Leyendo a Azorín hoy, la sutileza y la denuncia en la descripción de una España perenne

Retrato de Azorín (1941) de Ignacio Zuloaga.
Retrato de Azorín (1941) de Ignacio Zuloaga.

En ‘La Andalucía trágica’, Azorín añade, a su afán de belleza literaria, el drama social al que se ve interpelado en su recorrido por los pobres pueblos de Andalucía.

Leyendo a Azorín hoy, la sutileza y la denuncia en la descripción de una España perenne

En ‘La Andalucía trágica’, Azorín añade, a su afán de belleza literaria, el drama social al que se ve interpelado en su recorrido por los pobres pueblos de Andalucía.

Releer a Azorín es poner otra vez en marcha una suave y entrañable melodía. Lo acabo de hacer, volviendo a ‘Los pueblos’, una colección de artículos publicados entre 1904 y 1905 en los diarios España y El imparcial, luego recopilados para formar un libro dedicado a sus observaciones a través de sus viajes por pequeñas poblaciones de provincias.

En estos artículos respiramos la paz antigua, la quietud que, sin interferencias, acoge los sentimientos más amplios. Es prosa que serena, antídoto perfecto contra el estrés, la sobreabundancia de estímulos, de deseos, de fútiles preocupaciones y de tareas.

Un solo artículo de Azorín atesora tanto valor como libros enteros. En ellos se dirige al lector, en un tono cordial, humano, incluso cariñoso; en preguntas retóricas, que se responde con frases cortas, con sopesada acumulación de adjetivos, en ritmo cadencioso. Expresa sus morosas y plácidas acciones desde un yo enfático, que no omite, pero que no es egolatría, porque, aunque su personalidad sea imprescindible para describir esos humanos paisajes, finalmente acaba difuminado en un escenario que se le impone, en unas personalidades que describe con sobria emoción.

Es el canto al hombre sencillo, a los pueblos humanizados, su simpatía por lo artesanal frente a lo industrial, ya imponiéndose en aquellos años en otros ámbitos urbanos. No encontramos personajes aviesos, o tal vez a algunos les ha omitido ese aspecto y se ha quedado con su fragilidad más hermosa. El mundo que nos describe está formado por íntimas alegrías pero también por una tristeza remanente. Hay en él una melancolía de la desaparición de las cosas bellas.

Azorín describe un presente continuo que apenas se deriva en alguna digresión. Se arrima a los hombres y mujeres que meditan con sencillez y suspiran por un futuro indómito. Nos transmite que lo profundo no es lo complejo sino lo hondamente sencillo. Sin plan preestablecido vaga por las calles. Pretende encontrar antes que buscar, porque sabe que la vida es mucho más rica que su voluntad.

Azorín nos transmite que lo profundo no es lo complejo sino lo hondamente sencillo.

 

Este libro requiere una lectura despaciosa. Se dirige a un lector singular o al  conjunto de los lectores en un tono amistoso. Les ofrece la íntima y profunda armonía de las cosas, la evocación de la austeridad, las horas “plácidas, sedantes”. Amante de lo pequeño, de lo palpable, lo comprensible, hecho a la medida humana, se renueva en un periplo de curiosidad sana, no comparativa, que busca la gracia de la peculiaridad, su enjundia primordial, imaginando su reacción importante.

Nos describe al hombre ante sí mismo, empujado por el tiempo, ubicado en el silencio, viviendo “enteramente la vida que se le escapa”. Nos presenta al hombre fundido con su paisaje, venerador del entorno pegado a su piel, como parte de sí; al hombre mirando a la lejanía, buscando una respuesta a una pregunta que no se atreve a pensar.

El hombre, triste a solas, cordial en compañía, dolorido y agradecido, perplejo y expectante de casi nada, insertado en un mundo más lento, menos ruidoso, un mundo solo, sin superposiciones. “Ah, qué paz más hermosa”

Describe un ambiente donde apenas ocurre nada. Con cuidadoso estilo, va trazando el ánimo de unos personajes que se entregan a las horas eternas, en las casas donde reside el movimiento o la quietud, siempre personalizadas; la emoción ante el paisaje, la simpatía ante los objetos que ha creado el hombre, la curiosidad agradecida. Y la tristeza, pero no la indignación.

