Sobre las ‘Madres arrepentidas’ de Orna Donath

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Orna Donath, la autora de "Madres arrepentidas".

Algunos de los testimonios resultan verdaderamente espeluznantes: “Soy una buena madre, pero si murieran mis hijos – Dios no lo quiera – para mí sería un cierto alivio”.

Sobre las ‘Madres arrepentidas’ de Orna Donath

El libro Madres arrepentidas. Una mirada radical a la maternidad y sus falacias, de la autora israelí Orna Donath, ha tenido una importante repercusión en los medios y ha generado numerosos artículos. Aunque ya conocía muchos extractos del mismo, finalmente lo he tenido en mis manos y he podido valorarlo sin intermediarios. La autora parte de un estudio que ha realizado sobre un tema tan escandaloso, tan socialmente incorrecto. Con atrevimiento, recoge numerosos testimonios de mujeres que reconocen estar arrepentidas de su maternidad.  Son mujeres  que no hacen dejación de su responsabilidad como madres, que no dejan de querer a sus hijos,  pero no pueden evitar vivir el permanente sentimiento de haberse equivocado.

La postura de no querer tener hijos me parece muy respetable, pero aceptar la negación de la maternidad (lo que valdría también para la paternidad), una vez se ha accedido a ella, se me hace más complicado. En este libro, se habla solo de las madres. Tal vez, porque ellas sean más víctimas de las servidumbres que imponen los hijos, de los impedimentos que suponen a su desarrollo profesional. Muchas se quejan de la falta de cooperación de sus maridos, de la incidencia de sus obligaciones maternales en el desarrollo de la vida tal y como la conciben, más libre y ligera, más diversa, con diferentes posibilidades de realización.  

Algunos de los testimonios resultan verdaderamente espeluznantes: “Soy una buena madre, pero si murieran mis hijos – Dios no lo quiera – para mí sería un cierto alivio”. Lo dice una mujer que tiene hijos entre uno y cinco años. ¿No se ha enterado de que existen los anticonceptivos o se ha dado cuenta, ahora, de repente, en los últimos meses, de que ser madre la hace infeliz? Estas mujeres vienen a decir algo así como que se han sentido presionadas por la idea instaurada en la sociedad de que lo normal, lo decente, lo generoso y lo solidario es tener hijos. Incluso, - con el fin de equilibrar los desfases demográficos -, cuantos más mejor.

Primero fue el puro instinto, pero después, mucho más tarde, las diferentes sociedades han empujado al hombre a su paternidad, ya sea, sobre todo, por motivos económicos o religiosos; y, en nuestro tiempo, más como una forma de realización personal, de vivencia,  pero también como forma de distracción, o de consolidación del matrimonio. Si ahora tenemos tan pocos hijos es por pura racionalidad que nos obliga a sopesar los motivos de nuestro egoísmo pero también la voz de nuestra responsabilidad. Por una parte, no queremos perder capacidad adquisitiva ni tiempo para un ocio libre y placentero; por otra, también pretendemos estar más disponibles para nuestros hijos, educarlos más directamente, con un rigor que no produzca coerciones de su libertad. En estos días, estaba leyendo una novela de  Delphine de Vigan, Nada se opone a la noche, que viene  a resultar una biografía familiar. Ahí cuenta cómo sus abuelos tuvieron siete hijos (incluso acogieron a un niño de nueve años cuando se les murió un hijo de su misma edad). Pero, increíblemente, eran capaces de irse de vacaciones por su cuenta y dejar a sus hijos solos – alguno aún extremadamente pequeño -, confiando en el cuidado de los mayores que no superaban los diecisiete. Esa actitud, en aquellos años 50 o 60 tan común, hoy resulta impensable.

Vivimos en una sociedad en la que los padres son más conscientes del cometido de su actuación como tales, y de sus consecuencias, lo que puede procurar un mayor desarrollo de los hijos, pero también un mayor proteccionismo del que se derivaría un riesgo de pusilanimidad.

Vivimos en una sociedad en la que los padres son más conscientes del cometido de su actuación como tales, y de sus consecuencias, lo que puede procurar un mayor desarrollo de los hijos, pero también un mayor proteccionismo del que se derivaría un riesgo de pusilanimidad. En otros tiempos,  a los hijos se les concedía muy poco valor. Primero, porque su alta mortalidad aconsejaba no encariñarse demasiado de ellos; y luego, porque se hacía indiscutible la pertinencia de convertirlos en mano de obra útil y barata, en trabajadores primerizos, explotados desde su infancia, que tenían que volver a casa con el pan bajo el brazo. (Hoy en día, esto sigue sucediendo en el tercer mundo. Existen en muchos países los llamados “niños de la calle”, o niños que son vendidos). El niño no era concebido como tal sino como un homúnculo, un hombre en miniatura, la manifestación de un estado inferior del hombre. Los castigos físicos han sido aceptados hasta hace muy poco.  El Infanticidio con niños deformes, con las niñas, con los hijos ilegítimos, ha sido masivo. Algún hombre ilustre, como Rousseau, se contradecía de los libros de educación que escribía y mandaba a todos sus hijos a los orfanatos.

