La mágica mirada de la infancia, joven como el mundo, ¿por qué la perdemos?

Helena Cosano con su perro
Helena Cosano con su perro.

Hay una forma de mirar que sólo tienen los niños. Una mirada transparente, vulnerable, llena de vida, de curiosidad, sin prejuicios, desbordante de eso que llaman “inocencia”.

La mágica mirada de la infancia, joven como el mundo, ¿por qué la perdemos?

Hay una forma de mirar que sólo tienen los niños. Una mirada transparente, vulnerable, llena de vida, de curiosidad, sin prejuicios ni crítica, conmovedoramente pura, desbordante de eso que llaman “inocencia”. He conocido a algunos sabios con esa mirada. Pero la mayoría de las personas la perdemos al crecer. Empezamos a vivir en los laberintos de nuestra mente, en el torbellino de pensamientos, ya no estamos plenamente aquí y ahora, ya no percibimos el mundo con la misma intensidad. La realidad  nos llega filtrada, como atenuada, ya interpretada y juzgada, sin el vigor inicial, sin la viveza de sensaciones, mustia. La mirada ya no tiene esa chispa llena de vida de la infancia. Los ojos ya no se abren como si quisieran abrazar el universo entero con el alma. La mirada ya no refleja la magia de la vida: estamos ausentes, perdidos en nuestro mundo mental. El alma se esconde, y el vidrio turbio e insensible de muchos ojos humanos proclama ese vacío inanimado, muerto.

Vivir es gozoso. No quiero decir que la vida sea fácil, ni que sea “bella”. Es atrozmente dura, injusta, malvada. La naturaleza es cruel. La sociedad humana, también. Creo que la vida es un espectáculo espeluznante de sufrimiento y dolor; creo que la mayoría de las personas lo soportan solo porque deciden voluntariamente cegarse, simplemente porque no es soportable la consciencia de tanto dolor.

Pero también creo que la vida en sí, el estar vivo, conlleva un gozo independiente del dolor. No me refiero sólo a los mal denominados “placeres de la vida”, sino a algo mucho más básico y esencial. Para los budistas, el dolor es inevitable pero el sufrimiento es optativo: pues lo consideran un estado mental, que con presencia, estando plenamente conscientes del momento, se diluye. Algo a menudo tan automático como respirar es en sí gozoso, todos los que han practicado formas de meditación, mindfulness, pranayama o respiración consciente, lo saben. Más allá del instinto innato de conservación, todo ser vivo goza de la vida: los más pequeños, los más grandes, más y menos complejos o evolucionados, hasta cada célula viva parece palpitar y estremecerse como si intuyera la plenitud. Sólo los humanos lo olvidamos a menudo.

Los humanos desearían un elixir de la eterna juventud que detuviese los estragos del tiempo en su cuerpo. Pero los animales viven en el presente eterno de la infancia y su mirada cristalina no tiene edad, siempre tan vieja y tan joven como lo es la tierra con cada nuevo amanecer. Por eso me conmueven tanto los animales. Tienen algo que a menudo nos falta. Saborean la vida con otra intensidad, con una contagiosa alegría. Veo en su mirada la misma inocencia virgen que tienen los niños, el mismo gozo de estar vivo que solemos olvidar y al que acceden sólo unos pocos ancianos, ciertos sabios, y aquellos a los que llaman “santos”. Me conmueve la mirada transparente del perro o del caballo, plenamente presente, aquí y ahora, palpitante de vida, capaz de entregar el alma.

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