión en la pandemia

Mapa del avance de la pandemia en el mundo en 2020. / RR SS
Mapa del avance de la pandemia en el mundo en 2020. / RR SS
En el encierro de la pandemia del coronavirus se mostraron actitudes extremas del ser humano: altruismo y egoísmo, bondad y malicia, amor y odio.
Materialismo y depresión en la pandemia

La pandemia, infausto hecho de la historia, ha provocado no solamente muertes, sino también trastornos psicológicos profundos que crearon divisiones y debilitamiento en diferentes núcleos sociales. Estos son quizá efectos que no se han visto ni estudiado mucho debido a —como es obvio— que la muerte y la vida, puestas en vilo por el virus, han copado la atención de todos. Pero es muy probable que mañana intelectuales y especialistas en materia de salud mental comiencen a encarar investigaciones profundas que exploren los efectos colaterales de la pandemia en la salud mental de todos.

El tener un pariente o un amigo enfermo por el virus, el peligro de contraer la enfermedad una vez se está en la calle o la vida de encierro pegado a la pantalla de una computadora o una tableta, generaron en algunos efectos tan negativos como la propia enfermedad. Se rompieron relaciones humanas, se tensionaron las relaciones en general, se agrietaron amistades, se acentuó la soledad, y solo muy pocas cosas positivas ocurrieron que no sean la facilidad en ciertos procedimientos para los cuales antes era necesaria la presencia física.

Al comienzo, el encierro fue positivo para algunos, pues lo tomaron como una forma de contacto con la naturaleza, de remanso de paz de toda la barahúnda de la calle y los autos, de asueto del trabajo para estar en casa con los suyos o incluso de retiro espiritual para volverse a encontrar consigo mismos. Pero al cabo de un tiempo las circunstancias del confinamiento comenzaron a mellar la salud mental de la mayoría. Y si no dañaron la salud mental, por lo menos causaron tristezas ocasionales que cambiaron la vida de quienes las padecieron. La melancolía de ver a través de la ventana las calles vacías no fue ajena a nadie. Esto trajo consigo un estado emocional atípico que se sigue —y quizá se seguirá— prolongando en el tiempo.

Como sucede en este tipo de eventos de la historia (guerras, hambrunas, pandemias, desastres naturales), en el encierro de la pandemia del coronavirus se mostraron actitudes extremas del ser humano: altruismo y egoísmo, bondad y malicia, amor y odio. Así solamente pueden explicarse hechos como los de la especulación del precio de los alimentos o, peor aún, de los medicamentos, por una parte, o una fotografía de médicos trabajando infatigablemente por salvar la vida de las personas, por otro lado. Cosas análogas se vieron en las guerras mundiales o en los terremotos más graves de la historia. En el ser humano nada es nuevo y solamente se reproducen actitudes ante las circunstancias de la vida.

Ahora bien, contrariamente a quienes decían que el encierro sería una forma de encontrarnos con nosotros mismos y hallar una espiritualidad que se había estado perdiendo, sucedió lo contrario, pues la imposición de los mecanismos virtuales alejó más al ser humano de su espiritualidad y su encuentro consigo mismo. Ahora, cada uno está más ensimismado, más absorto en la pantalla de su teléfono móvil o su computadora. Y más solitario. Esta humanidad que ha desarrollado avances sorprendentes en el campo de la tecnología cibernética, la ciencia y las bellas artes, es la que, al mismo tiempo que se ha facilitado a sí misma, se ha alejado de la moralidad y el sentido espiritual de las cosas y la vida.

Recuerdo que en esos meses de inicio del confinamiento, había campañas publicitarias que incentivaban a la lectura y el libro. Pero no creo que el libro físico haya sido más comprado que el libro digital. Y no es que esté mal. Pero lo que sucede es que, como dice Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, la literatura que ahora se publica en formato digital no es la más instructiva para el espíritu humano. Normalmente, es literatura más superficial que una novela decimonónica o un tratado de moral de Séneca.

Así, el ser humano se ha digitalizado total o parcialmente, haciendo que sus actividades dependan casi todas de un dispositivo electrónico. Esto generó estrés y ansiedad. Para colmo, las consultas y citas psiquiátricas y psicológicas, además de incrementarse, se hicieron también virtuales. La digitalización de la vida humana mecanizó la conducta de las personas, volviéndola talvez más rutinaria que antes. La unidimensionalidad, ésa de la que hablaba Marcuse en su libro El hombre unidimensional, se fue acentuando debido a la dependencia de los artefactos electrónicos y la consecuente superficialidad mecánica de la vida dentro de las casas.

Es probable que el uso de las redes sociales se haya intensificado mucho en este último tiempo. Si bien las redes tienen un efecto beneficioso, la verdad es que la frivolidad, la pose y la superficialidad hacen de las suyas en ellas. El ser humano se deshumaniza en ellas, como se deshumaniza cuando consume alguna droga o está sumido en algún vicio. Al ver eso en el confinamiento, a mí, personalmente, me embargó una angustia tan grande que parecía que el tiempo se detenía de súbito para degenerar la cualidad humana y volverla un apéndice nada más de lo que se podría decir un autómata. Es como si las tendencias materialistas y posmodernistas hubieran alcanzado asidero, relativizando el valor del contacto con lo metafísico.

Y es que, desde el mismo hecho objetivo de que muchas empresas altamente capitalistas se hayan visto robustecidas luego de la crisis sanitaria de 2020, el consumismo y la lógica capitalista se acentuaron más. Esto, indefectiblemente, aviva las tendencias materialistas y de satisfacción mundanal. A muchas personas —me cuento entre éstas— este panorama les causa desolación. Y a muchas personas —también me sitúo entre éstas— les causa depresión. El no saber qué pasará mañana ni cómo será la nueva sociedad (porque, si bien la condición humana es inmutable y la esencia misma de la sociedad no variará, hay ciertos parámetros que se introducirán por lo menos por un tiempo relativamente prolongado) no puede causar sino una zozobra angustiante.

Hay ciertas cosas, como decía el físico Max Planck, que ni la ciencia ni el arte pueden saciar, ciertas necesidades humanas que no pueden ser colmadas por nada que no sean la religión y la fe. Y solamente entonces nos damos cuenta de que lo que no se ve pero sí se siente en el corazón es cierto; no son puros cuentos. Probablemente las verdades absolutas pueden ser entendidas como extensiones de la religión y la fe: la verdad, la honestidad, la justicia, el sacrificio, el amor. Son valores que a los que debemos mirar nuevamente. Y entonces el punto de referencia ya no es el ser humano sino es la espiritualidad. O Dios mismo. La autoayuda humana es insuficiente; se requiere apelar a lo metafísico.

Yo creo que la pandemia tiene un significado que trasciende las muertes y la explicación material que hasta ahora se le da. Sirve para darnos cuenta de que somos minúsculos; de que otro día, frente a otro problema semejante, podríamos perecer. Para darnos cuenta de que, como decía el escritor ruso Andrei Bitov, la vida sin Dios, sin espiritualidad, está vacía y carece de sentido. @mundiario

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