Tanto a las parejas que defienden la creación de una descendencia como a las que renuncian a ella, se les tacha de egoístas desde distintas perspectivas, pues, se dice que ambas lo que buscan es un mayor bienestar psicológico. A los segundos se les reprocha que no hacen nada a favor de la especie, que buscan una libertad eximida de obligadas responsabilidades; a los primeros, que originan nuevas vidas inciertas para saciar sus propios deseos. Quienes decidieron no tener hijos es posible que, en sus momentos de vacío, de insatisfacción, de soledad, puedan pensar que habrían resuelto esos sentimientos con una prole suficiente; y quienes los han tenido, cuando los vean sufrir más de lo previsible se lamentarán de ese resultado inesperado, adverso.

La forma de paternidad más indiscutida es la de la adopción. El cumplimiento del deseo de paternidad se produce a la vez que el socorro de un infante que lo necesita. Hay, además, casos más claros de pura solidaridad, y es la de aquellos que, ya teniendo hijos naturales, por compasión añaden a otros hermanos en la familia. No sé si se puede querer igual a un hijo adoptado. Parece ser que sí (recientemente vimos el dolor de unos padres a los que le arrancaban su hija adoptiva para entregársela a su madre biológica), o que no (ahí está el caso de Asunta Basterra), pero la intensidad del afecto paternal siempre puede ser muy variable. Hace poco, veía en la televisión a un filicida al que iban a juzgar por la muerte de dos hijos adolescentes.

Sí, tener hijos es asegurarse una mayor amplitud de la incertidumbre que nos afecta; aun en los mejores casos, una multiplicación del sufrimiento, pero supone también el enriquecimiento de nuestro ámbito afectivo, la hermosa emoción de contemplar el titánico crecimiento de la vida.

La sensación de extrañeza, que llega a la animadversión, no es tan rara en las relaciones paterno-filiales. Los hijos que se enfrentan a los padres son muchos. A veces, se queda en lucha temporal que acaece especialmente en el combativo periodo de su adolescencia. Pero otras veces esos odios se enquistan o por sentimiento de ajenidad o por una similitud excesiva no aceptada por el hijo. Este puede incluso responsabilizar al padre de sus desgracias. Y un padre puede no reconocer a un hijo que no se parece en absoluto a él – o eso piensa – y que vaga por la vida a sus expensas. No son pocos los padres que desheredan a sus hijos, aunque la ley – como leía el otro día – lo pone bastante difícil.

Los conflictos paterno-filiales han tenido numeroso reflejo en obras artísticas. Cuando he visto películas que trataban ese tema - casi siempre el odio enconado de los hijos hacia sus padres -, siempre pensaba que eran invenciones extremas de los guionistas que necesitaban dramatizar hasta el punto de impresionar al espectador. Con el tiempo, entendí que esas obras podían servir como advertencia del claro peligro de eludir la propia responsabilidad y endosársela a los padres.

Sí, tener hijos es asegurarse una mayor amplitud de la incertidumbre que nos afecta; aun en los mejores casos, una multiplicación del sufrimiento, pero supone también el enriquecimiento de nuestro ámbito afectivo, la hermosa emoción de contemplar el titánico crecimiento de la vida. Ser padres debería suponer un aceptado y gozoso sacrificio, una asumida e indeclinable responsabilidad, una obligación de procurar aumentar nuestra pericia en cometido tan decisivo. Es tarea difícil. Las madres que declaran su arrepentimiento en el libro de Orna Donath lo hacen desde el anonimato porque no quieren correr el riesgo de ser leídas por sus hijos y que se sepan una carga para ellas. Estas mujeres se expresan anónimamente en un mundo que las rechaza. Su actitud me parece el síntoma de una negligencia. Parece poco comprensible que una madre de hijos sanos, luminosos y recientes, no supiese poco antes de las contrariedades de tenerlos. Escudarse en la presión social, en la del marido, me parece indigno. Otra cosa son esas mujeres que deciden no ser madres y que me parecen mucho más coherentes y admirables que todas esas que lo son por irresponsabilidad, por pura inercia y luego, a veces, lo lamentan.

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