Azorín empezó considerándose anarquista y terminó no haciéndole ascos al franquismo. En el tiempo en que escribió estos textos, parece que aún conservaba algo de sensibilidad social y sentía el descrédito de los poderes políticos. En la última parte del libro se recogen unos pocos artículos – agrupados bajo el título de ‘La Andalucía trágica’ – en los que añade, a su afán de belleza literaria y de cronista de hombre apolítico, el drama social al que se ve interpelado en su recorrido por los pobres pueblos de Andalucía. Aquí nos habla de uno en concreto: Lebrija, en Sevilla, azotado por la sequía, con sus ciudadanos muriéndose literalmente de hambre. Y, en contacto con sus habitantes, nos describe su situación anímica, pero no elude la política ni la  social.

En ese año de 1905, los tres mil jornaleros del pueblo están en paro. No hay subsidios. El hambre es angustiosa; el alto índice de mortalidad, imparable. Desesperados, asaltan una tienda de comestibles. Pero hay otras soluciones: “Hay, lector, un medio de conjurar por lo pronto el conflicto; pero preciso es no olvidar que estamos en España”. Lo de vivir en este país era y es un grave inconveniente para emerger de las situaciones problemáticas. La solución que había era que se iniciasen inmediatamente las obras de la carretera a Trebujena, pero las burocracias ministeriales estaban retrasando ese momento. “En tanto, estos buenos labriegos caminan lentos, entristecidos, hoscos, por las calles de Lebrija”. Y Azorín hace una llamada a los políticos insensibles, ineptos: “He aquí las dos Españas. No hagáis vosotros, los que llenáis las Cámaras y los Ministerios, que los que vivan en las fábricas y en los campos vean en vosotros la causa de vuestros dolores...” ¡Qué válidas serían ahora estas palabras!

Lo de vivir en este país, España, era y es un grave inconveniente para emerger de las situaciones problemáticas.

 

Azorín se reúne con el médico, que le muestra el drama humano, pero también con los jornaleros rebeldes, que le cuentan las aleves injusticias que sufren. Le hablan de los sueldos de miseria, de los intermediarios que se quedan buena parte del fruto del trabajo, de cómo los jornaleros cuidan los terrenos de los propietarios y luego se los quitan, de la necesidad de expropiar terrenos incultos. Sus ideas sobre lo que ocurre son tan certeras como hirientes: “el amo es el enemigo”, “las leyes se hacen para los ricos”. Pero no pueden quejarse. Si se reúnen para hablar de sus problemas, enseguida les envían cuarenta o cincuenta guardias civiles. Parece ser que Azorín recibió presiones para dejar de hablar de esos temas.

En esos primeros años del siglo XX, los ciudadanos españoles (los hombres solamente) podían votar, elegir – mejor sería decir que podían optar - a sus gobernantes, pero para luego quedarse al pairo de sus decisiones egoístas, insensibles, interesadas, siempre despreciativas con el pueblo llano y sumisas con los poderes fácticos. Hoy también podemos optar por quienes se nos proponen. Lo malo es que aquellos políticos que, de verdad, querrían llegar hasta el fondo de la justicia, tienen vedado el paso y tenemos que contentarnos con las opciones menos malas, con aquellas que muestran una sensibilidad social siempre extremadamente limitada por la necesidad de no desairar a quienes nos expolian.

Azorín, finaliza uno de sus artículos exponiendo su desmoralización: “Ya estamos cansados los que movemos la pluma para pedir un poco de sinceridad, de buena fe, de amor, de reflexión a los hombres que nos gobiernan. ¿Qué va a venir después de este cansancio? ¿No es esta una interrogación formidable?”. Cuando leía por vez primera este libro, hace algunos años, me sonaba todo eso a irrepetible, pero leído hoy me parece que, demasiado deprisa, nos vamos aproximando a esa situación. Espero volver a releer este maravilloso libro dentro de unos años, otra vez muy lejos de esa terrible realidad que relata.

           

Leyendo a Azorín hoy, la sutileza y la denuncia en la descripción de una España perenne
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